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Posts Tagged ‘la casa de la novia’

XI

Por fin arrancó la comitiva, pero no por ello calló tu tía. Situándose estratégicamente entre vosotras dos, os agarró del brazo y os siguió contando sus penas, que son infinitas. Marchabais como si estuvieseis desfilando. Contempladas de lejos, se os podía confundir con tres muñecas mecánicas.

La puerta estaba entornada. Del interior salían una franja de luz, voces y risas. Os ajustasteis los abrigos y llamasteis: “¿Se puede?”.

Nadie respondió. Con cautela os adentrasteis en la casa. Varios parientes y conocidos charlaban. Todas las lámparas estaban encendidas. Un olor a cosas nuevas impregnaba la atmósfera.

Las maderas barnizadas, las baldosas brillantes, las paredes encaladas, los apliques dorados os aturdieron.

Daba la impresión de que temíais desentonar en ese escenario radiante y jubiloso.

Tu hermana vio a la madre de la novia y se dirigió a ella. Vosotras fuisteis detrás. Tu tía, toda ojos, no hacía más que girar la cabeza a un lado y a otro, tomando nota mental del mobiliario y de la decoración.

La madre de tu amiga os saludó cordialmente y se puso a buscar con la mirada a su hija. “Por ahí tiene que andar, pero con tanta gente…”.

Mientras la hija daba señales de vida, la madre os informó de que habían recibido muchas visitas. Se advertía a legua que la señora estaba gozosa. “Allí está, allí está”.

Tu amiga, exultante, te abrazó, te besó. “Pensaba que no ibas a venir”. Tu hermana, empujándote levemente, dijo: “Dale el regalo” “¡Qué tonta soy!” replicaste y le alargaste el paquete. Ella se deshizo en manifestaciones de agradecimiento.

Desanudó el lazo, desenvolvió la caja, la destapó y un jarrón de fino cristal azulado con el borde de la boca y los brazos rizados apareció en su lecho de papel de seda. “¡Es precioso! ¡Qué buen gusto!”.

Y añadió: “Me encanta”. Una oleada de orgullo te inundó. Musitaste: “Seguro que te han regalado mejores cosas” “Ahora las veréis, vosotras mismas juzgaréis” y se quedó observando el jarrón con aire tan complacido que no te cupo duda de tu acierto.

“Os voy a enseñar el dormitorio”. Tu hermana y tu tía se rezagaron hablando con fulana o con mengana, parándose ante un cuadro o un adorno que les agradase o desagradase particularmente.

Tu tía, más bien baja, estiraba el cuello esforzándose por averiguar quién entraba o quién salía, por identificar a esta o a aquella.

El dormitorio era una maravilla: colcha de ganchillo blanca, cortina de raso blanca, objetos de tocador con el dorso de nácar, detalle este que arrancó a tu tía una exclamación de entusiasmo.

Tu amiga os abrió el ropero donde vestidos, faldas, pantalones y chaquetas estaban alineados en perfecto orden.

“Y estas son las mantelerías y estos los juegos de cama…” Ante esa magnificencia llovían los elogios de tu tía y de tu hermana. Tú, más reservada, te limitabas a informarte de los pormenores que la anfitriona se apresuraba a suministrarte a la par que te golpeaba cariñosamente un brazo y te sonreía.

“Venid, vamos a ver el resto de la casa”. Guiadas por ella, inspeccionasteis el flamante domicilio. Cuando os llevó al cuarto de los niños, tu amiga se arreboló como si la hubiesen pillado en falta.

Llegaste a pensar que, con ese teatro, pretendía ponerte los dientes largos, idea que desechaste de inmediato.

Ella sólo hacía valer los derechos a los que había accedido en virtud de ese providencial casamiento, cuando ya desesperaba de cambiar de estado civil y se resignaba a invertir su tiempo en las mismas labores que tú.

Era posible que en sus prolijas explicaciones hubiese un toque de presunción, que sus desfasados rubores fuesen más postizos que naturales, pero ¿no habrías actuado tú igual que ella?

Así que había que pasar por alto su inocente y legítima afectación cuando, como ahora, ahogando la risa, tratando de disimular su azoramiento, decía: “Y este es el cuarto de los niños”.

Vuestras bromas la aturrullaron aún más. Tu hermana fue quien hizo los chistes más conseguidos, quien, aventurándose en un mundo ignoto, puso, como un explorador clava en las tierras recién descubiertas la bandera de su país, la nota de punzante ironía.

 

 

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IX

Tu tía se informaba sobre la parentela de los futuros esposos, recababa detalles que tu madre suministraba o conjeturaba. Fue entonces cuando tuviste una premonición que te heló la sangre en las venas.

Como tienes una vena masoquista, en lugar de entrar evitando con tu presencia que se tocara cierto tema, seguiste clavada junto a la mesa del comedor, con tus trofeos en la mano y con la atención absorbida por lo que se decía en la cocina.

No hacía falta dotes adivinatorias ni oportunas corazonadas para saber qué sesgo iba a tomar la conversación. Era suficiente conocer a tu tía, su torpeza, su concepción de la familia según la cual a todos sus miembros les asiste el derecho de estar al tanto de la intimidad de los otros, siendo entendido lo contrario como una injustificable falta de confianza, en un serio motivo para un disgusto e incluso una ruptura de relaciones.

Carraspeaba. No sabía cómo entrar en materia. Por fin acertó a decir: “¿La niña ha ido ya a ver la casa de la novia?” “No, pero supongo que irá. Ayer estuvo aquí su amiga y claro…” “A lo mejor ella no quiere ir, ¿verdad, tata?” “¿Por qué no?” replicó tu madre irritada por el misterioso tono empleado por su hermana.

“Ese hombre” dijo tu tía con un hilo de voz “estuvo rondándola antes de arreglarse con la otra”.

Tu tía terminó en un murmullo, la mano en la mejilla, la mirada puesta en su interlocutora en muda demanda de confidencia.

“Ella es reservada. Conmigo no habla de sus cosas”…

Te diste media vuelta sin enseñar tu botín. Evitando ser oída, subiste de nuevo al soberado, dejaste los ratones muertos en un rincón y entablaste una titánica lucha contigo misma para no ponerte a llorar.

 

 

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