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Posts Tagged ‘Lucía’

Mabel era gordita, de cara ancha y maneras más que desenvueltas. A Mabel le costaba la misma vida estar con la boca cerrada.
Aparentando más seguridad de la que tenía, subió al plató y expuso su propia intimidad a los oídos de los espectadores, algunos de los cuales se sintieron incómodos. Otros se violentaron y experimentaron un visible rechazo.
La mayoría, sin embargo, optó por mantenerse a la altura de las circunstancias, aceptando con una sonrisa de aquiescencia la divulgación de materias recónditas y experiencias iniciáticas, encajando deportivamente esa provocación.
Mabel contó, aturrullándose a veces, sus visitas a claustros, criptas y pórticos. Habló de los escenarios de sus pasiones como quien enumera los ingredientes de una receta de cocina.
Todos hemos peregrinado a lugares sagrados. Todos nos hemos postrado en algún adoratorio. Y hemos mitificado o desmitificado buscando la felicidad. Todos nos hemos adentrado en una cueva o hemos buscado el cobijo de una frondosa encina. Y hemos repetido: “No soy más que un extranjero”.
En la cara de Pedro y Lucía se pintó un profundo desagrado. Ellos y otros asistentes más discretos que no dejaban traslucir sus sentimientos, estaban cansados de asumir el papel de comparsas que legitimaban con su presencia esos espectáculos vulgares.
Los misterios son ríos subterráneos que discurren calladamente. La intimidad no es una mercancía que se pregona en la plaza. Las catacumbas no son discotecas sino lugares de culto y enterramiento.
Los misterios no sobreviven a la luz de los neones ni a los aplausos del público. Sucumben cuando aparecen en los programas de televisión. Se desvirtúan cuando andan de boca en boca.
La desdichada Mabel, cada vez más gesticuladora y parlanchina, cada vez más convencida de ser una mensajera de los tiempos actuales, se explayó.
Pero el mundo se estaba empobreciendo. Así lo sentían Pedro, Lucía y algunos más.
Los misterios, como tabernáculos profanados, no ofrecían refugio a las transmutaciones y a los renacimientos. Se habían diluido y vaciado. Eran huevos hueros.
Las ceremonias secretas y las verdades ocultas habían sido rebajadas a la categoría de quincalla.
Ese sustrato nutricio y esa necesidad de penumbra esenciales para la germinación, el desarrollo y el florecimiento se vendían en sacos de variados colores, dependiendo de la proporción de sus componentes, en los supermercados, sección bricolaje.

 

 

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En el bar donde recalábamos para tomar una copa, pegábamos la hebra con Arturo, un parroquiano que solía hojear el periódico distraídamente mientras paladeaba su vermut. Pensábamos que no era andaluz, tal vez por su acento neutro y su circunspección.
Tras ser interrogado al respecto por mi amiga Lucía, nos aclaró que sí lo era.
“Mi familia materna está asentada en esta región desde siempre. No así la paterna que vino de fuera. Mi abuela era asturiana y mi abuelo zamorano.
Como estaba comunicativo, siguió contándonos que fueron su abuela paterna y la hermana soltera de ésta quienes crearon el patrimonio familiar.
Cuando llegaron a Sevilla, se dedicaron al servicio doméstico. Trabajaron duro y, como ambas eran emprendedoras, primero alquilaron tierras de labor donde pusieron a trabajar al marido y a los hijos, y luego las compraron, de forma que a la vuelta de unos años eran dueñas o arrendatarias de varias fincas rústicas y urbanas en un pueblo de la provincia.
Arturo nos explicó que la primera generación acumula la riqueza con su sudor y su empeño. La segunda la mantiene. A la tercera, que era la suya, le corresponde la irresponsabilidad de dilapidar los bienes.
La tercera generación se despreocupa y malbarata. Y no es raro que acabe viéndose, como suele decirse, con una mano delante y otra detrás.
Los primeros hacen un gran esfuerzo. Los segundos, conocedores y beneficiarios de ese sacrificio, conservan lo recibido. Los terceros se limitan a vivir del cuento.
La cuarta generación es puesta a prueba y tiene que empezar de nuevo.
“La de tus hijos” apuntó Lucía. “Yo no tengo hijos” repuso Arturo.

 

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