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Recostado en el asiento, con los brazos pegados al cuerpo, cerró los ojos e inspiró profundamente. Pronto su respiración se hizo imperceptible. En su rostro quedaba la huella de una leve sonrisa.

Mi joven pasajero se convirtió en la imagen del sosiego. No iba a realizar nuevos pases mágicos. Más parecía que descabezaría un sueño. Pero deseché esa idea. Me había ofrecido su ayuda y estaba cumpliendo su palabra.

Si había logrado que esa luz descarnada se replegase, era seguro que podía ejecutar otros prodigios.

Quizá él fuera, en efecto, mi salvador. Nada tenía que perder. Nada podía hacer por mí mismo. Mi malestar había remitido también.

Dejé de observar al niño y miré al frente. Incrustado en las entrañas de esa incandescencia, distinguí un punto negro que luchaba por hacerse un hueco.

La manchita redondeada fue agrandándose. Aumentó tanto de tamaño que debí rectificar. No era de color negro sino azul marino.

El azul de una noche serena que toca a su fin.

Ese ojo de buey siguió creciendo y aclarándose hasta desembocar en el cielo de un día despejado.

Me quedé dormido. Cuando me desperté, la punzada en la espalda era más fuerte. Era como si me estuviesen clavando un objeto puntiagudo en la columna vertebral. Era un dolor intenso y localizado pero no insoportable.

Un resplandor grisáceo había desplazado a la oscuridad nocturna. Había amanecido. Las nubes densas y bajas descargaban con perseverancia.

Me puse a examinar de nuevo los signos que los regueros de agua trazaban en el parabrisas.

El corazón me dio un vuelco cuando vi dos caras pegadas al cristal de la ventanilla. Lo limpiaron con las manos. Luego, haciendo visera con ellas, miraron dentro del coche. Tras estudiar la situación, se pusieron a hablar.

Uno de ellos abrió la puerta y anunció: “Me llamo Moncho y este es Chencho. Vamos a sacarte de aquí”. Se expresó con tal rotundidad que no me cupo duda.

Antes de pasar a la acción inspeccionaron el terreno. Eran dos enanos tocados con un sombrero. Pese a ir cubiertos hasta los tobillos con un tabardo, se apreciaba su robustez.

Una vez sopesados los pros y los contras del rescate, se asomaron al interior del Mercedes y asintieron con la cabeza, de lo que deduje que ambos habían llegado a idéntica conclusión. Sin dar ninguna explicación cerraron la puerta y se fueron.

 

 

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