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Posts Tagged ‘Pablo’

                              Julián

38.-A Julián le pasaba como a Teresa y a la mayoría de la gente. No entendía que lo que para él era un placer, más aún, lo que objetivamente sólo podía ser definido como tal, para otras personas fuera un suplicio. Esa posibilidad descabellada sólo era digna de tomarse a broma.
En su cabeza no cabía que lo que a él le chiflaba a otros les produjese terror. En su interior no sonaba tampoco una alarma tocando a rebato, como les ocurría a Loli, a Amador, a Pablo, una alarma, un grito sordo, que anunciaba la negra marejada ante la que no había defensa posible, la insidiosa invasión de todas las parcelas de su ser.
Rara vez o nunca había experimentado esas somatizaciones que dejan fuera de juego a quienes las sufren, los efectos de esos mecanismos infernales que escapan a la voluntad, que se disparan solos, no siendo desatinado hablar de posesión puesto que se está bajo la férula de un demonio.
Julián, un hombre serio, tirando a envarado, un modelo de ciudadano, siempre a la altura de las circunstancias, con su ración de prejuicios de los que nadie está libre, capaz de resistir cualquier acto protocolario por largo y tedioso que sea, conversador mediocre pero manejando los clichés con la soltura que da la práctica, haciendo un aspaviento, preguntó a su primo Raúl, que cojeaba del mismo pie que Loli y los antedichos: “¿Pero tú por qué te angustias?” Raúl no respondió nada, pues no valía la pena. Entrar en explicaciones era engorroso e inútil. Además, Julián no se las estaba pidiendo. Sólo quería darle un consejito paternal acompañado de una afectuosa palmada en el hombro. “Lo que tienes que hacer” dijo “es sobreponerte. Los acontecimientos sociales son una ocasión de relacionarse y lucirse. Aprovéchalos y no te obsesiones. Mírame a mí”.

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                              Teresa

37.-Teresa no sufre en absoluto ataques de ansiedad ni nada parecido. Goza de buena salud tanto física como psíquica, por lo que da gracias al cielo
Mujer elegante y educada, apartando un rizo de la frente con un dedo en el que luce un anillo con un brillante, contaba con generosas dosis de sorna lo que había hecho Pablo, su consuegro, para asistir a la boda de su hijo y de la hija de Teresa.
Le fue necesaria una preparación psicológica que duró varias semanas, de las cuales la última se retiró además a un balneario. Como Teresa se apresuró a apostillar, lo que estaba diciendo sonaba increíble. Cualquiera que la escuchase pensaría que era un invento suyo.
Pues que quedara claro, recalcó, que ella carecía de tanta imaginación. Teresa tenía los pies bien plantados en la tierra. Su capacidad fabuladora era escasa o nula. La cantidad de detalles concretos que dio, incluidos los económicos, demostraban que ella había sido testigo de esa historia familiar.
Con retintín, en un tono influido por su propia cicatería, refirió que ese apuesto varón, de quien nadie a simple vista podía sospechar semejante debilidad, se había costeado una estancia en unas termas que incluía los servicios de un fisioterapeuta y de un psicólogo. Ella, al principio, pensó que ahí había gato encerrado. Pero su consuegra la convenció de que Pablo no la estaba engañando, no había otra mujer ni ningún asunto turbio. Pablo se había recluido para encajar el golpe, eso era todo.
Si su consuegra, en quien Teresa tenía confianza, confirmaba ese punto, es que esa ridiculez era verdad. Pero Teresa, presa de una súbita agitación, preguntó: “¿Qué hay que encajar?”
Como la cuestión pecuniaria la tenía siempre presente, añadió: “¿Sabes cuánto dinero se gastó o tiró?” Y me informó de la cantidad exacta que era elevada. Haciendo un gesto de desaprobación concluyó que esa actitud resultaba inaudita, notándose claramente que le hubiese gustado decir “estúpida”.
Ella no entendía ni quería hacer ningún esfuerzo por entender ese comportamiento que la sublevaba. El único problema de su consuegro era que se miraba demasiado el ombligo, y, como era rico, podía permitirse esos caprichos y extravagancias. Si estuviese en la situación de Teresa, iría al cuarto de baño a darse una ducha cuando quisiese relajarse.
Su veredicto era inapelable. Pablo era un maniático pudiente. Ya le gustaría a ella pasar una temporada en un balneario o en un buen hotel con mucha más razón, por todo lo que trajinaba y por tantas responsabilidades como tenía, que ese hombre de envidiable aspecto. O mejor aún: embolsarse ese dinero que, con la cantidad de gastos a los que tenía que hacer frente, buena falta le hacía.
Sus palabras rezumaban menosprecio. En la actitud de su consuegro no veía más que arrugamiento. Pero ella sabía cómo arreglar esa mojigatería masculina: dando un empujón al pusilánime para que entrase bien derecho primero en la iglesia y después en el convite.
No se le estaba pidiendo nada extraordinario. Sólo tenía que estar presente. No era él quien iba a oficiar la ceremonia ni servir el almuerzo. Lo que tenía que hacer era no comerse tanto el coco.
Ahí acertaba Teresa. Se trataba de estar presente sin mirar las salidas como un animal acorralado, de estar centrado en sí mismo y no disperso, en lucha con su creciente malestar.
Le pregunté a Teresa si ese recurso tan costoso dio resultado. Pablo, impecablemente trajeado, más que el novio que había optado por la informalidad, combinando chaqueta de vestir y pantalón vaquero, ambos de marca y con mucho estilo, pero que no por ello dejaban de ser lo que eran, como subrayó Teresa, a quien desagradó la libertad que se tomó su yerno el día de su boda, Pablo, que era a lo que íbamos, se comportó con toda normalidad, tranquilo, seguro, con una discreta sonrisa en los labios.

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Los olvidos

Mientras tomábamos una cerveza, mi amigo Pablo se desahogó. Mirándome a los ojos y en un tono apremiante, como si estuviera pidiéndome cuentas o echándome una bronca, me espetó: “¿Por qué en lugar de decir las cosas hay que atacar?”.
Aunque sabía que no se refería a mí, me sobresalté. Fui a replicar que no tenía ganas de participar en un psicodrama, pero él, que estaba serio, un pelín enervado, haciendo caso omiso de mi conato de expresión, prosiguió diciendo:
“Si he tenido un olvido o una distracción, basta con que me la señalen, basta con hablar claramente. Entiendo que ese olvido la haya molestado” “Por supuesto”.
“Ésa no es la mejor manera de corregir una falta” “De reeducar” “¿Se consigue algo dando aguijonazos?” Como advertí que se trataba de una pregunta retórica, callé y esperé.
“No” respondió él mismo, “el otro se pone en guardia y se siente confundido porque no tiene la menor conciencia de culpa. Y cuando reconozca que ha incurrido en un error, se rebelará porque considerará desproporcionada la relación entre la causa y el efecto”.
“¿Actuamos nosotros así?” Negué, naturalmente, y expuse doctoral: “Esas maneras de proceder obedecen a antiguas grabaciones. Son comportamientos aprendidos en la primera infancia que conforman los estratos más profundos de nuestra personalidad. Esquemas y expectativas procedentes de la filosofía familiar que son esgrimidos como un modelo social inapelable”.
“Como le gusta tanto porfiar, si entras en el juego, estás perdido. Será una discusión interminable. Pero yo me bajo pronto del burro. Si quiere la perra gorda, ahí la tiene, para ella” “Es lo mejor que se puede hacer: no echar leña al fuego” “Odio las peleas” “Yo también”.
“Puedes dar una respuesta o tener una salida humorística” le aconsejé. “¿Gastarle una broma? Eso sería peor porque la tomaría en serio, la interpretaría literalmente y la madeja se liaría mucho más. Es mejor dejar que pase ese nubarrón. Lo tengo comprobado: cualquier cosa que diga o haga es utilizada en mi contra”.
Reconocí que su actitud era la más sensata. “No vayas a pensar que aguantar un chaparrón es agradable” “No pienso tal cosa. Pero lo más prudente es lo que tú haces: callar” “¿Qué voy a hacer si no quiero volverme loco?”.
“Con las buenas cualidades que tú tienes” lo animo, “haces trabajos de fontanería, de electricidad, de albañilería. Haces una caldereta de cordero que está para chuparse los dedos. Eres un sol” “Fíjate si no lo fuera”.

 

 

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