328.-Juan Ramón Jiménez regresa a Moguer para convalecer. Y regresa también a su infancia. Aprovechando esa coyuntura escribe Platero Y Yo. Eran el momento y el lugar adecuados. Uno de esos afortunados azares que se pueden contar con los dedos de una mano.
El poeta se pasea y pasea la mirada por ese escenario primigenio. Uno a uno van aflorando los personajes, desde Aguedilla, a la que dedica el libro, al viejo Darbón. Los mira de frente y traza su perdurable retrato.
Estas estampas, como indica el subtítulo, son una elegía. La definición que de esta palabra da María Moliner es la siguiente: “composición poética en que se lamenta la muerte de alguien u otra desgracia”.
La omnipresencia de la muerte culmina en la de Platero, entremedias hay otras que confieren a esta obra su punzante tono melancólico a la par que la convierten en una fuente de vitalidad. La muerte y la vida se dan la mano desde la primera hasta la última página.
El tema de la finitud, es decir, del inexorable paso del tiempo, se palpa en las numerosas descripciones de paisajes a diferentes horas del día y en las diferentes estaciones.
La nostalgia viene servida también por el niño del que no podemos prescindir. Platero Y Yo es la depuración extrema de su mirada. No es una liquidación sino una evocación. No es un muestrario de fantasmas sino una revivificación. De esta manera el pasado queda incorporado al presente, se hace presente cada vez que se recorren las líneas del libro.
El poeta se adentra en el Moguer de su infancia y rescata sus recuerdos. Los libera y se libera él mismo de lastres y cárceles.
La comparecencia de los niños es tan importante como la de la muerte. Son los dos pivotes de la obra.
Los niños viven directamente, sin teorías ni anteojeras. Viven el mundo y sus emociones. La adultez es un proceso de anquilosamiento. La adultez equivale a la pérdida de esa capacidad. El poeta la conserva, razón por la cual es tomado por tonto.