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Posts Tagged ‘Platero y yo’

328.-Juan Ramón Jiménez regresa a Moguer para convalecer. Y regresa también a su infancia. Aprovechando esa coyuntura escribe Platero Y Yo. Eran el momento y el lugar adecuados. Uno de esos afortunados azares que se pueden contar con los dedos de una mano.

El poeta se pasea y pasea la mirada por ese escenario primigenio. Uno a uno van aflorando los personajes, desde Aguedilla, a la que dedica el libro, al viejo Darbón. Los mira de frente y traza su perdurable retrato.

Estas estampas, como indica el subtítulo, son una elegía. La definición que de esta palabra da María Moliner es la siguiente: “composición poética en que se lamenta la muerte de alguien u otra desgracia”.

La omnipresencia de la muerte culmina en la de Platero, entremedias hay otras que confieren a esta obra su punzante tono melancólico a la par que la convierten en una fuente de vitalidad. La muerte y la vida se dan la mano desde la primera hasta la última página.

El tema de la finitud, es decir, del inexorable paso del tiempo, se palpa en las numerosas descripciones de paisajes a diferentes horas del día y en las diferentes estaciones.

La nostalgia viene servida también por el niño del que no podemos prescindir. Platero Y Yo es la depuración extrema de su mirada. No es una liquidación sino una evocación. No es un muestrario de fantasmas sino una revivificación. De esta manera el pasado queda incorporado al presente, se hace presente cada vez que se recorren las líneas del libro.

El poeta se adentra en el Moguer de su infancia y rescata sus recuerdos. Los libera y se libera él mismo de lastres y cárceles.

La comparecencia de los niños es tan importante como la de la muerte. Son los dos pivotes de la obra.

Los niños viven directamente, sin teorías ni anteojeras. Viven el mundo y sus emociones. La adultez es un proceso de anquilosamiento. La adultez equivale a la pérdida de esa capacidad. El poeta la conserva, razón por la cual es tomado por tonto.

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Se cita este poema de Francis Jammes como una de las fuentes de inspiración de “Platero y yo”. Es probable que Juan Ramón Jiménez lo conociera, pero esta referencia parece traída por los pelos.

Ambas composiciones se caracterizan por su extraordinaria sensibilidad hacia los animales y hacia la naturaleza. La diferencia más notable quizá sea que en el escritor francés alienta una profunda religiosidad, cuya aparente sencillez no debe llamar a engaño. En el español prevalece el planteamiento estético sublimado al extremo, lo cual no significa que su elegía andaluza no esté recorrida de cabo a rabo por una visión trascendente de la realidad. Esta es, por lo demás, la marca de fábrica de la verdadera poesía, que es la que abre puertas al infinito.

Esta es una de las catorce oraciones que Jammes dirigió a Dios para hacerle una petición, salvo las tres en que lo alaba, en que le ofrece simples palabras y en que confiesa su ignorancia.

En esta plegaria el poeta expresa su deseo de llegar al Paraíso en compañía de los burros, y expone las razones de ese peculiar ruego.

En el centro de la obra de este autor se halla su tierra natal (el Bearne y el País Vasco donde pasó la mayor parte de su vida), como Moguer en la de Juan Ramón Jiménez.

Jammes, por cierto, no sólo en este devocionario sino también en “Del Ángelus del alba al Ángelus de la tarde” rinde al hermano burro un conmovedor homenaje.

Cuando tenga que ir, Dios mío, hacia ti,
(…)
cogeré mi bastón y en marcha me pondré,
y diré a los burros: Amigos míos, yo soy
Francis Jammes que voy al Paraíso,
pues en el país de Dios el infierno no existe.
Les diré: Amigos tiernos del cielo azul, venid,
pobres bestias queridas que con vuestras orejas
espantáis las moscas, los golpes, las abejas…

Que aparezca ante ti en medio de esas bestias
a las que quiero tanto porque bajan la testa
dulcemente, y se paran juntando sus pezuñas
de manera tan dulce que lástima inspiran.
Llegaré precedido por sus miles de orejas,
por los que transportaron en sus flancos serones,
por los que remolcaron carromatos de circo
o carros de chatarra y fúnebres carrozas,
por los que en sus espaldas llevan grandes bidones,
por las burras preñadas como odres, que andan mal,
por aquellos a quienes ponen pantaloncitos
a causa de las llagas azules, supurantes
que les hacen las moscas agrupadas en círculos.
Dios mío, haz que venga con ellos hasta ti.
Haz que en esa quietud nos conduzcan los ángeles
hacia arroyos frondosos donde lisas cerezas
como la riente carne de las muchachas tiemblan,
y haz que, asomado donde moran las almas,
en las divinas aguas sea igual que los burros
reflejando su humilde y apacible pobreza
en la limpidez del amor eterno.

 

 

Traducción de Antonio Pavón Leal

 

 

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