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Desde que el barco zarpó, Ramón no se movió de la cubierta superior. Agarrado a la borda, contemplaba las gaviotas y las olas sin atreverse a dar un paso.
El mar estaba bonancible y un ambiente festivo reinaba en el transbordador.
Ramón decidió reunirse con nosotros que, por indicación de las Ramírez, nos habíamos acomodado en unas hamacas situadas cerca del lugar donde ponían la pasarela, para ser los primeros en bajar.
Viéndose con fuerzas, Ramón dio un paseo. Anduvo curioseando por las diferentes dependencias, colándose por último en un solárium donde descansaban beatíficamente personas mayores.
Allí fue donde se topó con la señora Joaquina dando la tabarra a quien tenía al lado. Al ver a Ramón, interrumpió su perorata y, alborozada, llamó al paisano.
Cuando aparecieron los dos, nos llevamos una sorpresa mayúscula.
En esto, debido a las corrientes marinas, el barco empezó a oscilar. Estábamos en mitad del estrecho. Las mecidas espantaron a Ramón que huyó a la cubierta superior.
La señora Joaquina, que, aun resultando inverosímil, nos había pasado desapercibida, estaba loca de contento por habernos encontrado y pasó a engrosar nuestras filas.
A medida que nos acercábamos a nuestro destino, los pasajeros afluían al punto donde tendían la pasarela. Es decir, adonde estábamos nosotros que nos levantamos.
“¿Y Ramón?” preguntó Pepita con una nota de ansiedad. Seguramente la gente le había interceptado el paso. “No te preocupes” dijo la señora Joaquina, “lo esperamos a la salida”.
El barco disminuyó la velocidad y atracó en el puerto de Ceuta. Apelotonados, aguardamos el momento de pisar tierra.
Bajamos en fila india. Primero el recomendado seguido de su prima que cada dos por tres volvía la cabeza y exclamaba: “¿Dónde estará este hombre?”. Luego las hermanas Ramírez, la señora Joaquina, el conductor y yo.
Cuando desembarcamos, nos hicimos a un lado y catorce ojos escrutaron el desfile de pasajeros, no fuera a escapársenos Ramón. La señora Joaquina fue la primera en localizarlo a través de uno de los ventanales.
“¡Pensaba que os habías ido!” dijo. “¿Irnos sin ti?” replicó el conductor. “Siempre tienes que dar la nota” le reprochó su novia. “No perdamos más tiempo” dijo resolutivo el recomendado.
De nuevo en cabeza del grupo, nos apremió. “De prisa, esas tiendas se llenan corriendo”. Y para demostrarlo salimos a escape.
“Más despacio” repetía congestionada la señora Joaquina. Pero el inflexible caudillo de esa columna de “paraguayos” tenía clara su estrategia y no aminoró la marcha.
Al llegar a la calle Real se habían producido notables modificaciones en la tropa. El primero, en solitario, era el recomendado, los segundos su prima y el novio cogidos del brazo, los terceros el conductor y yo. A cierta distancia las hermanas Ramírez. Y cerrando la desbarajustada formación la señora Joaquina.
A la puerta de la tienda Juan esperó a que llegásemos todos para darnos las últimas instrucciones.
Tras la alocución sacó del bolsillo la tarjeta y traspusimos el umbral.
El bazar era de reducidas dimensiones. Estaba abarrotado de estanterías rebosantes de objetos dispares. El mostrador era minúsculo y detrás de él había un señor de cara ancha, bigotes poblados y gafas con montura de pasta. Nosotros éramos los únicos clientes.
El recomendado, con su sonrisa más encantadora, extendió la tarjeta al dueño, que la leyó y se la devolvió sin que su rostro trasluciera la menor emoción.
Fue entonces cuando tuve ocasión de echarle un vistazo. El rectángulo de cartulina contenía esta escueta nota:
“Querido Jorge,
Ahí te mando a Juan X. Atiéndelo bien. Abrazos”.
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