En la chimenea ardía un buen fuego que no caldeaba el espacio único formado por el salón y el comedor. En la primera pieza la temperatura era elevada, incluso se subían los colores en la cercanía del hogar. En la segunda subsistía un toque de frialdad.
Al entrar el efecto fue deslumbrante. Los alrededores de la casa estaban a oscuras. Bajamos del coche, dimos una carrera por la gravilla que crujía bajo nuestros pies, y subimos raudos los dos escalones del porche. Un farol de hierro forjado colgaba del techo. Entre las dos ventanas había una angarilla con sus cántaros. Ante la puerta, a modo de felpudo, había una estera redonda de esparto.
Lo primero que se me vino a la cabeza fue un museo de artes suntuarias. Mariana, la dueña, nos recibió amablemente. Nos agradeció de corazón que hubiésemos venido, máxime con este tiempo. También Rafael, su marido, y los otros invitados se pusieron en pie, pero ellos esperaron a que nosotros nos acercásemos para cruzar los saludos de rigor.
La chimenea estaba construida con ladrillos moriscos. Para la repisa habían aprovechado una gruesa viga de madera no completamente desbastada y barnizada de oscuro. La impronta de elegante rusticidad no pasaba desapercibida a nadie.
Mariana tenía buen gusto y una innegable inclinación por el lujo. Así lo demostraban el sofá y los sillones de terciopelo de color miel, la mesa baja de palisandro con incrustaciones de bronce y la alfombra persa.
Durante el viaje, cuando Elena había condescendido a hablar, su tono de voz había sido neutro, apagado. En cuanto entramos en la casa, recuperó el suyo habitual.
Se situó junto al fuego porque, según explicó, tenía el cuerpo cortado. Cualquiera pensaría que había pasado frío en el coche. O tal vez era una alusión a las tres veces que ella y Reme habían bajado para abrir las cancelas.
Permaneció un rato con las manos extendidas hacia las llamas, ante el guardafuego de cantoneras doradas tras el cual crepitaba la leña que cubría el tronco trashoguero.
Yo me senté en uno de los mullidos sillones de color miel. Alonso mantenía con Olaya una de esas charlas insustanciales que me ponían a prueba. Y eso era lo que me esperaba el resto de la noche.

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Interesante contraste entre la suntuaria de la casa de Mariana con la exuberancia del paisaje cuasi bucólico que hubo en la entrega anterior de este relato. A no dudarlo, la ambientación con la que has decidido envolver la interacción de tus personajes, para resaltar lo que cada uno de ellos trae en sus adentros.
Maestro de la elegancia y de eso tan difícil de conseguir en la literatura: la exactitud en el uso del lenguaje y de la puntuación, así que nada sobre ni nada falte.
Antonio, gracias por regalarnos estas perlas literarias. Gran abrazobeso de tu frater de este lado del Atlántico.
Ahora entramos en la casa de Orozuz y en otra dinámica: la social. El viaje no ha acabado. Esto es sólo un alto, un punto de inflexión. Desde aquí se inicia el retorno.
En la naturaleza se es, en la sociedad se actúa. Aunque el viaje ha sido en coche y en compañía, y por tanto ha habido interacción, el trasfondo ha sido el paisaje otoñal que, con frecuencia, ha ocupado el primer plano.
Ahora el protagonista se enfrenta a lo social en una de sus manifestaciones más convencionales: una cena de amigos entre los que no hay verdadera comunicación. Bien se podría calificar esta velada como una puesta en escena. Uno de los «leitmotivs» del relato es precisamente la teatralidad.
Muchas gracias por este comentario y por todos los demás, que son la mejor paga que puede recibir un escritor, en este caso de otro que no tiene nada que envidiar a nadie. Un abrazo.
» La insustancial conversación» que no lleva a nada y que largo e incómodo se debe estar en tales circunstancias. ¡ Vaya nochecita Antonio la que te dieron!, un abrazo.
Una charla forzada y artificial es un enorme desgaste de energía, aparte de una pérdida de tiempo. La perspectiva de una larga noche inane asusta al protagonista, que no soy yo. Yo soy el autor del relato. Un abrazo.