Faltaba media hora para que empezaran las clases de la tarde. Estábamos en el aula de sexto A, sentados sobre los pupitres. Además de los alumnos que nos quedábamos a comer, había otros que habían saltado la valla que rodeaba al instituto.
Si el conserje los hubiese pillado, habría tomado nota de sus nombres y el jefe de estudios les habría impuesto una sanción. Para entrar había que esperar a que abriesen la cancela cinco minutos antes de que sonara el timbre.
Teníamos un examen de filosofía a las cuatro. Con don Justino no era difícil sacar una chuleta e incluso copiar directamente del libro. Para estos menesteres, los puestos más apetecibles eran los de la fila situada enfrente de la mesa del profesor, que permanecía sentado la mayor parte del tiempo.
Para librarse de las carreras y empujones por un buen sitio, algunos compañeros habían preferido correr el riesgo de ser atrapados por el conserje. Cuando los otros llegasen sin aliento, habría protestas y amenazas de denuncia.
En esa media hora que quedaba nos pusimos a comparar la personalidad de los diferentes profesores, así como también sus respectivos sistemas de calificación.
El de latín era tonto y miope. Era a quien se le copiaba mejor. El problema estribaba en convencer a uno de los empollones de que pasase la traducción. Una vez resuelta esta dificultad, la versión española del texto latino circulaba libremente en todas las direcciones.
La más antipática era la de literatura. Era también la que suspendía más a pesar de permitirnos manejar el libro y los escasos apuntes que nos dictaba cuando lo tenía a bien. Pero sus exámenes consistían en el desarrollo de un tema con un título estrambótico que nos dejaba anonadados.
Se pasaba la hora preguntando la lección y haciéndonos leer en voz alta nuestros comentarios de texto que, a juzgar por su sonrisita, le resultaban divertidos. Tras nuestra lectura, con la cabeza inclinada sobre su cuaderno de notas, bisbiseaba una crítica ininteligible en la que se apreciaban notas burlonas.
Rondaría los cuarenta años. Era guapa y elegante, esto último subrayado por su hieratismo y su gusto por los grises y los marrones.
No podíamos por menos de preguntarnos qué hacía una madrileña tan fina en un instituto de un barrio sevillano, bregando con chavales sin nada en común con ella, aunque la verdad es que bregaba poco.
Era una tarde desapacible de marzo. Conversábamos en lugar de repasar. En esto se abrió la puerta y entró Alberto con el libro de filosofía en la mano. Estaba estudiando en otra clase. Por su cara deduje que había tropezado con una dificultad.
“El amigo Alberto” grité “se digna hacernos una visita”.

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Archive for the ‘In illo tempore’ Category
In illo tempore (LXXIV)
Posted in In illo tempore, tagged Alberto, don Justino, el examen de filosofía, el profesor de latín, la profesora de literatura on agosto 27, 2012| Leave a Comment »
In illo tempore (LXXIII)
Posted in In illo tempore, tagged Alberto, el delegado, Sevilla on agosto 22, 2012| Leave a Comment »
Desde el día en que el delegado lo invitó a almorzar en su casa, razón por la que anduvimos buscando a Alberto por todo el instituto sin encontrarlo, uno y otro nos fuimos distanciando.
Cuando se acercaba a una reunión en la que yo sentaba cátedra, experimentaba un placer maligno en recibirlo a voces por honrarnos con su presencia.
Incapaz de mandarme a hacer gárgaras, aguantaba estoicamente mi andanada de sandeces.
Yo interrumpía el tema sobre el que estaba pontificando para agasajarlo como es debido. Cuando retomaba mi discurso, hacía todo lo posible para involucrarlo.
Sabía que no le gustaba hablar en público. Se ponía nervioso, se aturrullaba. Si, al pedirle su opinión, lo instaba a no contestar con un monosílabo o una lacónica frase, a veces nos sorprendía con una ocurrencia que suscitaba la hilaridad de los presentes.
“Ya veo que vas aprendiendo” le decía coreando las risotadas.
Me aficioné a buscarle las cosquillas delante de la gente.
Mis intentos de ganármelo de nuevo chocaron lógicamente con su reticencia. Incluso cuando eran sinceros, dudaba de mi buena fe. Por lo demás, yo no desaprovechaba la ocasión de acrecentar mi fama de bocazas.
Quizás por afecto, quizás por bondad, Alberto empezó a mostrarse menos receloso.
Habría recuperado su confianza de no haber intervenido el delegado que convirtió en un deber la obstaculización de mis planes.
Invitaba a comer a Alberto e incluso lo convenció de que pasara un fin de semana en Sevilla, de forma que acabó creándole la obligación de corresponder.
Un viernes, cuando vi al delegado en el autobús con una bolsa, me entraron ganas de darle un puñetazo en la cara para borrarle su estúpida sonrisa.

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In illo tempore (LXXII)
Posted in In illo tempore, tagged Alberto, don Justino, el delegado, sexto C on agosto 20, 2012| Leave a Comment »
El delegado y Alberto se hicieron inseparables. Se les veía juntos dentro y fuera de clase, al primero hablando y gesticulando, al segundo atendiendo y asintiendo.
Cuando don Justino acometió la explicación de los fundamentos del ser, sus interminables conversaciones metafísicas adquirieron una dimensión religiosa. El Dios bíblico emergía aquí y allá de entre una maraña de causas intrínsecas y extrínsecas. Nuestro profesor se habría sorprendido si, como yo, hubiese tenido la oportunidad de escucharlos.
El delegado tenía una mente especulativa. Conceptos que exigían un gran esfuerzo de abstracción eran aprehendidos por él a la primera.
Además de captar con rapidez las sutilezas filosóficas, el delegado las hacía suyas. Lo que le permitía jugar con ellas y sacar conclusiones pintorescas.
Alberto necesitaba rumiar todo largo tiempo. Cuando una definición enrevesada que nadie se preocupaba de comprender sino sólo de memorizar para echarla en el olvido tan pronto como acabara el examen, se le revelaba en su complejidad y precisión, un temor reverencial se apoderaba de él.
El delegado no se privaba del ejercicio de la paradoja que provocaba la perplejidad de nuestro amigo, y que aquel solía rubricar con su risita de conejo.
Como un prestidigitador que escamotea limpiamente una moneda o un reloj, seguro de no ser descubierto, tiene a bien repetir el número, así, el delegado, antes de que Alberto se repusiese de su asombro, le daba unas palmaditas en la espalda al tiempo que silabeaba el calambur.
A veces Alberto vislumbraba el truco, por lo que era felicitado. Normalmente, el delegado, en tono profesoral, descomponía el argumento en sus partes para mostrar dónde estaba la trampa.
Esas pirotecnias verbales me irritaban. Si me permitía participar, mi razonamiento era mirado con lupa y, por lo general, rechazado.
Siempre era él quien llevaba la voz cantante, quien se erigía en juez, quien determinaba las reglas del juego.
Mi objetivo era ridiculizarlo, pero la socarronería no era un arma cuyo uso me estuviese reservado en exclusiva. Que yo me considerase un maestro, no demostraba mi destreza sino mi vanidad.
Había encontrado la horma de mi zapato. El representante de sexto C sabía también ponerse mordaz. Incluso me pareció que le estaba tomando gusto a esa lucha sorda que manteníamos.

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In illo tempore (LXXI)
Posted in In illo tempore on agosto 15, 2012| Leave a Comment »
Me jactaba de ser un descreído que se complacía en no dejar títere con cabeza y en sembrar el desconcierto a su alrededor.
Me había vuelto tan cáustico que mis compañeros no me tomaban en serio. Con frecuencia eran ellos quienes planteaban un tema polémico para oírme despotricar.
Me estaba convirtiendo en un bufón al que, por serlo, se le permitían las salidas de tono. Gracias a la inmunidad que ese estatus me otorgaba, arremetía contra lo humano y lo divino sin preocuparme de que mis palabras sólo movieran a risa.
Estaba hecho un personajillo. A quienes opinaban que mi actitud sólo era una pose, les replicaba que así era en efecto. ¿Acaso la suya no era otra? La única diferencia radicaba en que yo era consciente de ese hecho.
Una pose es un tipo o estilo de vida. Todos nos vemos obligados a escoger uno: el que nos conviene o nos apetece, el que nos impone el entorno o el que nosotros le imponemos.
Una compañera repipi que me seguía la corriente, redondeó mi perorata definiendo la pose como una forma de estar en el mundo. E incluso dejó boquiabierto al auditorio al afirmar que, en definitiva, no era más que un combate contra la nada. Seguramente nadie la entendió, pero eso no importaba gran cosa, como tampoco que ella misma no supiera lo que estaba diciendo, limitándose a repetir algo que había leído en alguna parte.

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In illo tempore (LXIX)
Posted in In illo tempore, tagged Alberto, la filosofía natural, la psicología on agosto 8, 2012| Leave a Comment »
A la lógica siguió la filosofía natural con sus nociones de espacio y tiempo. Y a ésta la psicología que culminaba en una lección titulada “Origen y destino del alma humana”.
Alberto había decidido cambiar de sitio y sentarse con el delegado de curso, que era uno de los alumnos más serios y quisquillosos del instituto.
Fingí que me daba igual. Pero también yo me mudé al último pupitre, justo detrás de ellos. El delegado me miró con cara de pocos amigos. Sin inmutarme, me limité a esbozar una sonrisa.
Comprendió que su mirada admonitoria, amplificada por los gruesos cristales verdosos de sus gafas, me traía al fresco.
Alberto y yo, al igual que otros muchachos, veníamos de un pueblo cercano a estudiar en Sevilla. Como en el instituto no había comedor, nuestro almuerzo consistía en un bocadillo que comprábamos en una tienda de ultramarinos, y del que dábamos cuenta paseándonos por el patio o, si hacía mal tiempo, en una de las clases, para lo cual teníamos permiso.
Éramos unos quince pueblerinos repartidos entre primero y sexto de bachillerato. En preuniversitario no había nadie.
Un día encapotado y frío, cuando tocó el timbre, Alberto se demoró ordenando sus papeles hasta que yo salí. Luego, en el recreo, lo vi en animada charla con el delegado. O más bien en atenta escucha, como era su costumbre.
Al finalizar la última clase, se acercó a la profesora de latín para preguntarle algo, de forma que tuve tiempo sobrado de levantarme y trasponer la puerta.
Estaba lloviznando. Me reuní con los otros compañeros que iban a comprar el bocadillo en la tienda, y les dije que Alberto nos alcanzaría por el camino.
Fuimos y regresamos sin que diera señales de vida. Pensé que a lo mejor se había traído el condumio de casa.
En el aula de sexto A, sentados encima de los pupitres, despachamos nuestros bollos rellenos de salami o de cualquier otro embutido en un santiamén.
Cuando acabamos, convencí a los demás para ir a buscar a Alberto, aun pareciéndome improbable que se hubiese escondido o estuviese con los alumnos de cursos inferiores.
Nuestras pesquisas fueron vanas. Descubrimos a los más pequeños enfrentados en una guerra a tizazos. Por el placer de amedrentarlos, los amenazamos con informar al conserje si no recogían de inmediato los trozos esparcidos por el suelo, lo cual hicieron sin rechistar.

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In illo tempore (LXVIII)
Posted in In illo tempore, tagged Alberto, don Justino, la lógica on agosto 6, 2012| Leave a Comment »
En la clase de filosofía no podía contar con Alberto ni siquiera durante los primeros quince o veinte minutos que don Justino invertía en sacarnos a la palestra, según él decía, y preguntarnos la lección.
Supuse que esa ventolera se le pasaría al cabo de dos o tres semanas. Tras los temas preliminares abordamos la lógica y logré que me escuchara cuando le hacía un comentario o le gastaba una broma.
A pesar de su experiencia, don Justino se las veía y se las deseaba para hacernos amena “la ciencia del pensamiento en cuanto tal”, tan alejada de nuestros intereses y tan llena de tablas, leyes y principios.
Salvo en esta hora, Alberto era el mismo de siempre. Por un lado, esta nueva faceta de su carácter me resultaba divertida. Por otro, sentía crecer en mi interior el deseo de mofarme de él, de ridiculizarlo.
La clase de filosofía se convirtió en un pulso que mantenía con el profesor, aunque éste nada sospechase.
Incluso sufrí una decepción al llegar a la lógica y comprobar que no era tan difícil llevarme el gato al agua. Después de que don Justino nos llamase la atención dos o tres veces, me di por ganador.
En ocasiones, se trastocaban los papeles y era Alberto quien me distraía no de las explicaciones profesorales sino de mis propios pensamientos.
Por aquel entonces empecé a ensimismarme y no toleraba las intromisiones, ante las que podía reaccionar con violencia.
Esa interiorización estaba en discordancia con mi comportamiento habitual. De todas formas, tales cavilaciones eran pasajeras.
No había concedido importancia al hecho de que Alberto hubiese comprado un cuaderno de anillas expresamente para la asignatura de filosofía. Con su letra alargada y pareja, de trazo firme, tomaba nota de cuanto se decía en clase.
Encabezaba cada tema con su título en caracteres de imprenta, numeraba meticulosamente los diferentes apartados, subrayaba las definiciones. Sus apuntes limpios y ordenados eran un regalo para los ojos.

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In illo tempore (LXVII)
Posted in In illo tempore, tagged Alberto, don Justino on agosto 1, 2012| Leave a Comment »

“¿Qué es la filosofía?” nos preguntó don Justino el primer día de clase. Se hizo un pesado silencio. Nos contó que otros años había pedido la respuesta por escrito. En vista de que nadie rompía el hielo, planteó la cuestión de distinta forma: “¿Qué os sugiere la palabra “filosofía”?
Alberto y yo compartíamos el mismo pupitre. Observé que estaba tenso, como si la pregunta le estuviese dirigida exclusivamente a él. No pestañeaba. Incluso contenía la respiración.
De un momento a otro, si no aparecía un voluntario, el profesor pondría en un brete a uno de nosotros señalándolo con el dedo.
Como el menor movimiento atraería su atención, semejábamos estatuas. A pesar de los incómodos asientos y de los inoportunos picores, ni cambiábamos de postura ni nos rascábamos.
“A ver, usted”. Inmensamente aliviados, miramos al compañero sobre el que había recaído la fatídica elección.
Era éste un muchacho de complexión robusta y nariz prominente que, para nuestra desesperación, no despegó los labios.
Fue entonces cuando Alberto levantó la mano. Don Justino le dio la palabra.
“La filosofía” dijo “estudia los grandes problemas del hombre” “No está mal para empezar. ¿Alguien tiene otra definición?”
“¿La filosofía no sirve para tomarse la vida con tranquilidad?” apuntó otro alumno.
El profesor escribía en la pizarra las distintas opiniones. A veces hacía un comentario o recababa la conformidad de la clase. A veces fingía no comprender para conseguir una mayor precisión en la respuesta.
A la postre casi todo el mundo hizo alguna aportación.
Diez minutos antes de que sonara el timbre, nos pidió que copiásemos el cuadro en nuestro cuaderno, pues al día siguiente lo someteríamos a crítica. Como estaba permitido mezclar la gimnasia con la magnesia, habían salido a relucir temas con nula o escasa relación con la filosofía.

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In illo tempore (LXVI)
Posted in In illo tempore, tagged Alberto, don Justino, filosofía, Sevilla, sexto de Bachillerato on julio 30, 2012| Leave a Comment »
Estudiábamos sexto de Bachillerato en un instituto de Sevilla. Durante el primer trimestre me percaté del interés que la asignatura de filosofía suscitaba en mi amigo. En dicha clase permanecía bien erguido para que no se le escapase una sola palabra.
El profesor, entrado en años, llegaba cargado con una gran cartera de la que sacaba libros y papeles que desparramaba sobre la mesa. Por lo general, lograba mantener la atención de los cerca de cuarenta alumnos.
A causa de la aridez de algunos temas o del cansancio, a veces la clase se removía inquieta, los murmullos se multiplicaban y las caras de aburrimiento saltaban a la vista.
Cuando esto ocurría, don Justino se ponía en pie y soltaba un sermón. Llegado el caso, amonestaba a los más revoltosos y parlanchines. Frunciendo el entrecejo, se dirigía a ellos llamándolos de usted, no tanto para marcar la distancia como para conferir a su reprensión un tono jocoserio.
Tras este paréntesis, que era también un respiro, se sentaba de nuevo y proseguía con lo que trajese entre manos.
A pesar de ese usted medio burlón que ponía en entredicho la severidad del profesor, había compañeros que no dudaban de la autenticidad de su enfado. De hecho, llegó junio y seguíamos debatiendo este tema.
A Alberto nunca tuvo don Justino que llamarlo al orden. Ni los elogios ni los reproches le estaban destinados. Él tendía a pasar inadvertido. Como estudiante era responsable. Yo había llegado a la conclusión de que mi amigo no daba su medida. Si hubiese querido, podría haber descollado.

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In illo tempore (LXV)
Posted in In illo tempore, tagged Alberto on julio 27, 2012| Leave a Comment »
En el autobús nos sentábamos juntos. Durante el trayecto hablábamos poco. Nos conocíamos desde hacía tanto tiempo que un gesto o una sonrisa equivalían a una explicación.
Nuestra complicidad databa de cuando nos metíamos en los charcos por el gusto de chapotear y salpicarnos. De cuando corríamos como locos sin saber por qué. De cuando hacíamos novillos y luego nos aburríamos como ostras. De cuando coleccionábamos sellos. De cuando cazábamos salamanquesas y le cortábamos el rabo que seguía retorciéndose una vez separado del cuerpo.
Este amigo se llamaba Alberto.
Había en él algo que no me gustaba. Era religioso. Al principio también coincidíamos en eso. Pero él continuó apegado a sus creencias mientras yo me alejaba cada vez más. Evitábamos este tema. Mejor dicho, lo evitaba él.
A mí me encantaba enzarzarme en una discusión. Alberto era un conversador mediano y un polemista nulo.
Como compañero de juegos era magnífico. Se le podía proponer cualquier trastada con la certeza de que colaboraría.
Pero cuando nos poníamos a hablar, su participación era mínima. Normalmente escuchaba, a mí o a cualquier otro. Esta actitud pasiva, o que yo tenía por tal, me irritaba.
Nuestras relaciones empezaron a deteriorarse más tarde. Su aparente calma me ponía nervioso. Cuando, tras una provocación o una grosería, él me contestaba en un tono normal, me enfurecía.
Por fortuna, mis exabruptos eran tormentas de verano. En cuanto a él, no parecía guardarme ni un poco de rencor.
No había ninguna razón para tirar por la borda una amistad tan antigua.
Sentía el deseo de hacer una hombrada. No me planteé la posibilidad de que pudiera arrepentirme a renglón seguido. Quería hacerla y la hice.

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