Como una espada de Damocles, pero de efectos más devastadores por su considerable peso y tamaño, una araña de bronce sobredorado pendía sobre nuestras cabezas. Conté diez brazos que sostenían una tulipa de pergamino. Ese lampadario, que no era, aunque lo pretendiese, una antigüedad, tenía que haber costado de todos modos una fortuna.
Al sentarnos a la mesa, admirados, alzamos los ojos. Alonso entonó un panegírico, como si, en lugar de un objeto ostentoso, se tratase de una persona eminente. Mi mirada fue más bien de aprensión. Si ese armatoste se abatiese sobre nosotros, provocaría una escabechina.
Mariana, que además de diplomática era perspicaz, captando mi recelo, hizo notar que la lámpara estaba sujeta por una cadena de hierro tan fuerte que un elefante podría columpiarse en ella.
Los presentes celebraron la ocurrencia. Alonso quiso redondearla con un confuso comentario en el que sacaba a relucir una canción infantil. Sonreímos. Elena hizo un mohín cuya traducción exacta era: “¡Vaya churro!”.
La larga mesa de nogal estaba dispuesta con un gusto exquisito. Las sillas de espaldar alto y recto facilitaban la adopción de una postura correcta. Pegado a la pared, había un aparador con las botellas y los trebejos que utilizaríamos a lo largo de la cena.
Una alfombra semejante a la del salón cubría el enladrillado del comedor. Debido a la lejanía de la chimenea, en el otro extremo de la estancia, en esta parte había un punto de frialdad que el cuerpo no tardaba en percibir.
En el centro de la mesa había un jarrón de Sevres con un ramo de brezo. Agolpadas en densos racimos, las flores rosas ponían una nota de naturalidad en un escenario tan lujoso.
Era una pena que Mariana no pudiera contenerse y completara la decoración con adornos de piñas barnizadas y cintas rojas alrededor de una vela, como si estuviésemos en Navidad.

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