I
Una roca batida por las olas. Una roca a la que el agua moldea, a la que la fuerza del mar con su tenacidad infinita desbasta, perfora, corroe. Cientos, miles de años expuesta a la acción insobornable de la naturaleza. Con su base pavimentada de conchas que se superponen formando montículos. De conchas que se distribuyen como las teselas de un mosaico. Una roca cruzada de costurones que se yergue a escasos metros de la costa. Una roca azotada por los vientos, desteñida por el salitre, con olor a yodo y a plantas marinas, alrededor de la cual flotan trozos de madera negruzca procedentes tal vez de una barca desvencijada que otrora surcaba este sobrehaz verdeazulado en constante movimiento, rizado por la brisa, de reflejos tornasolados. Y mezcladas con esos maderos podridos que se estrellan una y otra vez contra el peñasco solitario, las gelatinosas algas cubriéndolos con sus filamentos, entrelazadas, encaramadas, o bien dejándose llevar a la deriva, mecidas por el eterno bamboleo de las olas. Una roca maltrecha, de cimientos dudosamente firmes, un tanto inclinada, como si estuviera prosternándose ante la grandeza del océano. Un minúsculo islote donde las gaviotas se posan, lanzan sus estridentes graznidos, se dan picotazos debajo del ala, miran a derecha e izquierda con suprema indiferencia. Una roca aislada, de contorno irregular, con numerosas cicatrices y concavidades, devorada por el mar al que sigue plantando cara.

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