Tu tía se informaba sobre la parentela de los futuros esposos, recababa detalles que tu madre suministraba o conjeturaba. Fue entonces cuando tuviste una premonición que te heló la sangre en las venas.
Como tienes una vena masoquista, en lugar de entrar evitando con tu presencia que se tocara cierto tema, seguiste clavada junto a la mesa del comedor, con tus trofeos en la mano y con la atención absorbida por lo que se decía en la cocina.
No hacía falta dotes adivinatorias ni oportunas corazonadas para saber qué sesgo iba a tomar la conversación. Era suficiente conocer a tu tía, su torpeza, su concepción de la familia según la cual a todos sus miembros les asiste el derecho de estar al tanto de la intimidad de los otros, siendo entendido lo contrario como una injustificable falta de confianza, en un serio motivo para un disgusto e incluso una ruptura de relaciones.
Carraspeaba. No sabía cómo entrar en materia. Por fin acertó a decir: “¿La niña ha ido ya a ver la casa de la novia?” “No, pero supongo que irá. Ayer estuvo aquí su amiga y claro…” “A lo mejor ella no quiere ir, ¿verdad, tata?” “¿Por qué no?” replicó tu madre irritada por el misterioso tono empleado por su hermana.
“Ese hombre” dijo tu tía con un hilo de voz “estuvo rondándola antes de arreglarse con la otra”.
Tu tía terminó en un murmullo, la mano en la mejilla, la mirada puesta en su interlocutora en muda demanda de confidencia.
“Ella es reservada. Conmigo no habla de sus cosas”…
Te diste media vuelta sin enseñar tu botín. Evitando ser oída, subiste de nuevo al soberado, dejaste los ratones muertos en un rincón y entablaste una titánica lucha contigo misma para no ponerte a llorar.

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