Lentamente, siguiendo una suave línea oblicua que partía del azul y moría en un lentisco, descendimos de las alturas. Las ruedas del coche rozaron las ramas de ese arbusto y tomaron tierra.
Con movimientos bruscos el seíta se abrió paso por el monte. Los vaivenes y los brincos aventaron en un periquete las seráficas ensoñaciones que nos mantenían ensimismados. Unos cuantos trompazos bastaron para disipar nuestro beatífico estado.
Pese a los golpes, no recuperamos el habla hasta pasado cierto tiempo. Una parte de nosotros seguía flotando en el empíreo, lejos de esas enmarañadas zarzas que se empeñaban en inmovilizarnos con sus largos tallos de corvos aguijones.
La carretera se iba ampliando pero sin que de momento el seíta tuviera cabida. Los neumáticos rebotaban a más y mejor.
En uno de esos saltos la cabeza de Carmelina y la de Pedrote chocaron.
“Otro testarazo como ese y me cascas el cráneo” dijo Carmelina con voz chillona. “Oye, que a mí me ha dolido también” “Estoy hasta mareada”.
Pedrote soltó una risita que acabó de enfurecer a Carmelina. “Encima te vas a guasear” “¿Quién se está guaseando? replicó Pedrote esforzándose por sofocar una carcajada. “¡Qué harta estoy de ti!”.
“¿Cómo está Luisa?” pregunté. “Estupendamente” respondió Pedrote.
Al oír hablar de ella, rebulló en su asiento, como si despertara de un profundo letargo.
“Mira lo que me ha hecho ese bestia “ dijo Carmelina a la par que se tocaba el chichón.
Luisa indicó con la mano que no la atosigaran. Luego se pasó las yemas de los dedos por las mejillas.
La carretera era tan ancha como el coche, por lo que el traqueteo disminuyó notablemente. Pero otra vez aparecieron los cambios de rasante que cortaban el aliento, y las curvas que describían casi una circunferencia.
“Una visita al paraíso” musitó Luisa. “Una fugaz visita. Lo que había estado ansiando toda mi vida. Hasta hoy sólo disponía de los testimonios de otras personas”.
Estaba transfigurada y hablaba en un tono apagado. “¡Qué diferencia tan grande entre leer y experimentar esa sed que la luz calma y aviva al mismo tiempo”.
Esa luz, según expuso, era una condensación del amor divino y tenía la virtud de colarse por los entresijos del ser e iluminarlo, mostrando la vacuidad de la vida ordinaria.
Los ojos se le empañaron y dos gruesas lágrimas le rodaron por la cara. Ante su aflicción optamos por callarnos.
“Esto es difícil de explicar” añadió cuando se sobrepuso. “Esta renovación escapa a las palabras, al igual que los colores a un ciego de nacimiento. ¿Cómo le haríais comprender la belleza de esa planta omitiendo uno de sus rasgos más destacados?”.
Dirigimos la mirada al lugar que Luisa nos indicó y contemplamos en un montículo las moradas espigas de un cantueso.
“No me encuentro bien” dijo Carmelina. “Como este trasto no deje de dar bandazos… ¡Ay, qué mala me estoy poniendo!”. Pedrote trató de animarla. “Ya falta poco para llegar a Aracena”. Cogiendo un folleto que había en la batea del coche, empezó a abanicarla. Pero al cabo de un rato se cansó.
“Túrnate con Luisa” sugerí. Esta, todavía en Babia, se sobresaltó cuando la llamaron.
“Tu amiga del alma está mareada” explicó Pedrote cuando Luisa fijó en él sus ojos almendrados. Luego, posándolos en la joven lívida y sudorosa que se hallaba entre ambos, replicó con ternura: “Todo le tiene que pasar a ella”.
A Carmelina le corría un hilillo de baba por la comisura derecha de los labios. Luisa sacó un pañuelo de su bolso y le limpió la barbilla. Después le enjugó la frente.
Dando una violenta arcada, Carmelina se puso a vomitar. Pedrote, desprevenido, no tuvo tiempo de apartar las piernas para evitar que lo manchara.
“¡Mecachis!”. Cogiendo la cabeza de Carmelina la orientó sobre su regazo.
“¿Qué haces, malasangre?” dijo Luisa. “¿Qué crees tú?” “Se va a llenar toda. Haz un hueco entre los dos”.
En el coche había un desagradable olor a agrio. Carmelina seguía arrojando de forma intermitente.
Aunque preocupados por su quebrantamiento, también estábamos asqueados por el charco de vómitos que se había formado en el suelo del vehículo, y que se desplazaba de un lado a otro con los virajes.
Entramos en Aracena por una calle espaciosa. Luisa me instaba a que hiciera algo. “Se va a quedar sin jugo” repetía obsesivamente.
Aturrullado por su insistencia, aparqué el seíta encima de la acera.
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Lo que les faltaba. Encima vomitona. Pero…¿ a Aracena no habían llegado ya?, ¿o están dando vueltas? Me estoy liando un poco.
La vomitona de Carmelina está justificada tras el cabezazo y las múltiples curvas de la carretera. A Aracena llegaron y se perdieron en el laberinto del casco antiguo. El seíta sacó a sus ocupantes de allí y del pueblo. Ahora han vuelto definitivamente.
De las mieles del paraíso a la más tosca cotodianidad en forma de… vomitonas. Está claro que, se trate de cielo o infierno, lo tuyo son las descripciones fidedignas: ¡no nos exoneras ni de los olores! Un capítulo tan adictivo como los anteriores. Un abrazo, Antonio.
Eso ocurre. De las alturas nos vemos obligados a descender a la prosaica realidad donde nos llevamos más de un mamporro. No es raro tampoco que el cuerpo se resienta de un cambio tan extremo. Del cielo han pasado a la sierra de Huelva que es bastante accidentada. Un abrazo.
Y quién sabe si en verdad han arribado ya a Aracena, o ha de seguir su trayecto de pesadilla.
La novella va fluyendo en tensión, sin duda.
Abrazobeso con cariño y admiración, maestro y frater queridos.
Como juego con la ventaja de ser el padre de la criatura, te puedo decir que, su buen trabajo les ha costado, ya han llegado definitivamente a Aracena. Pero eso no significa que la pesadilla haya acabado. Un abrazo.
Reblogueó esto en Ramrock's Blog.
Gracias por rebloguear. Saludos cordiales.