“No nos podemos quedar con los brazos cruzados” dijo Luisa después de que yo apagase el motor del seíta.
Me zumbaban los oídos. La desfigurada voz de Luisa penetró por ellos como un dardo, provocando cortocircuitos a su paso.
“¡No grites!” exclamé. “Nadie tiene la culpa de su indisposición” “Ya se le pasará” dijo Pedrote. Luisa puso cara de espanto y planteó en un tono desgarrador: “¿No os dais cuenta de que se va a quedar seca?”.
Pedrote y yo reaccionamos como si nos hubiese atacado un tábano enfurecido.
“¡Cállate!” “Sois dos malnacidos. Eso es lo que sois. Si estuvieseis en su lugar, no os gustaría que os dejasen tirados como a un perro. Pero como se trata de ella…”
Tenía punzadas en la cabeza. Fui a replicarle, pero se adelantó Pedrote. “Tú no estás en tus cabales” “¿Qué insinúas?” agregué yo.
Luisa tenía los ojos llorosos. Se sonó la nariz y estrujó el pañuelo en la mano. Parecía haber renunciado a dar ninguna explicación, cuando nos espetó: “La odiáis” “Estás disparatando” “Os cae mal y se os nota. ¡Vaya si se os nota!” “No abuses de mi paciencia”.
Pedrote se había desentendido de este asunto y contemplaba las casas y los árboles. Carmelina vomitaba de vez en cuando. Las arcadas la dejaban exhausta.
Luisa se puso a gimotear. Ordené a Pedrote: “Ve a buscar a un médico”.
Fue a protestar, pero no lo dejé. “Si tienes que llamar a todas las puertas de Aracena, llama” “¿Puedo preguntar qué vas a hacer tú?” “Voy a ver si encuentro una bolsa de plástico”.
Una vez fuera del vehículo, Pedrote dijo: “Estaba pensando que…” “Que no debes perder un segundo”.
Se alejó tranquilamente, limitándose a leer las escasas placas que encontraba a su paso. Cuando desapareció, abrí el maletero del coche.
Había allí una rueda de repuesto, una caja de herramientas y varias bolsas llenas de papeles. Cogí una y la vacié. Los folletos que contenía se desparramaron. Eran de diversos tamaños, con ilustraciones y sin ellas, de brillantes colores, en grandes caracteres…
Uno que pregonaba las excelencias de la miel, atrajo mi atención. Se titulaba: LA ABEJA, ESA DESCONOCIDA. Ignoraba que ese producto tuviese tantas propiedades; gracias a la glucosa era el alimento del esfuerzo muscular; tenía también propiedades laxativas y facilitaba la asimilación del calcio. Me enteré de que había jabones y mascarillas de miel, de que la jalea real era un poderoso estimulante y de que el hidromiel era consumido por los dioses del Olimpo. Doblé el folleto cuidadosamente y lo guardé.
Al azar entresaqué una hojilla que resultó ser un prospecto sobre el formaldehído. Indicaciones, contraindicaciones, toxicidad, incompatibilidades…Me enfrasqué en su lectura. Ese medicamento era casi milagroso.
Luego me quedé mirando un dibujo que representaba a un joven con una guitarra en bandolera; en una mano tenía una maleta marrón parcheada de pegatinas, y en la otra enarbolaba un billete. Al fondo se veía un trenecito verde.
Estaba admirando la fotografía de una cama cubierta por una colcha turquesa, cuando Luisa, sacando medio cuerpo por la ventanilla, preguntó: “¿Qué estás haciendo?” “Estaba revisando estos papeles” respondí al tiempo que le alargaba la bolsa de plástico.
Una apremiante llamada suya me disuadió de volver a mi interrumpida y grata tarea.
“¿Qué tripa se te ha roto ahora?” “¿Por qué eres tan desagradable?” “¿Qué quieres?” “Que limpies el bolso de Carmelina. Mira cómo está”.
Asiéndolo con dos dedos, me acerqué a una acacia y lo restregué contra el tronco. Después lo froté con algunos papeles.
“Ya está” “Tengo que comentarte algo” susurró Luisa. Me agaché y permanecí atento. “Entra” “Estoy bien aquí” “Entra, por favor, y comprueba una cosa”.
Me acomodé en mi asiento y dije: “No andes con tanto misterio” “¿No notas nada?” “¿Qué debo notar?” “Sabes perfectamente a qué me refiero”.
Tras titubear me encogí de hombros. “Lo has percibido” “¿Qué he percibido?” “Que no hay nadie a tu lado”.
Pasé la mano por la tapicería del asiento y pregunté: “¿Cuándo se ha ido?” “Poco después de que aparcases el coche” “Entonces está en Aracena” “¿Eso te preocupa?”.
No respondí. Miré a Carmelina que sostenía la bolsa de plástico abierta a la altura de la barbilla. Luisa dijo cariñosamente: “Parece que tiene puesto un bozal”.
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Cómo sigues manteniendo la tensión, Antonio. Pero me llama la atención el poco cariño que despierta, en general, Carmelina: incluso cuando la ayuda alguno de sus compañeros lo hace con cierto desdén. Y en este capítulo incluso parece abierto desprecio. Es curioso…
Carmelina es un personaje, como explicaba en la presentación, con un alto componente histérico. El trato con ella no es fácil. Es excesivamente crítica, nunca está contenta. Y eso no suscita el afecto, sobre todo en sus compañeros. En Luisa no es así, incluso la llamaba en un pasaje eliminado «mi bebé». Carmelina es también la más débil físicamente. Por esa razón, la que crea más problemas durante el viaje. Todo esto contribuye a que no se la aprecie demasiado.
Veo que vas modificando los capítulos de tu novela antes de volver a publicarlos (creo que ya habías comentado al inicio que lo harías). Me decía ayer mi «media naranja», refiriéndose a una novela de Leonardo Padura lo interesante que le parecería poder leer las correcciones que sobre su propia obra va haciendo el autor, porque eso dice mucho más acerca de la evolución de sus pensamientos que el producto final. Teniendo en cuenta que, en los más puristas, este proceso puede durar toda la vida, no sé si algo así resultaría demasiado viable. Ahí está el caso de mi neurólogo de cabecera, Sacks: en cada nueva edición de algunos de sus libros incluía una adenda de opiniones actualizadas. Al final estas aclaraciones ocupaban más que el propio libro (hasta tal punto que, como creo que el mismo reconoce, su editor le pidió cariñosamente que dejase de ojearlo de «una puñetera vez»). 🙂 Un abrazo, Antonio.
No puedo evitar corregir y volver a corregir aun sabiendo que me expongo al histerismo, no tan acusado como el de Carmelina.
Siempre llega un momento en que me tengo que decir: se acabó, publica o tira a la papelera.
No recuerdo cuántas páginas tenía el original de este relato largo o de esta novela corta. Pero si tenía cien, seguro que se ha quedado en la mitad. Debo controlar mis tijeras de censor si no quiero verme sin nada.
Tu marido tiene razón. Mostrar y profundizar en el proceso creativo es interesante, pero yo me centro en el producto. Ese es mi objetivo: la transformación literaria. Un abrazo.
¿Qué libro tuyo me recomendarías (antes de que lo modifiques)?
Tengo publicados en Libros En Red «Lucrecia y la rata», «Exitus» y «La colonia Memento». En Amazon «In illo tempore», «XXII sonetos» y «El niño zangolotino y nueve relatos más». Tiemblo de tener que recomendarte uno porque en todos he puesto lo mejor de mí (literaria y humanamente hablando).
Si los publicara de nuevo, es seguro que volvería a revisarlos. Como eso no va a ocurrir, me pones en un grandísimo aprieto. Los libros son hijos. ¿A cual de tus hijos quieres más?
¡Debería haberme esperado una respuesta así! Veo que no me queda más remedio que decidir por mi misma. La lectura de la poesía me resulta complicada (voy familiarizándome poquito a poco, pero todavía me cuesta), así que me decantaré por la prosa. Un abrazo, Antonio.
Interesantes esos folletos y su contenido. Como una lectura dentro de otra.
Y se ha producido una desaparición un tanto fantasmal.
Carmelina sigue sufriendo, pobre!
Es una buena interpretación. Los folletos son una lectura dentro de otra. Son también propuestas u opciones que, inconscientemente tal vez, se plantea el conductor del seíta. La miel como solución alimentaria. El formaldehído como alternativa medicamentosa. Los viajes para no estar en ningún sitio. La cama para echarse e incluso taparse la cabeza con la almohada.
En cuanto a los fantasmas, aparecen y desaparecen. Es lo suyo.
Carmelina se recuperará y no se callará.
Reblogueó esto en Ramrock's Blog.
Gracias por rebloguear. Saludos cordiales.