“Siempre fuiste propensa a fantasear” dijo el demonio frunciendo los labios y encogiendo la nariz. “¿Queréis probar la pócima y experimentar los efectos en vuestra propia carne? Tal vez entonces cambiéis de opinión” replicó la bruja subrayando sus últimas palabras con un espeluznante mohín.
El fantasma y el demonio rehusaron la invitación. Ambos sabían que la bruja tenía más razón que un santo. Ese bebedizo tenía que ser mortífero de necesidad.
La tía putativa de Octavio, a quien no había pasado desapercibida la aprensión de sus colegas, sirvió una nueva ronda de consomé. Y, en un tono más intimidatorio que didáctico, explicó: “La cortaalas envenena los fluidos vitales, que se descomponen y pudren. El sujeto queda fuera de juego limpiamente, como si hubiese sido objeto de varias sesiones de vudú sincronizadas”.
Los tíos putativos de Fausto y Feliciana se picaron y se apresuraron a exponer sus iniquidades más destacadas. Por nada del mundo querían quedar a la zaga de la bruja que les estaba dando un revolcón.
Ambos alabaron la eficacia de sus respectivos métodos que nada tenían que envidiar a los bebedizos de la anfitriona. E inevitablemente se pusieron a hacer comparaciones. Desde luego, era difícil, por no decir imposible, averiguar cuál de los tres era más infame. Coincidieron en que cada uno en su especialidad no tenía igual.
El cotejo acabó en risotadas. El demonio concluyó: “El caso es que nuestros sobrinos no conseguirán librarse de nosotros por mucho que lo intenten, y algunos bien que se empeñan”. Esta afirmación provocó otro acceso de hilaridad. Les resultaba tan divertida esa situación humillante que no podían contenerse.
La bruja dio incluso unos pasos de baile con el vaso en alto. El fantasma y el demonio se animaron también y se unieron a la polca. Los tres saltaban alrededor del caldero, unas veces cogidos de la mano y otras libremente. Estuvieron bebiendo y alborotando hasta las tantas. Luego se despidieron, derrengados y felices, haciendo votos por verse pronto y compartir sus nuevas fechorías.
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Los tres amigos acabaron la cena en silencio. Habían estado conversando animadamente, pero ahora estaban cavilosos.
Sus pensamientos eran convergentes. Los tres sabían que no podían librarse del despótico amo que los sojuzgaba. Los tres lo habían intentado de verdad, recurriendo a diversos medios.
A estas alturas los tres admitían que esos parientes indeseables formaban parte de la familia, les gustase o no. Esos tres personajes constelaban su universo particular, estaban incrustados en su mente.
A lo más que podían aspirar era a convivir con ellos. A mantener un precario equilibrio. La palabra derrota planeó sobre la mesa pero nadie la pronunció.
Fausto se seguía rebelando, Feliciana seguía buscando una solución y Octavio procuraba establecer pactos duraderos. Pero no se hacían ilusiones, sobre todo el sobrino de la bruja.
Era legítimo mantener la esperanza. Y necesario en el día a día. Pero no podían alegar ignorancia. Y más les valía no hacer castillos en el aire.
Los tres amigos llenaron la última copa y brindaron por el próximo encuentro, cuya fecha no fijaron. Encuentro en el que volverían a hablar de las jugarretas sufridas, y en el que expondrían sus avances y retrocesos.
Habían vaciado dos botellas de vino. Estaban lo bastante achispados para alegrarse de estar vivos y de comprobar que su sentido del humor no había desertado.

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