La noche se metió en agua. Se oyó el sonido retumbante de un trueno. Edu se detuvo en mitad del pasillo y permaneció a la escucha. El ruido de la lluvia se incrementó. La tormenta estaba en su apogeo.
La luz de varios relámpagos sucesivos iluminó el interior del castillo. Uno de esos fogonazos permitió al muchacho descubrir al Encapuchado vestido con un sayal. Lo acompañaba una cabra.
El siniestro personaje tenía el aspecto de un fraile dominado por la gula, la lujuria y la pereza. Cruzando las manos sobre la panza se detuvo.
La cabra, sin embargo, siguió avanzando. Iba de aquí para allá con la cabeza gacha, como si estuviese buscando comida. Acercaba el hocico a las frías y húmedas baldosas, olisqueando, haciendo extraños movimientos con los labios que encogía dejando al descubierto sus dientes disparejos.
El estúpido aire del animal resultaba enervante. Comprobando cada dos por tres la ausencia de hierba, llegó a la altura de Edu. Lo miró entornando los ojos e hizo una mueca espantosa.
“Se está riendo” dijo el Encapuchado, “le haces gracia”.
Esa silenciosa risa intranquilizó al muchacho. Cuando quiso reemprender su camino, el barbón se opuso mostrándole su cornamenta. El aprendiz trató de esquivarlo, pero no lo consiguió. Quiso engañarlo haciendo una maniobra en falso, pero tropezó y estuvo a punto de caer.
Esta vez fue el Encapuchado quien soltó una carcajada. “Te ha puesto una zancadilla”.
En efecto, eso era lo que había ocurrido. La taimada cabra lo tenía sometido a un férreo marcaje.
“Sólo quiere jugar contigo” “Pero yo no quiero jugar con ella”. Esta declaración le valió un topetazo. “Se ha molestado” señaló el falso monje.
Hubo nuevos relámpagos seguidos de horrísonos truenos. El temporal no remitía. La atmósfera electrizada propiciaba un ambiente fantasmagórico.
De entre la juntura de las losas, como un humo invisible, surgieron cuchicheos y jadeos, gritos contenidos y susurros.
La cabra, alzando las patas delanteras, se puso a bailar. Hacía ridículas piruetas, giraba sobre sí misma, se ponía a trotar en el mismo sitio, movía sensualmente los cuartos traseros.
Ese espectáculo deprimió a Edu. El Encapuchado le preguntó: “¿No te gusta?”. Y añadió: “Ven con nosotros. No te arrepentirás”.
El rumiante cesó de contonearse. Tenía la lengua fuera, una lengua larga y sonrosada que le colgaba un palmo. El Encapuchado acarició al animal.
Un relámpago más intenso permitió al muchacho vislumbrar el rostro de su adversario. Tenía los párpados caídos, la boca carnosa, la nariz protuberante. Cuando extendió otra vez la mano para frotar el lomo de la cabra, Edu observó que un vello largo y espeso le cubría el dorso y la muñeca.