El dos de noviembre tocaba a su fin. Eran cerca de las doce de la noche. Todas las casas estaban cerradas. El pueblo silencioso parecía deshabitado.
Iba por el callejón de la Pimienta cuando me palpé la chaqueta y descubrí que no llevaba mi cartera. Tampoco la tenía en el bolsillo trasero del pantalón. O la había perdido o la había dejado en casa de Paqui Monge, donde había pasado la tarde, cenado y permanecido hasta hacía pocos minutos.
Volví sobre mis pasos. Observé que había luz en el interior de la casa. Paqui no se había acostado todavía afortunadamente.
Mi sorpresa fue grande cuando, antes de llamar, la puerta se abrió y apareció mi amiga.
Se había cambiado de ropa. Estaba vestida de negro. La encontré pálida. Tal vez se tratase de una impresión debida al contraste de su piel blanca con el luto. Tenía los ojos hundidos en sus cuencas que se habían oscurecido. El azul de sus iris se había difuminado y no era discernible en los cuévanos donde se alojaba.
“Creo que he olvidado mi cartera en el salón” balbucí. Inmóvil, con aire enajenado, me contempló como si yo fuera un extraño que la abordaba de improviso.
“Aquí no has olvidado nada” replicó. “¿Estás segura?” “Si quieres, puedes comprobarlo tú mismo” respondió en un tono disuasorio.
Me despedí de ella y me alejé sin atreverme a volver la cabeza, adentrándome de nuevo en el callejón de la Pimienta.
¿Adónde iba Paqui de riguroso luto a estas horas? Como mi tío Servando vivía cerca, fui corriendo para pedirle prestada una garrocha. Él trabajaba con reses bravas, era mayoral.
Armado con la pica pintada de amarillo, me dispuse a desvelar ese misterio.
Regresé a la calle Enanos y la escruté. Al final del todo vislumbré dos figuras de mujer. La alta correspondía a Paqui.
Las dos doblaron una esquina y desaparecieron. Me apresuré para no perderlas de vista. Al cabo de cinco minutos no me cupo duda de que se dirigían al cementerio.
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