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Posts Tagged ‘cantera’

XVIII

El barrio donde vive tu amiga, la del providencial casamiento, es de construcción reciente. Primero se trazaron varias calles de viviendas de protección oficial. Detrás se siguió edificando a título personal en terrenos que el Ayuntamiento, su propietario, convirtió en solares y puso en venta.

Algunas parcelas colindaban con una cantera abandonada que acumulaba el agua de la lluvia transformándose en una inmensa charca putrefacta, cubierta por una espesa costra de limo. En verano esa hoya apestaba.

No se adoptaron medidas de seguridad ni de higiene. Los vecinos acabaron acostumbrándose a esas fétidas emanaciones y a sortear el peligro. Incluso circularon chascarrillos francamente ingeniosos.

Pero no era de esto de lo que quería hablarte. El pueblo ha crecido, por supuesto. El casco antiguo, el núcleo primitivo, es hoy una pequeña parte del conjunto.

En tus esporádicos paseos, cuando por circunstancias extraordinarias como un festejo o una defunción, te aventuras fuera de tu circunscripción, por barrios que no habías transitado desde hacía mucho tiempo, tienes la ocasión de comprobar las consecuencias de la fiebre constructora de la gente.

Si es tu hermana o tu tía quien te acompaña, corresponde a ellas, más andariegas y metomentodo que tú, ponerte en antecedentes. Tú, con la mano en la boca, no sales de tu asombro.

Si retrocedemos a los tiempos en que se conocieron tu padre y tu madre, hay que hacer importantes cambios de decorado, no sólo en el sentido de reducir las dimensiones del pueblo, de desadoquinar numerosas calles o de describir las miserables condiciones de vida imperantes, sino en el sentido más sutil de palpar un ambiente periclitado.

Pero si logramos insuflarle nueva savia, comprobaremos que no nos resultará tan extraño como en un primer y apresurado acercamiento nos pudiera parecer.

No radica tanto la cuestión en consignar fidedignamente como en revivir o recrear. Por otro lado, no estamos hablando de un país lejano ni de una época remota. Por el contrario, son innumerables los lazos que nos unen a esos años en los que se sitúa esta parte de la historia, de tu historia.

Una de las razones por las que te he escogido, dejando a un lado el hecho de haber sido tu vecino durante mi infancia, es ese olor a rancio que despides. Otra razón es que tu hogar es uno de los reductos donde sigue ardiendo el fuego que calentó y alumbró a nuestros abuelos.

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III

Un día decidí abandonar mi reclusión montaraz. Nunca he tenido vocación de ermitaño. Era de noche y había encendido el fuego de la chimenea. Fuera soplaba un viento helado.

La Navidad estaba cercana. Me dije que era una buena ocasión para poner en práctica lo que, de una manera más bien confusa, me rondaba por la mente.

Posponía la elaboración de una estrategia a mi vuelta al pueblo, a cuando estuviera en el campo de operaciones.

Me gusta improvisar. Es siempre sobre el terreno donde damos la medida, antes son los sueños, después el balance. Pero ni un momento ni otro corresponde a la acción.

Mucho había fantaseado en mis paseos por esos breñales. Estaba saturado de imágenes. Ya era hora de encarar la realidad.

Resumiendo, ni reflexioné ni planeé ni me mortifiqué. Todo se limitó a soñar y a patear esas escabrosidades en un afán de no pensar y, por la noche, de caer como un fardo sobre mi camastro y dormir de un tirón hasta el amanecer.

No soy supersticioso. Tengo mis manías, como todo el mundo, que al lado de las tuyas no son tales.

Ante ciertos golpes de suerte uno tiende a creerse el favorito de la Fortuna. Coincidirás conmigo en que empezar un negocio con buen pie es señal de que tiene más posibilidades de materializarse según nuestros deseos que otro que, desde sus inicios, ha debido superar dificultades.

Cuando, a mi regreso, me comunicaron que mi tía abuela estaba achacosa y no había forma de traerla a vivir con nosotros porque ella se negaba en redondo a dejar su casa, me propusieron hacerle compañía de noche.

Vi el cielo abierto. Me estaban ofreciendo la atalaya idónea para espiar tus entradas y salidas, para estudiar tus quehaceres cotidianos. Y eso por velar el sueño de una anciana.

Puse objeciones, me hicieron contrapropuestas. Insistieron en que sería solamente de noche. Repliqué que de día tampoco me importaba. De la comida se encargaban ellos. ¿Y si ocurriera algo? Vienes corriendo a avisarnos. ¿Cuándo tendría que irme? Ya.

Aquella misma tarde me mudé. Una bolsa con un pijama, libros, cuadernos, bolígrafos y mi cepillo de dientes fue mi escueto equipaje. Y unos prismáticos.

Mi tía abuela, como bien sabes, era viuda y no tenía hijos. En mis primeros años gocé de su predilección. Últimamente no iba a visitarla, desatención que me reprochó en cuanto me vio.

La casa la conocía como la palma de mi mano. Sus alacenas, sus cuartos, su soberado no tenían secretos para mí.

Me instalé en el dormitorio contiguo al suyo. Ambas habitaciones se comunicaban. El padecimiento de la anciana eran sus años. A sus males no había que sumar, como comprobé de inmediato con gran satisfacción, la pérdida de memoria, aunque a veces trastocaba las fechas y los nombres.

Mi tía abuela fue una cantera inagotable de datos y anécdotas. Sin su ayuda difícilmente hubiese podido reconstruir algunos pasajes de la vida de tu familia.

 

 

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Cantera de granito

 

 

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