Afortunadamente llegamos a Sevilla. Los ocupantes del coche se callaron un rato. Por el Paseo de Colón nos dirigimos a la sala donde tendría lugar la representación. Estaba extrañado de que durante todo el trayecto no se hubiese hecho la menor alusión a la obra. Sólo se abordó la cuestión ufológica y sus implicaciones en otras áreas.
Cuando nos apeamos, con inmenso alivio por mi parte, inhalé una gran bocanada de aire y pregunté: “¿Vamos a ver una tragedia o una comedia?”. Los otros se quedaron mirándome como si hubiese dicho un disparate. Yo miré a mi amigo Quique, que adoptó una actitud ambigua.
El ufólogo, colocándose las gafas en su sitio, dijo: “¿Cómo?” El Lope de Vega estaba frente a nosotros. A la entrada había bastante gente. El cura, haciendo un calambur, explicó: “Vamos a un teatro pero no al teatro”.
Mientras nos encaminábamos a la marquesina que sobresale de la fachada del ecléctico edificio, pregunté a Quique: “¿Tú estás también en la inopia?”. Lo estaba pero no le importaba. Para él lo importante era salir del pueblo.
Nos instalamos en el patio de butacas y esperamos a que empezase la función. Pero no se levantó el telón rojo de pliegues ondeados. Al cabo de un rato salió un clérigo trajeado de negro con alzacuello blanco, alto, elegante, con las manos cogidas a la altura del pecho que movía en simbólicos abrazos a los espectadores, los cuales lo recibieron con una ovación.
Se trataba de un jesuita experto en parapsicología. “¿Será esto una señal?” murmuré. Quique, que aplaudía como si fuese otro fan, siempre atento a lo que sucedía a su alrededor aunque fuese un balbuceo, me preguntó: “¿Qué has dicho?” “Nada. Estoy interesado en saber cuál va a ser el tema de la conferencia”.
Era la telepatía. Un escalofrío me recorrió el espinazo. La disertación duró una hora. El jesuita, que era todo un showman, finalizaba con una batería de demostraciones prácticas a las que dedicaba treinta minutos más. Esta ilustración era el plato fuerte del espectáculo.
Yo estaba sentado en una butaca junto al pasillo central, justo en frente del conferenciante que, micrófono en mano, haciendo gala de un aplomo abrumador, escrutaba las filas en busca de un conejillo para su primer experimento.

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