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Posts Tagged ‘invierno’

41.-Tengo la impresión de que el tiempo no transcurre linealmente sino a saltos. Cuando miro atrás, eso me parece. No hay una sucesión de acontecimientos encadenados sino enormes vacíos, enormes huecos, de los que emergen resplandecientes algunos momentos, no grandes momentos o fechas señaladas o presuntamente importantes, sólo ciertos momentos que la memoria mantiene incólumes.
Predominan los espacios despoblados, como si la vida tendiese a borrarse, a reabsorberse en ella misma, para luego concentrarse en esos fulgurantes recuerdos que quedan sobrenadando a la cotidianidad.
Uno de esos recuerdos atañe a nuestro último encuentro. Nos vemos poco pero cada vez que nos reunimos es un hito, un quiebro al tiempo, una burla a su poder disolvente.
Era un día luminoso y frío, como suelen abundar en esa época del año. Igual a tantos otros. La transparencia del aire. La profundidad del azul. Los saludos. Las sonrisas.
Fuimos a comer y después dimos un paseo.
Las tardes invernales son cortas. El sol estaba cayendo y había bajado la temperatura. Pero estábamos tan contentos que los tiritones nos hacían reír, o tal vez reíamos sin motivo, porque todo estaba bien, porque estábamos vivos, porque nuestra charla era superficial.
La calle con sus oscuros naranjos cargados de brillantes frutas, la rápida disminución de la luz, la lentitud de nuestro caminar, nos abocaron al silencio.
Hay tal nitidez en este recuerdo que, al contarlo, lo revivo. No nitidez en el sentido de bien delineado, como un dibujo perfecto, sino en el sentido de interiorizado. Ese recuerdo me conforma, es parte de mí, como lo son mis brazos, mi estómago o mi nariz.
Después propusiste que fuésemos a tu casa a tomar café, y allí pasamos el resto de la tarde.
Ese día ha quedado incorporado a mi individualidad. Por eso su luz desafía al olvido.
Cuando nos despedimos, cogí el coche y, en lugar de volver a mi casa, me adentré por una carretera solitaria. Estuve conduciendo hasta llegar al pueblo cercano. Era una sensación agradable viajar de noche, escuchando música, sin pensar en nada concreto. Sintiendo tan sólo que todo estaba endiabladamente bien, que la felicidad era eso, que a pesar de los pesares había que estar agradecido.
Me pregunto si tu percepción del tiempo se compone también de esos espacios vacíos y de esos momentos fulgurantes. Te he hablado de nuestro encuentro pero te podría poner otros ejemplos.
La vida se condensa en ciertos hechos que no tienen nada de extraordinarios, que son a menudo triviales.
Los acontecimientos más corrientes de la vida revisten a veces una trascendencia que, si fueran un objeto, no sería posible sostenerlos debido a su peso. Una habitación vacía, una calle, la vista que se ofrece a través de una ventana pueden golpearte en el pecho, hacerte sentir, paradójicamente, tu pequeñez y tu grandeza. Esas situaciones te descubren la esencia del tiempo en forma de fogonazos que ponen de manifiesto la precariedad humana.
Hay esperas gozosas, tardes de lluvia que son un regalo del cielo, sillones en los que uno sigue viendo a quien lo ocupaba habitualmente, paseos en los que uno se deja pensar por alguien superior, alguien que sabe más de nosotros que nosotros mismos.
Te escribo estas líneas porque quería hacerte partícipe de estas reflexiones, porque quería hablarte del tiempo y su turbador aroma a claroscuros, a ocultos sentimientos, a leves pinceladas, a visiones pasajeras, a profundidades insospechadas, a sutiles querencias, a indefiniciones, a ambigüedades.

 

 

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Invierno (V)

 

 

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                                 IX
Elegir el terreno adecuado era el primer paso que debían dar quienes querían poner a prueba sus dotes de constructores. No era éste un asunto baladí. El éxito de la empresa dependía en gran medida de la vista que tuviesen al decidirse por tal o cual paraje.
En invierno, otoño o primavera, después de una lluvia abundante, era el momento ideal para, quiérase o no, embarrarse y mojarse.
Mengano, sin que sepa explicar por qué, asocia esta actividad con la estación invernal y no con las otras. El agua fría, la noche que se les echaba encima sin haber tenido tiempo de finalizar las obras, la promesa de volver al día siguiente tan pronto como pudieran para seguir trabajando duro, a menudo para empezar de nuevo, pues, durante su ausencia, la corriente había provocado deterioros importantes o destruido el dique.
Éstos eran los fragmentos del puzle que, una vez recompuestos, mostraban a tres o cuatro chavales en cuclillas a ambos lados de un arroyo, enfrascados en la tarea de represarlo, el conjunto iluminado por la diáfana luz de enero.
Mengano, que, como el niño zangolotino y alguno más, no sólo carecía de espíritu competitivo, sino que tal actitud ante la vida le repugnaba, entre nostálgico y complacido, refería que formaron un grupo al que servía de aglutinante el niño regordete de sempiterna sonrisa.
Tras dar esquinazo a los otros, sin el agobio de las prisas ni de los desafíos, se entregaban a su actividad favorita.
Era entonces cuando le había sido posible descubrir y contemplar a un niño que los sobrepasaba en iniciativa e ideas, razón por la que llevaba la voz cantante. Como la autoridad de que se veía investido dimanaba de sus superiores cualidades como constructor, los otros la acataban con naturalidad.
Nada más lejos de una imposición o del arbitrario ejercicio de un liderazgo que las joviales observaciones con que el zangolotino les indicaba una solución más eficaz para resolver tal o cual dificultad técnica que la propuesta por cualquiera de ellos.

 

 

 

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                               VI
Un mediodía de invierno en que uno de los contingentes de chavales no alcanzaba la mitad de sus componentes, y en que el aburrimiento los hacía bostezar, uno de ellos, el mismo que reía a mandíbula batiente cuando refería este hecho, ideó una variante para provocar a la banda rival que contaba con la mayoría de sus miembros.
En lugar de colocarse todos a la vista del enemigo y empezar a moverse rítmicamente al son de palmas y gritos, sería uno solo el que lo hiciera. El resto se emboscaría para tender una trampa. No hace falta decir a quien le cupo el honor de servir de cebo.
Mientras sus compañeros se deslizaban como anguilas por entre los peñascos y los matorrales, nuestro hombre esperó pacientemente el aviso para encaramarse en la roca de superficie superior amplia y plana que utilizaban para ese fin.
Por fin recibió la señal. A partir de este momento los acontecimientos se precipitaron y se embrollaron. Las consecuencias, sin embargo, no admiten discusión.
La otra pandilla observó a ese iluso moviendo las caderas, dando saltitos, levantando en alto las manos que sostenían una honda y una vara de acebuche, canturreando la frase de marras en singular, es decir, provocando en solitario.
Como los otros no eran tontos, esa fantochada les olió a chamusquina y tomaron las medidas oportunas. Como tontos tampoco eran los que habían instado al zangolotino a subir a la plataforma de piedra, sabiendo que estaban en franca inferioridad numérica, pusieron el cuerpo a buen recaudo.
Se retiraron a una distancia prudencial: ni demasiado cerca para verse involucrados en una refriega en la que llevaban las de perder, ni demasiado lejos para no presenciar el desenlace de su charranada.
En lo alto de la roca el niño seguía contoneándose y gritando: “¡Quiero guerra! ¡Quiero guerra!”.

 

 

 

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Escarcha (I)

 

 

 

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[Tras el largo verano]

Tras el largo verano de herbazales secos
y estridentes chicharras, las aguas otoñales,
tal vez por allí cerca formen un arroyuelo.

Veo un suave repecho que una encina corona,
festoneada de barbas de un verde ceniciento;
más allá unas rocas tan viejas, tan gastadas
como este mundo nuestro.

Oigo el viento silbando en las noches de invierno,
y el rumor de la lluvia y el retumbar del trueno.
Si no es mucha molestia, un lugar así quiero
para el definitivo reposo de mis huesos.

 

 

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Primavera (I)


Vueltas, repeticiones
Alternancias, comienzos
La sonrisa de Flora
El adiós del invierno

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Invierno (I)

 

 

 

 
Noches claras y frías
Amaneceres blancos
Agujas y cristales
Paisajes escarchados

 

 

 

 

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