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Posts Tagged ‘recuerdos’

III

“Siempre habrá alguien” replicó la otra “que te recuerde tus pecados” “Claro. En ese momento se actualizan, pero tan pronto como te alejas, vuelven a desaparecer porque ya son el recuerdo de un recuerdo, algo muy inconsistente que se evapora enseguida. En realidad es como si te hablaran de algo que ha hecho otra persona, alguien desconocido por quien no sientes curiosidad.

“Aun en el caso de que aportaran pruebas: una foto, un libro con una dedicatoria…, la repercusión sería mínima. Esos objetos se verían como ajenos. Serían, en definitiva, la prueba del olvido”.

Lorenzo prestaba suma atención. Lo que exponía la señora coincidía con sus fantaseos. Esas tijeras de plata eran la llave de la amnesia feliz.

“¿Qué hay que hacer con ellas exactamente?” “Aguadar a que surja el recuerdo engorroso, cerrar los ojos para intensificarlo al máximo, coger firmemente las tijeras por las agarraderas y empezar a cortar sin prisa hasta que el recuerdo se desprenda de la memoria y caiga al suelo donde se ira difuminando hasta ser absorbido por la nada. El hueco que deja es rápidamente cubierto por la actividad neuronal”.

Lorenzo, que no había perdido ripio, a quien el café con leche se le había enfriado y la tostada a medio comer se le resecaba en el plato, concibió un plan sobre la marcha.

Las palabras que había escuchado giraban en su mente como los planetas de un recién nacido sol. Ahora sabía que una de esas tijeras de plata estaba en Sevilla, al alcance de la mano, como quien dice.

Telefonearía al trabajo para comunicar que estaba enfermo, que había pasado una pésima noche e iba a ir al médico. Adonde, en efecto, iría más tarde. Pero primero tenía que esperar, seguir a la señora y abordarla en el momento oportuno. Aún no sabía cómo iba a obtener de ella la valiosa información que poseía.

Pero la idea de liberarse definitivamente, más que de sus malas experiencias, de sus estupideces, era una perspectiva irresistible. Quería sentirse ligero.

Esta solución era más efectiva y más económica que cualquier psicoterapia. Él había probado algunas y daba fe de que no eran más que paños calientes. Ya lo aparcaron una vez en un sofá hasta que se cansó de perder su tiempo y su dinero.

No quería remedios parciales o dudosos que eran los que proporcionaban los especialistas. El arreglo total a que aspiraba sólo era posible dando unos cuantos tajos.

Las dos mujeres se fueron juntas. Lorenzo salió detrás de ellas. En una esquina se despidieron. La que le interesaba entró en un bazar chino. Lorenzo dudó entre imitarla o quedarse fuera.

Optó por lo primero. La señora había desaparecido en una de las calles abarrotadas de artículos. Lorenzo no tardó en localizarla. Estaba de pie ante una estantería con objetos de decoración o de regalo.

La señora cogió algo y, al dirigirse a la caja para pagar, pasó a su lado con una sonrisita en los labios.

Lorenzo se acercó a la estantería y echó una ojeada. En uno de los anaqueles había gatos de la suerte de color dorado, algunos moviendo un brazo. Había también cuarzos de diversos colores, colgantes con botellitas de cristal, cajitas de madera de sándalo, campanillas colgantes Chi Lin.

Siguió mirando más abajo y descubrió las herramientas generadoras de energía y los espráis para crear una buena atmósfera. Y justo al lado unas tijeras plateadas con una etiqueta donde se leía: “Sirven para cortar toda negatividad. Estas tijeras te protegerán de las envidias”.

 

 

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II

“Pues bien, aquí, en Sevilla, hay unas tijeras de plata. Es uno de los pocos lugares del planeta que goza de ese privilegio, porque desde luego lo es”.

Lorenzo se había olvidado del desayuno y era todo oídos. Su número de pulsaciones había aumentado.

“¿Tú las ha visto?” “No, pero quien me ha comunicado su existencia sí, y es una persona de confianza cuya palabra no pongo en duda”.

Tras una pausa de marcado tono teatral añadió: “E incluso las ha utilizado” “¿Para qué?” “No para cortarse las uñas ni para recortar papel y hacer figuritas…”.

“Kirigami se llama eso” “¡Qué enterada estás!” “En una ocasión hice un curso de kirigami y origami, que es el arte de plegar papel”.

Consciente del efecto que iba a producir en su amiga, la mujer declaró: “Sirven para cortar los malos recuerdos”. Y a continuación se llevó un trozo de tarta de manzana a la boca. La otra entreabrió la suya en un gesto de difícil identificación.

“Lo creas o no, se emplean para eliminar esas imágenes que quedan flotando en la memoria como maderos podridos a la deriva, los cuales de vez en cuando chocan con el barco. Aunque no hay peligro de naufragio, esos encontronazos producen desasosiego.

“Las tijeras de plata cortan los episodios, las conversaciones, las bufonadas que uno quisiera que no hubiesen ocurrido.

“Todas tenemos historias a las que daríamos un tijeretazo de buena gana, y quedaríamos como nuevas ¿o no?” “Por supuesto”.

“Aquí no se trata de asumir ni integrar o cualquiera de esas monsergas psicológicas al uso. Se trata de cortar por lo sano. De desprendernos de lo que nos incomoda. De escamondarnos. Fuera churretes incrustados en la piel. A la basura los harapos. ¿No te parece algo maravilloso?”.

A Lorenzo se lo parecía. A la amiga de la señora también, según dijo.

“No hay que esperar a que el Alzheimer o un accidente cerebral nos permitan disfrutar de ese deseado olvido. No hay que esperar a que la memoria empiece a flaquear para no sufrir las embestidas de esos tarugos flotantes. ¿No es el objetivo vivir plenamente?”.

 

 

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I

Lorenzo era un hombre lo bastante culto para saber quiénes eran las Moiras. Una de ellas, Átropos, tenía unas tijeras con las que cortaba el hilo de la vida. En más de una ocasión se había preguntado de qué material estaban hechas. En la antigua Grecia no se conocía el acero, así que debían ser de hierro o de bronce.

Tanto el metal como la aleación le parecían dos opciones pesadas. Además, el hierro enmohecía y al bronce lo atacaba el cardenillo y se ponía de un venenoso color verde. El óxido no respetaba ni a uno ni a otro. Finalmente decidió que para la tarea realizada por Átropos el hierro era más adecuado. Eran unas tijeras, no una estatua.

Lorenzo fantaseaba a veces con ese instrumento que servía para poner fin a la existencia humana y sus miserias anejas. Incluso lo consideraba una llave que abría una puerta a otra dimensión. Quizá no había nada o quizá había algo. Eso nadie lo sabía. Para los griegos el tijeretazo marcaba el descenso al Hades.

Lorenzo visualizaba a la Moira con sus tijeras de hierro que chirriaban ligeramente cuando, entremetiendo el hilo entre sus hojas, las cerraba con un golpe seco. Silenciosamente la hebra seccionada caía a sus pies. Luego sonreía a Cloto, que había dejado de hilar, y a Láquesis, que había dejado de medir.

Lorenzo no albergaba en su mente ideas morbosas. Los hombres contemplan tarde o temprano la posibilidad de la muerte e incluso la tienen por una solución. La vida, en ocasiones, se hace cuesta arriba y se sueña con descansar.

Él era una persona dinámica que apreciaba la belleza de la creación y agradecía los dones recibidos. Pero eso no quitaba que la presencia de algunos puntos negros le aguase la fiesta. En realidad, no era nada importante. Por eso mismo lo incordiaba más.

Casualmente, en el bar donde iba a desayunar los días laborales, escuchó la conversación de dos mujeres mayores que estaban en la mesa de al lado. Una de ellas le hablaba a la otra de unas tijeras de plata.

Lorenzo dejó de masticar la tostada y aguzó el oído. Incluso se enderezó en la silla.

La señora le estaba explicando a su amiga que esas tijeras no se utilizaban para las labores de costura. Y añadió en un tono misterioso que tenían otra aplicación. Naturalmente su interlocutora quiso saber cuál.

“Te la diré si prometes no reírte” La otra mujer puso cara de seriedad y levantó una mano como si fuera a hacer un juramento.

“Son unas tijeras de las que sólo hay cinco o seis en toda la Tierra. Ignoro el número exacto. Son una rareza de valor incalculable. Ni siquiera se las puede calificar de piezas de coleccionista. Guardando las distancias, las comparo con el Santo Grial”.

La que escuchaba hizo un gesto de asentimiento en el que Lorenzo detectó una punta de ironía, pero la que peroraba no vio nada y siguió dando detalles como si tal cosa.

 

 

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Anochecía tras una jornada larga y complicada. Regresaba a casa en el coche de Raúl, un compañero que conducía suavemente. La radio, que solía encender para escuchar las noticias, estaba apagada. También él estaba cansado y prefería concentrarse en la carretera.

Sin venir a cuento le pregunté: “¿No te gustaría tener unas tijeras de plata?”. Me lanzó una rápida mirada. El tráfico era denso, la hora crepuscular.

“Para la costura y otras manualidades sirven las normales” respondió. “No estoy hablando de cortar tela, papel o cualquier otro material”.

Se hizo un silencio prolongado durante el cual el ruido del motor y los faros encendidos de los otros vehículos cobraron todo el protagonismo.

“¿Te parece una pregunta absurda?” “¿Por qué me la has hecho?”.

Solía ocurrirme que entre dos luces, y más aún después de un día problemático, mis defensas se debilitaban y emergían recuerdos enervantes, molestos e incluso bochornosos. Recuerdos que se asemejaban a moscas pegajosas. Por más que trataba de espantarlos regresaban una y otra vez.

Como el ambiente se prestaba a las confidencias, le conté a Raúl ese asunto de los recuerdos semejantes a enojosas moscas. No se podía hablar de tortura, sólo de fastidio.

“A todos nos acosan de tarde en tarde nuestras malas experiencias” “No se trata exactamente de errores, tropiezos o fracasos sino de episodios que se condensan en una imagen punzante. Se trata más bien de situaciones que se han vivido mal, como al bies, y que nos han dejado en herencia un fango adherido, una sensación desagradable, como la producida por el aliento de un enfermo.

“Situaciones pretéritas que, cuando la memoria las actualiza, provocan reacciones viscerales, sublevaciones internas. Lo cual se traduce en una turbiedad que desvirtúa el presente.

“Esos feos nubarrones aparecen en el cielo despejado y descargan un chaparrón sobre el desprevenido transeúnte”.

“¿Esas tijeras de plata sirven para extirpar esas excrecencias?” “Sí, aquello que mortifica, altera o hace sentir mal. Aquello de lo que te arrepientes porque no fuiste tú en ese momento, porque te dejaste arrastrar, porque fuiste estúpidamente débil, porque te prestaste a juegos a los que podías haberte negado. Aquello que, como dije antes, malviviste y se convirtió en una rémora.

“Imagínate. De un tijeretazo cortarías esa red de recuerdos inoportunos o lacerantes, acabarías con esa marea de algas en descomposición y quedarías más limpio que una patena.

“Una vez suprimidos esos andrajos lucirías un traje nuevo, el tuyo realmente, el que debe revestir tu desnudez, con el que te sientes realmente cómodo e incluso elegante. Diríamos adiós a todos los pegotes de nuestra vida”.

“Un traje nuevo a tu medida” dijo Raúl esbozando una sonrisa, “me temo que si lo quieres, lo vas a tener que confeccionar tú mismo con tu esfuerzo” “Lo he intentado y no es posible. Lo que se necesita es unas tijeras de plata con las que eliminar, conforme va aflorando, esa material podrido”.

“O una palmeta matamoscas” “También haría el avío, pero me quedo con esas maravillosas tijeras que nos convertirían en hombres deslastrados, que suprimirían los pintarrajos y borrones de nuestra biografía.

«¡Qué inconmensurable placer contemplar, tras la poda, cómo el viento arrastra y lleva lejos esos tristes guiñapos que inopinadamente se ponen a ondear como banderas ante nuestras narices!».

 

 

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V
Ya no queda otra cosa que el perpetuo naufragio,
los recuerdos punzantes que a la deriva flotan,
y no sirven siquiera, inútiles del todo,
para sujetarse a ellos
y vivir la ilusión de un último asidero.

 

 

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I
Vuelvo a ti, Sebastián,
como antaño, en la calle iluminada apenas
por escasas bombillas.
Pero hoy no traigo nada, hoy sólo vengo yo.

Contigo no hace falta andarse por las ramas,
ni dárselas de listo.

Tus verdades son simples.
Cualquiera las entiende. Y por eso también
cualquiera las desprecia.

Sebastián, no es mi caso.
Los años me enseñaron que tus verdades simples
son las solas verdades.

No debiera siquiera hablar de tus verdades
En buena ley debiera hablar de tu verdad.

Es decir, de tu hambruna,
de ese estómago terco que soñaba con platos
rebosantes, colmados,
con platos de lentejas, de garbanzos, de chícharos.

Recuerdo esa hambre tuya. Y más cosas recuerdo,
pero esa es la primera, la que tiene más peso.

CSC_0071 (2)

 

 

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41.-Tengo la impresión de que el tiempo no transcurre linealmente sino a saltos. Cuando miro atrás, eso me parece. No hay una sucesión de acontecimientos encadenados sino enormes vacíos, enormes huecos, de los que emergen resplandecientes algunos momentos, no grandes momentos o fechas señaladas o presuntamente importantes, sólo ciertos momentos que la memoria mantiene incólumes.
Predominan los espacios despoblados, como si la vida tendiese a borrarse, a reabsorberse en ella misma, para luego concentrarse en esos fulgurantes recuerdos que quedan sobrenadando a la cotidianidad.
Uno de esos recuerdos atañe a nuestro último encuentro. Nos vemos poco pero cada vez que nos reunimos es un hito, un quiebro al tiempo, una burla a su poder disolvente.
Era un día luminoso y frío, como suelen abundar en esa época del año. Igual a tantos otros. La transparencia del aire. La profundidad del azul. Los saludos. Las sonrisas.
Fuimos a comer y después dimos un paseo.
Las tardes invernales son cortas. El sol estaba cayendo y había bajado la temperatura. Pero estábamos tan contentos que los tiritones nos hacían reír, o tal vez reíamos sin motivo, porque todo estaba bien, porque estábamos vivos, porque nuestra charla era superficial.
La calle con sus oscuros naranjos cargados de brillantes frutas, la rápida disminución de la luz, la lentitud de nuestro caminar, nos abocaron al silencio.
Hay tal nitidez en este recuerdo que, al contarlo, lo revivo. No nitidez en el sentido de bien delineado, como un dibujo perfecto, sino en el sentido de interiorizado. Ese recuerdo me conforma, es parte de mí, como lo son mis brazos, mi estómago o mi nariz.
Después propusiste que fuésemos a tu casa a tomar café, y allí pasamos el resto de la tarde.
Ese día ha quedado incorporado a mi individualidad. Por eso su luz desafía al olvido.
Cuando nos despedimos, cogí el coche y, en lugar de volver a mi casa, me adentré por una carretera solitaria. Estuve conduciendo hasta llegar al pueblo cercano. Era una sensación agradable viajar de noche, escuchando música, sin pensar en nada concreto. Sintiendo tan sólo que todo estaba endiabladamente bien, que la felicidad era eso, que a pesar de los pesares había que estar agradecido.
Me pregunto si tu percepción del tiempo se compone también de esos espacios vacíos y de esos momentos fulgurantes. Te he hablado de nuestro encuentro pero te podría poner otros ejemplos.
La vida se condensa en ciertos hechos que no tienen nada de extraordinarios, que son a menudo triviales.
Los acontecimientos más corrientes de la vida revisten a veces una trascendencia que, si fueran un objeto, no sería posible sostenerlos debido a su peso. Una habitación vacía, una calle, la vista que se ofrece a través de una ventana pueden golpearte en el pecho, hacerte sentir, paradójicamente, tu pequeñez y tu grandeza. Esas situaciones te descubren la esencia del tiempo en forma de fogonazos que ponen de manifiesto la precariedad humana.
Hay esperas gozosas, tardes de lluvia que son un regalo del cielo, sillones en los que uno sigue viendo a quien lo ocupaba habitualmente, paseos en los que uno se deja pensar por alguien superior, alguien que sabe más de nosotros que nosotros mismos.
Te escribo estas líneas porque quería hacerte partícipe de estas reflexiones, porque quería hablarte del tiempo y su turbador aroma a claroscuros, a ocultos sentimientos, a leves pinceladas, a visiones pasajeras, a profundidades insospechadas, a sutiles querencias, a indefiniciones, a ambigüedades.

 

 

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Tus palabras
—recuerdos de lutos
y penas apergaminadas—
me llegan envueltas en un aire antiguo.
Pero yo no canto tu adocenamiento
ni tus enaguas apulgaradas.
Sólo intento revivir
—el pneuma insuflándoles,
el tibio aliento de mi corazón—
aquellos días.

Te he visto llorando a escondidas,
desconsolada.
Y tomando café
en compañía de tus parientes,
a media tarde, en invierno,
de la desvencijada camilla
sentados alrededor,
bebiendo un café tan amargo
como una ilusión varada.

De ti se desprende un tufo a rancio.
¿Qué quieres que diga?
Si me fijo en tu pecho,
sólo veo
dos senos marchitos y vencidos,
si en tus ojos,
ojillos viboreznos,
si en tu piel,
cuero de baúl resquebrajado.

En la puerta de tu casa,
como un animal huidizo,
me miras, me inspiras
estos versos.

 

 

 

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27 de agosto de 2014 065                                IV
En las noches de verano era fácil encontrarlo en el patio de la bodega sita en la plaza de la Alhóndiga, sentado en un tocón de encina, ante una mesa plegable en cuyo tablero renegrido reposaban una botella de vino blanco peleón y un platillo de altramuces. Nunca lo abandonaba la sonrisa de niño pachorrudo y un tanto simplón que todos los que le habían tratado durante la infancia le conocían. Esa sonrisa que, entonces como ahora, le granjeaba la confianza de los demás.
Mofletudo, coloradote, boca pequeña, frente abombada, ojos vivos, calvicie incipiente, era sin duda su soberbia nariz en forma de porra lo más llamativo de su rostro, su rasgo más marcado y personal.
De constitución robusta, la barriga que ya le apuntaba en sus primeros años, se había desarrollado hasta alcanzar la esfericidad actual.
Guardaba por sus antiguos compañeros de juego un afecto y una devoción ejemplares. En su mesa había siempre uno o dos vasos para invitarlos, aparte de la eterna sonrisa con que acogía a todo el mundo.
Su gran pasión consistía en desempolvar recuerdos mano a mano con un amigo de la niñez. Y eran tantos sus amigos y sus recuerdos que en esa tarea podía invertir horas.
Como, pese a su cachaza, no carecía de gracejo cuando contaba tal o cual historia, de las muchas que almacenaba celosamente en su memoria, no tenía nada de raro verlo en compañía de alguien que bebía de su botella y escuchaba divertido sus innumerables anécdotas.

 

 

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