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Aparecieron signos que inquietaron a Edu y ensombrecieron su ánimo. Primero fueron unos sueños extraños que, aunque no pudieran ser calificados de pesadillas, dejaban un poso de ansiedad.

Eran visiones de animales reptantes, pero había tan poca luz que era imposible identificarlos. Tal vez eran culebras o lagartos. En cualquier caso, sabandijas de cuerpos sinuosos que no paraban de bullir.

Una noche en que regresaba a su habitación tras haber estado estudiando en la Biblioteca, vio en los largos y mal iluminados corredores del castillo, deslizándose silenciosamente, unas larvas blanquecinas de un tamaño desproporcionado.

Avanzaban con tenacidad. A Edu le pareció que fosforecían, pero seguramente esa impresión era sólo un efecto de la tonalidad lechosa de esos gusanos gordos y blandos.

El muchacho observó que se comprimían y expandían como si les estuviesen inyectando y extrayendo aire con un fuelle. Esta operación les permitía realizar las ondulaciones con las que iban ganando terreno.

Edu contemplaba hipnotizado esas hileras de orugas rechonchas, como fláccidos sacos de patatas, que recorrían los pasillos con entera libertad.

Esas criaturas fantasmales le produjeron más repugnancia que miedo. Las larvas, se dijo, no hacen daño. Pero ante las dimensiones de estas experimentaba un invencible rechazo.

Su naturaleza amorfa, la ausencia de miembros, ojos, orejas, desconcertaron a Edu que sólo reaccionó cuando desaparecieron en un recodo, aflorando en su mente una explicación.

Algo malo se avecinaba, se materializaría pronto. Las larvas eran las mensajeras.

Edu entró en su habitación y encendió la vela que había en la mesita de noche.

Las puertas del armario estaban entornadas. Se acercó y las abrió del todo. Rápidamente advirtió que faltaba la camisa de lino.

Revolvió el mueble, aun estando seguro de que la había guardado allí. Se resistía a admitir que se trataba de un robo.

De las dos camisas con la H de Haitink que, al igual que sus compañeros, había recibido de manos del Gran Maestro, sólo tenía la que llevaba puesta.

Al día siguiente, en el desayuno, contó este suceso a Hemón. Los dos muchachos sospechaban quiénes eran los autores de esa fechoría. Hemón le dijo a su amigo que debía denunciar el hurto. Edu sabía que eso daría lugar a una investigación. Primero quería intentar arreglar ese asunto él mismo, sin recurrir al Gran Maestro, que era inflexible con los delitos.

Pero ni siquiera cuando se perdió misteriosamente su segunda camisa de lino en la lavandería, Edu se decidió a presentarse ante Mortimer y revelarle estos hechos.

Hemón señaló, aunque esa puntualización fuese innecesaria, que estaba en inferioridad de condiciones al no disponer de la protección que proporcionaban esas prendas. Los peligros, que a todos acechan, tenían en él a una presa más fácil.

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Una tarde de lluvia
Solían reunirse los fines de semana en una cervecería del Arenal. Cuando la charla languidecía, miraban los carteles de toros que decoraban las paredes.
Últimamente agotaban pronto los temas de conversación de forma que quedaban silenciosos, como hipnotizados por las imágenes taurinas.
Ni siquiera Leonardo, pese a su buena voluntad y a su verbo fluido, lograba reanimar la tertulia con sus bromas. Sólo Julia le seguía el juego sin demasiada convicción.
Cuando llegaban a este punto muerto, cada cual se abstraía en sus pensamientos. Sólo abrían la boca para llamar al camarero y pedir otra ronda.
Esta situación arrancaba del día en que Leonardo comunicó a sus amigos que la empresa donde trabajaba iba a realizar una reducción de plantilla, siendo la otra alternativa declararse en quiebra y cerrar.
Él tenía un contrato temporal, por lo que sería uno de los primeros que despidiesen. Si se quedaba sin trabajo, tendría que dejar sus estudios de ingeniería electrónica, reanudados recientemente, y regresar al pueblo.
Arturo y Ricardo le habían ofrecido su casa. Incluso Julia hizo otro tanto. Su piso tenía, además, la ventaja de estar situado cerca de la Escuela de Ingenieros. Y el inconveniente, como ella misma señaló, de que sus padres vivían con ella. O más bien lo contrario. “Y eso es un rollo” concluyó.

-o-

Un lluvioso sábado de noviembre Julia exclamó: “¡Esto pasa de castaño oscuro! Estamos amuermados”.
Como ninguno de sus amigos se hiciera eco de sus palabras, Julia los siguió pinchando: “Antes hablábamos. Ahora parece que estamos metidos en una pecera, desde donde miramos el mundo rumiando nuestras neuras”.
La chica cogió el bolso, que tenía colgado en el espaldar de la silla, e hizo amago de levantarse.
“¿Adónde vas con este aguacero?” preguntó Arturo. “Y sin paraguas” añadió Leonardo. “Me da igual mojarme” “Te comprendo” dijo Leonardo.
“Si quieres” sugirió Ricardo, “para divertirnos un poco, podemos hacer un balance de nuestras apasionantes vidas”.
“Lo que pasa es que no tenéis imaginación ni ganas de vivir” “Juro que me temía ese diagnóstico” declaró Arturo.
Antes de que la joven, cuyos ojos chispeaban, tuviese tiempo de replicar, Leonardo intervino: “Podemos hacer un ejercicio imaginativo y planear…no sé…un robo a un banco. No un asalto a mano armada, sino un golpe ejecutado con limpieza” “Un trabajo de profesionales hecho por aficionados” precisó Ricardo.
“¿Bromeáis?” preguntó Arturo. “¿Pues no ves que sí?” dijo Julia colgando de nuevo el bolso, “éstos no son capaces de desvalijar ni un kiosco”.
“Un kiosco por supuesto que no” convino Leonardo. “No nos desviemos del tema. Estamos hablando de resolver definitivamente nuestra situación económica” dijo Ricardo.
Y añadió: “Tengo los planos de la sucursal donde estuve trabajando hace dos años”.
“¿Va en serio?” preguntó Julia. “Son necesarias cuatro personas” explicó Ricardo. “¿No es así, Leonardo?”
“Así es, según el plan que apenas esbozamos” “Es verdad que el asunto quedó en el aire. Quizás ha llegado el momento de retomarlo y entrar en detalles” “¿Pero va en serio?” insistió Julia.

 

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