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Casa en un olivar

 

 

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Casa en el monte (V)

 

 

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Casa en el monte (IV)

 

 

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Casa en el monte (III)

 

 

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6 de mayo de 2011 001La tasca estaba llena de clientes que hablaban a gritos y gesticulaban como actores de tercera categoría.

Había empezado a beber temprano. A la una me encontraba lo bastante ebrio para reír las gracias de Raimundo López.

El calor, el exceso de luz, el vocerío, el alcohol contribuían a que uno perdiera la cabeza.

Mis recuerdos son vagos. Cuando intento fijarlos, un tumulto de imágenes me bloquea la memoria.

Cuando intento reconstruir mi paseo en tiovivo, me sucede lo mismo. Mi abuelo me llevó a la feria que estuvimos recorriendo un rato.

Nos demoramos ante la noria, los autos de choque y el simpático tiovivo en el que mi abuelo me invitó a subir.

En cuanto aquel artilugio empezó a dar vueltas, mi alegría se trocó en malestar. Me agarré con fuerza al cuello de mi caballito y cerré los ojos. Más me hubiese valido no abrirlos de nuevo.

No era el tiovivo sino la feria entera la que giraba a mi alrededor. El resultado era una alucinante confusión de objetos y colores. En medio de ese caos una sola idea se perfilaba nítida: bajarme de la máquina. Y eso fue lo que hice a riesgo de sufrir un accidente.

Fragmentos de conversaciones, manoteo, ruido de sillas arrastradas, un vaso que cae al suelo y se hace añicos, muecas, risotadas y un deseo incontrolable de beber. Esto es lo que puedo decir del tiempo que pasé en la taberna del puerto.

Más tarde, dando tumbos, voy solo camino de la playa. Deben de ser las tres o las cuatro. Tengo miedo de coger una insolación. Mi mayor preocupación es encontrar una sombra. Pero la luz me encandila. No logro ver nada.

Me juro que esta será la última borrachera. Mis pies se hunden en la arena caliente. Cierro los ojos y avanzo a ciegas.

-o-

El calor había disminuido. La brisa marina refrescaba el ambiente. El estómago me ardía. Hubiese dado mi reino por un vaso de agua.

A pesar del martirio que suponía la sed, mi despertar fue seguido de un estado de beatitud.

No me moví. Miré a un lado y a otro pero no identifiqué el lugar donde me hallaba.

Estaba medio tendido en el suelo o medio recostado en la pared, en una postura incómoda que de momento no cambié.

Enfrente de mí había una casa con un jardincito y persianas verdes. Un lejano rumor de coches no alteraba la paz de ese rincón de Punta Umbría.

Me veo de nuevo paseando con mi abuelo, un mediodía de invierno, corriendo entre las encinas, observando el paso de las nubes y el vuelo de los pájaros.

Estoy sentado a la turca en un bloque de piedra caliza lleno de agujeros y caracolillos. Mi abuelo está abstraído. Tiene los codos apoyados en las rodillas y la barbilla entre las manos.

Siento curiosidad por saber en qué piensa. No me decido a preguntárselo. Si lo hiciera, destruiría ese momento.

Lo contemplo intentando leer en sus rasgos. Permanezco así hasta que, sonriente, fija en mí sus ojos y dice: “Ya es hora de volver a casa”.

 

 

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Casa en el monte (I)

 

 

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Casa de la Fontanilla

 

 

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1
Nemesio tenía madera de santón. Era vegetariano a rajatabla. En su opinión había indicios incontrovertibles de que el fin de los tiempos estaba a la vuelta de la esquina. Él lo pintaba como un desastre ecológico de magnitud planetaria.
Mares y ríos contaminados, atmósfera irrespirable, especies animales y vegetales extinguiéndose a un ritmo acelerado, proliferación de todo tipo de cánceres, sequías espantosas, tierras esquilmadas, hambrunas…
Después de escucharlo sólo se ofrecían tres opciones: el suicidio, el activismo político desenfrenado aunque se tuvieran serias dudas sobre su utilidad, o el replegamiento a una forma de vida respetuosa.
Él no se consideraba ni un catastrofista ni un alarmista. Ni siquiera pensaba que cargaba las tintas. Era implacable. Con la reencarnación le pasaba tres cuartos de lo mismo. Para él no se trataba de una creencia sino de un hecho comprobado.
En lo que a mí respecta, de las tres posibilidades, la primera quedaba descartada. Inconvenientes incluidos, le tengo apego a la existencia. La segunda chocaba frontalmente con mi carácter introvertido y desconfiado. Sólo podía recurrir al retiro.
Viviría al margen de este disparate colectivo que nos estaba conduciendo a la destrucción. Me ajustaría a los ciclos de la naturaleza. Y aunque de esta forma no solucionase nada, tampoco contribuiría a hacer más inhabitable la Tierra.

2
Tenía la intención de realizar mi plan asumiendo todas las consecuencias. No con un pie aquí y otro allí. No jugando con dos barajas. Me trasladaría a una aldea de la Sierra de Aracena con toda mi familia.
Nemesio cabeceó complacido. El problema inmediato era encontrar un alojamiento adecuado. Yo sabía que él, aunque siempre regresaba a Sevilla, pasaba temporadas más o menos largas en la sierra, donde tenía contactos.
Me dijo, en efecto, que podía ayudarme a encontrar una casa. Días más tarde me telefoneó para comunicarme que el asunto estaba arreglado.
La “casa” estaba situada en un callejón retorcido y sombrío, justamente en la curva. Era un pegote de cemento con techo de uralita que sobresalía de la hilera de edificaciones parejas y encaladas, como una verruga urbanística que le hubiese salido a la callejuela.
El cuchitril (otro nombre no merecía e incluso ése le venía ancho) estaba compuesto por una habitación a dos niveles. Es decir, dividida por un escalón de medio metro de altura.
Sonia, una amiga de Nemesio que también tenía proyectado mudarse a la sierra, nos acompañaba. Fue la primera en hablar. “Es perfecto”.
La puerta de madera resquebrajada cerraba mal. Las paredes estaban llenas de borujones. El suelo encementado estaba carcomido en algunas partes.
Miré a Sonia que, como reflejaba su rostro, estaba encantada. No me atreví a despegar los labios.
Ella lo veía claro. La parte superior del habitáculo serviría de dormitorio. En esa plataforma cabían holgadamente tres o cuatro colchones individuales. El único ventanuco sin rejas pero provisto de un postigo hinchado por la humedad que, al igual que la puerta, no ajustaba bien, estaba también allí arriba como una garantía de ventilación.
“Y esta parte” dijo mirando a su alrededor “puede ser la cocina, el comedor, la sala de estudio, el cuarto de estar, todo lo que se quiera”.
Extendiendo la mano hacia el espacio superior añadió: “Además de para dormir, puede servir también para hacer prácticas de meditación y relajación. Y es un lugar ideal para leer”.
Sonia entornó los ojos y siguió sopesando mentalmente las múltiples posibilidades que brindaba la vivienda. Nemesio, seguro de haber dado en el clavo, esbozó una sonrisa de satisfacción.

 

 

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27 de agosto de 2014 065                                II
En la habitación olía a carburo. De uno de los maderos del techo colgaba un gancho que sostenía un recipiente cilíndrico de lata relleno de ese combustible. La modesta llamita permitía hacerse una idea exacta del cuarto y de su mobiliario. La primera impresión que producían esos pocos metros cuadrados era de ahogo. La vivienda estaba constituida por otra pieza interior que estaba doblada.
En uno de los rincones había un poyo con una hornilla de carbón. El centro de la habitación lo ocupaba una mesa cubierta por un hule agrietado y rodeada de seis sillas de anea. En las paredes había ristras de ajos y manojos de cebollas, y pegados a ellas un aparador de cristales ahumados, una tinaja con tapadera de madera conteniendo el agua potable, unas angarillas, una albarda y dos lebrillos. Al matrimonio y a su prole apenas les quedaba espacio para moverse.
Los arrapiezos y la vieja de negro con toquilla del mismo color, la abuela, pasaban la mayor parte del día en la calle, los primeros desperdigados por el pueblo, de preferencia rondado basureros y corrales, la segunda sentada en una silla baja a la puerta de la casa.
A la hora de comer algunos se acomodaban en el umbral y ponían el plato sobre los muslos. Era como si la humilde vivienda los vomitase.
Esa noche el padre comunicó a su mujer y al interesado que había hablado con el capataz del cortijo donde trabajaba como peón. El vaquero estaba viejo y necesitaba que alguien le ayudase en el cuidado de los animales. El niño no ganaría gran cosa, pero en cualquier caso eso era preferible a que estuviera zanganeando todo el santo día. Hacía tiempo que sus hermanos mayores arrimaban el hombro, incluida su hermana que había entrado a servir en casa de unos pelantrines. No había ninguna razón para que él siguiera comiendo la sopa boba mientras los demás se afanaban.
Nada de esto último dijeron ni el padre ni la madre. Era demasiado evidente para aludir a ello. El padre se limitó a transmitir su decisión. A la mañana siguiente levantaría temprano al niño y ambos se encaminarían a lomos de la burra al cortijo.

 

 

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