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2

A media tarde, cuando salimos de Sevilla, lloviznaba apenas. Una ráfaga de chispas de agua dejaba un discreto rastro en los cristales. No hacía falta siquiera accionar el limpiaparabrisas. Llevaba encapotado todo el día. La tormenta se estaba reservando para la noche. Este sirimiri era la inocente avanzadilla. Elena rezongaba. “¡Qué mala pata!” “Con el buen tiempo que hemos tenido hasta ayer” “Por lo menos que espere hasta que lleguemos”.

Elena conoce el arte de irritar al prójimo. Si se la ignora o, para salir del paso, se le da la razón como a los locos, se las arregla para incomodar a los culpables. Esta vez se portó bien y no se excedió dando la vara.

La noche se nos echó encima cerca de Orozuz, adonde para mi gusto llegamos demasiado pronto. El hecho de no ser los primeros no me hizo cambiar de opinión. Se trataba de una cena, no de una merienda. Reme y Elena me recordaron que podíamos aparecer cuando quisiésemos. Aun así, consideraba que tanta premura no estaba justificada. Esta cuestión suscitó una pequeña disputa.

Era finales de otoño. Hacía el tiempo propio de esa época del año. ¿Qué esperaban Elena y los otros invitados? ¿Que soplase una brisa primaveral que permitiera abrir los ventanales del salón? Casi todos manifestaron una pueril decepción. Se habían hecho tantas ilusiones. Procuré no ponerme crítico y sonreír.

La finca estaba en pleno monte. Para llegar a ella había que dejar la carretera y coger un camino en buen estado. Los dueños de Orozuz y los de las otras propiedades colindantes se encargaban de su conservación. Aunque el camino se estrechaba en algunos tramos, los coches circulaban con desahogo. Sólo había un inconveniente que ponía a prueba los nervios de sus usuarios.

En esa hora equívoca del anochecer, tras haber contemplado el campo reverdecido, las choperas vestidas con retazos de hojas amarillentas, los arroyos corriendo y las encinas multiplicándose a medida que nos adentrábamos en la sierra, en esa hora, en que por un feliz azar guardábamos silencio, tuve un presentimiento que más tarde cobraría cuerpo.

La visión de las ramas casi desnudas de álamos y fresnos desencadenó una sensación agridulce, e hizo aflorar un profundo deseo. Las hojas, pudriéndose y transformándose en humus, descansaban al pie de los árboles. Esa materia vegetal regresaba al seno de la tierra, de donde renacería hecha savia y sembraría de brotes tiernos los esqueletos leñosos en primavera.

Bajé el cristal lo justo para aspirar el olor a tierra mojada y plantas montaraces. Pero, obligado por las protestas de Elena que tenía frío, tuve que subirlo enseguida.

 

 

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Bestiario (V)

V
Se volvió y espetó: “¿Adónde vais vosotros?”
Nos quedamos de piedra.
Parado en el camino, con gesto desdeñoso,
el paso nos cortaba. No hubo nadie que hablase.
Un pesado silencio cayó sobre nosotros.
La tarde era de otoño, la luz era dorada,
la atmósfera era tibia, el campo era una alfombra
mullida, verdemar.
Con los brazos en jarra repitió la pregunta:
“¿Adónde vais vosotros?”
Clavados en la tierra, quietos, avergonzados
de nuestra pretensión, los vimos alejarse,
adentrarse en el campo dulcemente otoñal.

Sus risas y sus voces se fueron extinguiendo.
El silencio de nuevo
cayó sobre nosotros, pesado como el plomo.

 

 

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Las ilusiones de antaño

De nuevo aletean las ilusiones de antaño,
las ilusiones que creías muertas
retoñan con inusitada energía.

Las habías desterrado
más allá de los límites de la conciencia.
Te portaste
como un príncipe contrariado y furioso
porque su hada madrina
se había negado a concederle un deseo.

Esa era la condena que merecían
esas engatusadoras,
que susurraban en tus oídos
promesas de felicidad,
que, entre risas y guiños de ojos,
ponían el mundo a tus pies.

Esas buhoneras
habían invadido con sus puestos de baratijas
el recinto de tus días,
ofreciendo sus collares de cuentas,
sus ajorcas doradas,
sus afeites, sus penachos de plumas.

Tenías que arrojarlas sin miramientos
fuera de tu vida,
si no querías quedar atrapado
en sus pregones.

Desde sus mercancías a sus palabras,
todo era falso.
Sus piedras preciosas
eran vidrios de colores,
sus juramentos
una sarta de mentiras.

Y este otoño,
como hace el mar en la playa
con su cargamento de algas,
ha depositado ante ti
esas denostadas,
y que hasta muertas creías,
ilusiones de antaño.

 

 

 

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La noche (IV)

                                          IV
Había tres huertas consecutivas. Fue la tercera, la que estaba más alejada, la que se adentraba más en el monte, la que tenía la casa más cerca de la orilla del río, cuyo murmullo se escuchaba como una apaciguadora música de fondo, fue ésa la que más le gustó y fue ésa precisamente la que estaba disponible.
La propiedad se adecuaba tanto a sus expectativas que cambió de idea y, tras sumar sus ahorros y el dinero que obtendría por la venta del piso, pensó en comprar en vez de alquilar.
No actuó con astucia, mostró excesivo interés. Álvarez, el dueño, percatándose de ello, jugó esa baza.
Javier creyó que el trato se cerraría pronto, pero recibió una llamada de teléfono de Álvarez, el cual le contó una historia en relación con el cariño que su mujer le tenía a la huerta, y la pena que le daba desprenderse de ella. Ladinamente afirmó que tal vez no vendería, que necesitaba reflexionar.
El resultado fue que el precio subió. Javier regateó alegando que la casa no se encontraba en buen estado, que para vivir en ella había que hacer arreglos y mejoras. Pero la pesadumbre de la mujer de Álvarez sólo se mitigaba, que no desaparecía porque eso era imposible, con un buen fajo de billetes.
Javier hizo nuevos cálculos y acabó pasando por el aro. En lugar de contratar a un albañil para que hiciera las reformas necesarias, él mismo las haría los fines de semana. Esta idea no le disgustaba, pero la habilitación de la casa llevaría más tiempo del previsto. Y aun así, para determinadas tareas, tendría que llamar a un obrero cualificado.
La casita, compuesta por una habitación central con chimenea, un dormitorio, una cocina alargada y estrecha con una puerta a la parte trasera, y un pequeño cuarto de baño, quedó tan acogedora que Javier dio por bien empleados el dinero y el trabajo invertidos en ella.
Se acercaba la hora del traslado y la noche de la inauguración, la primera noche formal que pasaría en la casa de la huerta. No era, por supuesto, la primera. Anteriormente, obligado por las circunstancias, se había quedado a dormir en medio de las herramientas, los sacos de cemento y la suciedad que conllevan las obras. Pero esas noches no contaban. Esas noches eran prolongaciones de su jornada laboral y acababa tan cansado que cerraba los ojos en cuanto se echaba en la cama.
El cuatro de noviembre, aspirando el olor a tierra mojada tras las recientes lluvias, Javier recorrió el camino que discurría entre olivos, y del que partía otro en declive hasta la huerta.
Bajó la cuesta, se detuvo ante la cancela y la abrió. Una vez dentro, volvió a cerrarla corriendo el cerrojo y echando el candado.
Aparcó el coche en el rellano que había al lado de la casa, junto a las pitas de las que emergía un alto bohordo, un estilizado candelabro vegetal de numerosos brazos.
Las tardes otoñales eran cortas y ésta lo sería más, pues el cielo estaba nublado. De vez en cuando caían cuatro gotas. La noche, que tan profunda era en el monte, prometía ser lluviosa y negra como la tinta.
Para la cena había traído una botella de rioja que descorcharía para celebrar el estreno de la casa. Un tinto de color cereza y destellos de rubí con el que brindaría por su nueva vida.

 

 

 

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Otoño (III)

 

 

 

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