V
Un grito que se superpuso nítidamente al estrépito de la lavandería, me desconcertó. Procedía de detrás de la puerta de cristales esmerilados.
Los negros seguían entrando y saliendo por ella con toda normalidad.
Me mantuve a la expectativa, cuestionando la realidad del grito. Un lamento disipó mis dudas.
Mi oído no me había engañado. Algo horrible sucedía detrás de esa puerta.
A lo mejor estaban torturando a alguien. Pero no pensé en huir, en ganar la calle y contar que se estaba cometiendo un crimen en la lavandería al primer transeúnte que me encontrara.
No consideré esa posibilidad. Antes bien, un impulso halaba de mí hacia la habitación del fondo.
Con la vista fija en los cristales opacos, eché a andar.
A medida que me acercaba, en el rostro de los negros que se cruzaban conmigo, advertía un alarmante regocijo.
Ese relámpago que iluminaba sus facciones, me confirmó en la sospecha de que me dirigía a un desastre seguro.
Arrastrado por esa fuerza que se imponía al instinto de supervivencia, a sabiendas de que estaba quemando las naves, empujé la puerta.
Me embargó un sentimiento de profanación. Esta vez era consciente del alcance de ese acto. Pero no podía hacer nada por evitarlo.
No daba crédito a mis ojos. Eran uno servicios.
De la sorpresa pasé a la estupefacción cuando comprobé que no eran unos servicios normales.
De grandes dimensiones y alicatados de blanco, no había mingitorios sino una tubería de plomo horadada regularmente de la que salían los correspondientes chorritos de agua.
Por debajo de la tubería que recorría las cuatro paredes, había un canal con un sumidero en cada ángulo. Delante del canal se alzaba una plataforma de medio metro de ancho.
Un negro orinaba plácidamente en ese momento.
Estaba mirando la pared de la izquierda que no llegaba al techo cuando se oyó de nuevo el mismo grito, ahora más matizado.
Era el alarido de alguien a quien estaban martirizando. El grito de dolor fue seguido de forcejeo, como si la víctima pataleara por liberarse.
Yo permanecía junto a la puerta, paralizado de terror. Una vez aliviado, el negro se volvió y me observó. Desde que traspuse el umbral de la lavandería, los empleados me habían ignorado.
Este no sólo reparó en mí sino que me enseñó su blanca y perfecta dentadura en lo que supuse era una sonrisa.
Incluso pensé que iba a echarse a reír. Pero no soltó una carcajada. Bajó de la plataforma, cruzó la habitación con paso atlético y, en un alarde de agilidad felina, se encaramó en el tabique cortado, dejándose caer por el otro lado.
Subí a la plataforma y traté de asomarme. Estaba extrañamente lúcido.
Por tercera vez se oyó el grito que fue disminuyendo hasta morir. Luego hubo una serie de voces guturales, borboteos y otros sonidos difíciles de identificar.
Me retiré del tabique. Retrocedía en dirección a la puerta cuando algo blando se estrelló contra mí llenándome todo. En esta ocasión fui yo quien gemí. Era una bolsa de sangre caliente.

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