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Archive for the ‘Textos cortos’ Category

Uno de sus mayores empeños era encontrar un emblema que sintetizase su ideal de armonía. Un emblema que permaneciese anclado en la memoria, aunque su significado no fuera evidente.
Cuando su novia lo dejó por razones relacionadas con este asunto que absorbía su tiempo y su atención, él era consciente de que se aislaba del mundo con demasiada frecuencia.
Eso era lo que su novia le reprochaba precisamente: su evasión de la realidad.
Pero él necesitaba concentrarse en sus sueños para darles forma, para concretarlos y evitar que se desvaneciesen o que se derrumbasen como un castillo de cartas al primer soplo de la crítica.
Debía aprehender sus intuiciones, las cuales comparaba a animales salvajes que se dejan ver de lejos pero en cuanto das un paso en su dirección, alzan la cabeza y se pierden en la espesura.
Cuando hacía partícipe a su novia de estas reflexiones, ella reía sin que él supiera por qué o ponía una cara extraña. Y a continuación le hablaba del vestido de lentejuelas doradas que había comprado para la fiesta de fin de año.
Ese vestido que lanzaba destellos le dio una idea. Se abstrajo y dejó de oír a su novia que le contaba algo a propósito del cotillón y de lo que sus amigas iban a ponerse.
Pensó en un espejo que reflejase e iluminase el dolor, en un espejo que nos devolviese la imagen de nuestro verdadero rostro, del que yace bajo tantas capas de hipocresía, de amargura, de miedo…
Más tarde desestimó ese símbolo. De hecho, abandonó la búsqueda de uno. Por entonces su novia ya lo había plantado. Afortunadamente no le había buscado un sustituto.
Quiso reanudar las relaciones. A fin de cuentas no habían roto por nada serio.
Justamente durante este proceso de acercamiento se fue perfilando un nombre. Las letras crecían y se entrecruzaban como si un paciente copista estuviese trazándolas.
Cuando acabaron de entrelazarse, al modo de las iniciales de un florido monograma, pudo leer el apodo con que era conocido en su niñez.

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El destino

¿Qué era el destino? Un disparate mayúsculo. No era necesario recordar ningún episodio propio o ajeno para fundamentar ese dictamen.
Había visto demasiadas veces cómo ese señor de gesto desdeñoso pisoteaba las buenas acciones y se inhibía de las injusticias, tanto de las grandes como de las pequeñas, de esas heridas que sangran largo tiempo, y que con frecuencia cierran en falso.
El destino no era ningún misterio, ninguna fuerza oculta que sellaba la vida de los hombres. Esa palabra no le provocaba tampoco, como a algunos compañeros de habitación, ningún estremecimiento.
El destino era un caballero indiferente al que habían investido de un poder ilimitado e inescrutables designios.
No era más que un dandi con chistera, levita y bastón, en cuyo rostro se pintaba una discreta mueca de asco, como si todo lo que caía dentro de su campo visual, pues no se podía afirmar que él mirase nada en concreto, lo disgustase profundamente.
Para sus compañeros el destino era un enigma que a veces condescendía a revelarse parcialmente mediante signos.
Para él, en cambio, era un petimetre que avanzaba marcando el paso con la contera de su bastón, a buen ritmo, con esa leve contracción de fastidio en la cara, sin reparar en sufrimientos y alegrías.

-o-

El enfermo que ocupaba la cama 127, apoyándose en un codo, se incorporó. Estaba sudoroso y jadeaba ligeramente.
Había tenido otra vez el mismo sueño.
Ese señor vestido como su bisabuelo en un día de gala atravesaba su mente clavando en ella la punta metálica de su bastón.
Se recostó y cerró los ojos. Era cuestión de paciencia. De esperar que las punzadas remitiesen. De que el petimetre se alejase.
No sabía el tiempo que tardaría en desaparecer. En perderse tras una circunvalación de su cerebro.
El afilado extremo del bastón se hundía en su materia gris, y él no podía hacer nada para apresurar el mutis de ese figurón.

 

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El gato de la fondista

Era tan viejo como su ama y tan solitario como ella. La diferencia estribaba en que lo segundo él lo era por vocación y ella porque el negocio había caído en picado y en la fonda, como decían en el pueblo, no entraban ni las moscas.
Hacía tiempo que ella había dejado de dirigirle la palabra al minino. De hecho, pasaba a su lado y no lo miraba siquiera.
El ama se había vuelto rezongona y nostálgica. Le gustaba recordar la época en que la fonda era un lugar de encuentro social.
Sus antiguos clientes, a los que había tratado a cuerpo de rey, la habían decepcionado. Todos parecían haberla olvidado. Las atenciones dispensadas habían sido, afirmaba ella, como echarles margaritas a los cerdos.
De esta forma se desahogaba llamándolos “cerdos”. Pero tanto ella como el gato estaban al cabo de que algunos habían muerto y a otros sus achaques no les permitían viajar.
La fondista empinaba el codo más de la cuenta, cosa que el gato, aunque aparentara indiferencia, desaprobaba. En definitiva, habían envejecido juntos y le tenía un afecto felino.
Ya se sabe que los gatos son muy suyos y quieren a su manera, que no siempre es bien entendida.
También le apenaba comprobar cómo crecían las malas hierbas en el patio y cómo en las paredes aparecían manchas de humedad. Pero su rostro impasible no traslucía sus sentimientos.
Tampoco él, que había sido el gato más cortejado del pueblo, debía tener muy buen aspecto. Las vecinas iban a la casa sólo para verlo y él era la causa de rivalidades entre los clientes, que aspiraban a convertirse en su preferido y a los que enfervorizaban sus contados favores.
Todos se maravillaban ante ese animal displicente, con el pelaje listado de pardo y negro, que no consentía que nadie lo acariciara, salvo sus elegidos.
Su ama, además, le había regalado un collar con plaquitas de cobre, a las que sacaba brillo regularmente.
El gato romano bostezó. Estaba echado en un butacón donde pasaba la mayor parte del día.
Arrastrando las babuchas por el suelo, apareció la fondista que, inopinadamente, se quedó observándolo.
Estuvieron así, frente a frente, sosteniéndose la mirada, convertidos en imágenes fijadas para la eternidad, un buen rato.
La vieja suspiró y siguió su camino. El gato no movió un pelo del bigote.
Pero cuando ella se alejó en dirección a la cocina o adondequiera que fuese, sintió un batir de alas. El tiempo, como si hubiese sufrido una detención y quisiera recuperar el retraso, reemprendía su rauda carrera.

 
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Tenía las orejas caídas y el pelo corto. Como era demasiado corpulento, andaba bamboleándose. Cuando le daba por trotar, resultaba cómico. Se le tomaba fácilmente cariño y casi nadie resistía la tentación de pasarle la mano por el lomo y darle unas palmadas que el perro recibía con agrado.
No le importaba que se metiesen con él a cuenta de su gordura y de su torpeza. Todo lo aceptaba como si fuera un cumplido.
Al vidente no le gustaban las libertades que se tomaban con su perro, al cual llamaba cachazudo y consentidor.
Las reprensiones no hacían mella en el espíritu del animal. Por ser como era, disfrutaba de una buena alimentación.
Sabía granjearse la simpatía de los demás que, casi siempre, le ofrecían algo que llevarse a la boca.
Él no poseía dotes adivinatorias pero, después de tantos años sirviendo al vidente, se había vuelto más intuitivo.
Su mirada, que muchos tenían por bobalicona, era compasiva.
Su amo, cuando alguien iba a consultarlo, utilizaba un estilo cortante y no hacía concesiones.
Esta actitud, en lugar de ahuyentar a los clientes, los atraía. Mientras más riguroso se mostraba, más crecía su fama.
Hombres y mujeres, aparentemente, estaban deseosos de saber lo que les tenía reservado la diosa Fortuna.
Incluso los rufianes, que por un quítame allá esas pajas blandían el acero, esbozaban una sonrisa infantil y acataban esperanzados o desilusionados la respuesta oracular.
Pero al perro no lo engañaban. Había comprobado que antes o después, dependiendo del grado de reticencia, todos acababan poniendo su alma en manos del vidente.
Esperaban que éste se asomase a esa profundidad, que escrutase ese reino interior, y les contase sus descubrimientos. Esperaban la gran revelación del enigma que cada uno es.

 

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La fiera

La acogí hace mucho tiempo, cuando era pequeña. Me pareció un animalito con cierto encanto a pesar de su doble hilera de dientes arriba y abajo, sus orejas de contorno irregular y su mirada oblicua.

Hubo una cosa que desde el principio no me gustó, aparte de su pelaje más bien áspero aunque no fueran cerdas. Tenía hambre permanentemente.

Si no le daba de comer, sus quejidos y sus gruñidos me impedían dormir o concentrarme en lo que estuviera haciendo.

Si la tenía bien alimentada, no paraba de crecer.

De aquel gatito que me tocó una fibra sensible no queda nada. Se ha convertido en una señora fiera cuyos ojos extraviados y cuyos dientes superpuestos de los que cae un hilo de baba, espeluznan.

Vivo atrapado en un dilema. Si no sacio su voraz apetito, sus rugidos y su agitación invaden la casa, que recorre sin descanso de un extremo al otro, entrando y saliendo de todas las habitaciones.

Si para conseguir la paz le lleno el plato, que ya es tan grande como una jofaina, apuntalo su prepotencia.

Nunca fue un animal lindo. Lo vi abandonado y lo recogí. No recuerdo que me diera pena ni que me pareciera gracioso. Sólo le encontré un atractivo peculiar. Fue una decisión que tomé en un momento de debilidad e inconsciencia. Fue un gran error.

Mi casa se ha convertido en un infierno y la fiera en el ama. No recibo visitas pues no las tolera. Ella tiene que ser la primera, el centro, el objeto de atención. Se comporta como si sólo ella existiera en el mundo.

Asfixiado por su tiranía, no hago más que preguntarme: ¿cómo puedo librarme de esa fiera?

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El descenso

Cuando era niño, vivía en las copas de los árboles contemplando las nubes y dialogando con los pájaros.
A veces el viento soplaba huracanado, pero por lo general corría una brisa suave.
Desde allí arriba todo me parecía hermoso. Ni siquiera las carreteras ni los postes del tendido eléctrico estropeaban significativamente el paisaje.
Sin saber cómo fui descendiendo. De las cimas de los árboles pasé a las horquetas de las gruesas ramas, donde se estaba cómodo y se disfrutaba también de un amplio panorama.
Desde luego, no era lo mismo. Hablaba menos con los pájaros que revoloteaban más arriba o pasaban en bulliciosas bandadas.
Ojalá todo hubiese acabado ahí.
Yo lo achaco a la fuerza de la gravedad, pero seguí tronco abajo como una hormiga que regresa a su refugio subterráneo.
Así llegué a las mismas raíces del árbol, donde ahora resido.
Es verdad que echo de menos sus cimbreantes ramas. Pero éste es mi lugar. No el que he elegido sino el que me corresponde.
Antes tenía por compañeros a los pájaros y a las nubes. Ahora tengo a las hormigas. Antes estaba donde quería. Ahora estoy donde debo. Antes me sostenía el árbol. Ahora soy yo quien lo ayudo a tenerse en pie.

 

 

 

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El alien

La gente no sabe qué clase de engendro es. Ni siquiera los que se declaran especialistas en monstruos. Ni tampoco los que han tenido alguna vez en su vida una mala experiencia con animales.
No hablo de perros ladradores ni de caballos espantadizos.
Hablo de una criatura que, tras hacerme morder el polvo, se introdujo dentro de mí y ahí vive desde entonces.
Entre él y yo hay una guerra sin cuartel.
Adondequiera que voy me acompaña mi inquilino. Adondequiera que voy no se priva de mostrarme sus grotescas facciones ni me libro de bregar con sus intolerables exigencias. En todo momento y en todo lugar hace valer su poder y extiende hacia mí sus brazos como tentáculos.
La gente no sabe la energía que consumes tratando de sustraerte a su influencia.
Desde el lejano día en que ese monstruo bostezó y lanzó su primer zarpazo, no he conocido la paz.
Es mi espada de Damocles que, en cuanto me descuido, se abate sobre mi cabeza. A veces, la suerte o un quiebro providencial me ahorran el golpe. O el percance se reduce a una herida en el hombro o un rasguño en el brazo. Otras veces no salgo tan bien parado.
Por eso resultan tan chuscos los consejos que, bienintencionadamente sin duda, me dan. No le hagas caso, me dicen. Sobreponte. No pienses en él. En realidad ocurre lo contrario. Es él quien no deja de pensar en mí. Quien no me pierde vista.
Cómo me gustaría abrir las puertas de mi nave para que esa aberración sea absorbida por el espacio exterior, como en la película. Hasta ahora no he tenido éxito.
En cuanto a esos especialistas y a esos paladines que presumen de matar dragones y domesticar toda clase de alimañas, aunque se les llena la boca de armas mortíferas y estrategias infalibles, ninguno de ellos ha conseguido tampoco expulsar al okupa.
Cuando el alien dormita, puedo hacerme el valiente y afirmar que no le tengo miedo ni me voy a arrugar cuando entorne los párpados. Mi experiencia me confirma que esa declaración no es más que una bravuconería.
Si el inquilino cabecea somnoliento o anda perdido por los recovecos de mi ser, eso significa que puedo hacer una vida más o menos normal. El resto son fantaseos y ganas de buscarle tres pies al gato.

 

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La bruja

La muchedumbre vociferante que enarbolaba objetos puntiagudos, avanzaba por el camino en dirección al puente.
Los lugareños venían dispuestos a todo. Nadie les iba a impedir cruzar esa ciclópea construcción sobre el profundo tajo tras el cual se extendía el bosque.
El invierno estaba siendo particularmente duro. Ésta era la razón de que los aldeanos se atreviesen a desafiar a la inquilina de esa sombría espesura.
Traían horquetas, bieldos, hoces, guadañas, enmohecidas picas. Venían decididos a ensartar a la bruja y a arrojarla al abismo.
La mujer los estaba esperando en mitad del puente. Cuando la vieron allí sola, sin el menor asomo de miedo, la turba se paró en seco.
Los cabecillas, perplejos, perdieron más tiempo del necesario en reaccionar.
El pelo revuelto de la bruja se erizó. Luego se dividió en dos crenchas que adoptaron la forma de cuernos.
Este prodigio era sin duda una prueba de su poder. Los aldeanos recordaron que esa mujer tenía fama de dominar a los vientos. Los instigadores de la revuelta habían tenido que convencerlos de que los vientos son libres y no se someten a nadie.
La bruja alzó los brazos y extendió las manos de largos dedos descarnados y empezó a soplar una brisa que pronto se convirtió en vendaval.
El aire embravecido trajo consigo nubes grises que se fueron acumulando hasta formar un fúnebre dosel.
Una oscuridad tan espesa como el alquitrán, acompañada de un plúmbeo silencio, engulló a la sobrecogida muchedumbre.
Sólo la imagen bicorne de la bruja con los brazos en alto y los dedos engarabitados, como un insecto prehistórico atrapado en una piedra de ámbar, fosforecía en el seno de las tinieblas.

 

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El vampiro

Me levanté temprano para ir a trabajar. Cuando salí, vi surgir de la oscuridad del jardín una figura con una estaca en el pecho que agarraba con ambos manos, como si estuviera sosteniéndola.
Con paso inseguro, subió los escalones del porche. Un halo violáceo circundaba las cuencas de sus ojos.
Se detuvo bajo el arco. Encuadrado entre los pilares, en cada uno de los cuales había embutido un azulejo con una palabra inscrita, en el de la derecha “Spes” y en el de la izquierda “Caritas”, parecía la parodia blasfema de un santo.
Venía huyendo. Tal vez no le habían clavado la estaca en el lugar preciso. O no lo bastante profunda. Tal vez esta criatura almacenaba una ingente cantidad de energía.
La luz del farol acentuaba su palidez y resaltaba la mancha negra de sangre de su camisa. Un espasmo, que dejó al descubierto un afilado colmillo, le contrajo el labio superior.
Faltaba poco para que amaneciese. A lo lejos se escuchaba el rumor de una jauría.
Su mirada fija no era suplicante. Dijo: “Necesito entrar”.
Mi vista se nubló y los latidos de mi corazón empezaron a retumbar en mis oídos. Retrocedí azorado y cerré la puerta de golpe.

 

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El viejo

La luna redonda y blanca asomó por encima de las copas de los árboles. Se oyó el graznido de un cuervo. No pude evitar un estremecimiento, como cuando vivía el viejo y me llamaba con su voz ronca.
Cuando sintió cercana la muerte, se empeñó en nombrarme hijo suyo. No quería que su estirpe se extinguiera. Pero yo sólo era un sirviente. Me negué.
En los rincones oscuros advertía su presencia. En mi cabeza resonaban sus amenazas y sus maldiciones. ¿Hasta cuándo podría seguir resistiendo?
Yo había sido testigo y cómplice y víctima de sus crímenes y de sus obscenidades. Pero no quería ser su hijo.
Cuando flaqueaba, como conocía su afición a los juegos de azar, le proponía uno con la condición de que me diese ventaja, pues sabía también que era un redomado tahúr.
En esta ocasión, sobre la mesa había siete piedras blancas y tres piedras negras. Me acerqué y las eché en la bolsa. Luego la agité y, sosteniéndole la mirada al cuervo que se había posado en el alféizar de la ventana, metí la mano.

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