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Sobre la poesía, que era apreciada por don Juan, escribe Castaneda lo siguiente:

“Reconoció que los poetas estaban profundamente afectados por el vínculo con el espíritu, pero que se daban cuenta de ello de manera intuitiva y no de manera deliberada y pragmática como hacen los brujos”.

A continuación el nagual cogió un libro de poemas de Juan Ramón Jiménez, se lo tendió a su interlocutor y le pidió que le leyera uno. La composición perteneciente a “Jardines lejanos” es esta:

¿Soy yo quien anda, esta noche,
por mi cuarto, o el mendigo
que rondaba mi jardín,
al caer la tarde…?
Miro
en torno y hallo que todo
es lo mismo y no es lo mismo…
¿La ventana estaba abierta?
¿Y no me había dormido?
¿El jardín no estaba verde
de luna…?… El cielo era limpio
y azul… y hay nubes y viento
y el jardín está sombrío…
Creo que mi barba era
negra… Yo estaba vestido
de gris… Y mi barba es blanca
y estoy enlutado… ¿Es mío
este andar? ¿Tiene esta voz,
que ahora suena en mí, los ritmos
de la voz que yo tenía?
¿Soy yo, o soy el mendigo
que rondaba mi jardín,
al caer la tarde…?
Miro
en torno… Hay nubes y viento…
El jardín está sombrío…
… Y voy y vengo… ¿Es que yo
no me había ya dormido?
Mi barba está blanca… Y todo
es lo mismo y no es lo mismo…

Y esta es la interpretación de don Juan Matus:

“Creo que el poeta siente la presión de la vejez y el ansia que eso produce. Pero eso es sólo una parte. La otra parte, la que me interesa, es que el poeta, aunque no mueve nunca su punto de encaje, intuye que algo increíble está en juego. Intuye con gran precisión que existe un factor innominado, imponente por su misma simplicidad, que determina nuestro destino”.

A propósito de una composición de José Gorostiza añade el nagual:

“Siento que este hombre está viendo la esencia de las cosas y yo veo con él. No me interesa de qué trata el poema. Sólo me interesan los sentimientos que el anhelo del poeta me brinda. Siento su anhelo y lo tomo prestado y tomo prestada la belleza. Y me maravillo ante el hecho de que el poeta, como un verdadero guerrero, la derroche en los que la reciben, en los que la aprecian, reteniendo para sí tan sólo su anhelo. Esa sacudida, ese impacto de la belleza, es el acecho”.

La lectura y la escucha de poemas tienen una facultad que es una de las razones principales por las que a don Juan le gusta la poesía. Y es que el monólogo interno se apaga, los rumores que nos habitan cesan, y su lugar es ocupado por un silencio donde resuenan ecos del infinito, un silencio iluminado por la belleza.

 

 

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¿A cuántos no habrá seducido este antropólogo que hacía literatura? Sus tres primeros libros (“Las enseñanzas de Don Juan”, “Una realidad aparte” y “Viaje a Ixtlán”) fueron un éxito. Muchos fuimos los que los leímos con avidez, hechizados por lo que allí se contaba, y unos pocos incluso dieron el siguiente paso y se marcharon a México en busca de un brujo yaqui que los iniciara en los misterios toltecas.

La realidad no suele coincidir con nuestros fantaseos. Uno de esos aventureros volvió escaldado de su incursión en el desierto de Sonora. El brujo que encontró no lo trató bien, y la comida nacional, demasiado picante para su paladar, no fue de su agrado. Resumiendo, de ese curso en técnicas chamánicas volvió defraudado y con la salud resentida.

Pero lo que no decepciona son los libros de Castaneda. Los tres primeros se gozan como apasionantes novelas. El que presentamos es más sesudo. Los diálogos de don Juan y Carlos versan sobre multitud de temas, que van desde la teoría de la libertad total (el guerrero impecable) al “intento” que es “una fuerza inconmensurable e indescriptible”.

Don Juan Matus es un nagual que tiene respuesta para todo sin caer en la pedantería. Por esa razón resultan tan atractivos sus discursos. Uno se siente tentado, como ese conocido que se fue a México, a asumirlos, a sumergirse en esa otra realidad más fascinante en la que la simple palabra “ver” significa una cosa muy distinta a la acostumbrada.

“Es posible lograr que el punto de encaje se desplace de su posición habitual en la superficie de la bola luminosa, ya sea hacia su interior o hacia otra posición en su superficie o hacia fuera de ella. Dado que la brillantez del punto de encaje es suficiente, en sí misma, para iluminar cualquier campo de energía con el cual entra en contacto, el punto, al moverse hacia una nueva posición, de inmediato hace resplandecer diferentes campos de energía, haciéndolos de este modo perceptibles. Al acto de percibir de esa manera se le llama ver”.

Tampoco el “acecho” es lo que parece aunque se pueda establecer una relación con la definición que de dicho vocablo da el diccionario. El “acecho” es un arte que el nagual explica de esta manera:

“El principio primerísimo del acecho es que un guerrero se acecha a sí mismo –dijo mirándome a la cara-. Se acecha a sí mismo sin tener compasión, con astucia, paciencia y simpáticamente.

Se me hizo chistoso y quise reír, pero no me dio tiempo. En pocas palabras definió el acecho como el arte de usar la conducta de un modo original, con propósitos específicos. Dijo que la conducta normal, en el mundo cotidiano, es rutinaria. Cualquier conducta que rompe con la rutina causa un efecto desacostumbrado en nuestro ser total. Ese efecto desacostumbrado es el que buscan los brujos, porque es acumulativo. Y su acumulación es lo que hace de un brujo un acechador”.

Esta exposición posee un indudable encanto. Es una invitación a convertirse en un acechador y darle una patada a nuestra predecible vida.

Y ese es el tono que utiliza don Juan para abordar lo humano y lo divino. El libro es un compendio de ítems donde no sólo se redefinen las palabras (ver, acecho, punto de encaje, ensueño), sino donde se teoriza (los centros abstractos, el conocimiento silencioso) y se habla del pasado, la muerte, la angustia, la otredad, los ritos, el mal, la imagen que uno tiene de sí mismo…Y las reflexiones son siempre interesantes.

 

 

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“Siempre en los momentos en que el alma humana tiene una vida espiritual más fuerte, el arte revive, pues el alma y el arte actúan recíprocamente y se perfeccionan mutuamente”.

“El artista debe saber que cada uno de sus actos, cada una de sus sensaciones, cada uno de sus pensamientos es el material impalpable, pero sólido, del que nacen sus obras, y que, por eso, no es libre en su vida sino solamente en el arte”.

“Es bello lo que procede de una necesidad interior del alma. Es bello lo que es interiormente bello”.

Kandinsky

En blanco (I)

Fue en un viaje que hizo a una perdida provincia rusa del norte, en su época de estudiante de economía, donde hay que situar cronológicamente las raíces de su abstraccionismo pictórico. En ese lugar vivía una minoría étnica, los zirianos, de cuyos objetos domésticos, fabricados por ellos mismos, quedó prendado el joven Kandinsky.

Los coloristas cofres y ruecas de geométrica decoración estaban dotados de vida. Esos objetos que no habían sido concebidos para la contemplación sino para ser utilizados cotidianamente, eran, sin embargo, de una belleza superior a las pretenciosas creaciones artísticas. Esos objetos, que aunaban la utilidad y la autenticidad, eran una manifestación del alma de los zirianos.

Más aún, Kandinsky percibió que ese ajuar tenía su alma. No eran productos industriales intercambiables sino individualidades, cada una con su historia y su verdad únicas.

El concepto de abstracción en el arte se basa en el descubrimiento de la realidad interior. El método que hay que seguir para lograr ese objetivo de revelar nuevas parcelas espirituales, es la interiorización.

Hay que profundizar en la propia alma, en el alma de la sociedad, en el mundo objetual de las formas y colores. La noción fundamental, la palabra clave, el medio que nos permite emprender ese viaje, que posibilita esa conquista, que conduce a esa experiencia transformadora es la interiorización.

Cuadro con puntas

La esencia del arte abstracto, claramente se ve, es de índole espiritual. Se trata de volver visible lo invisible (Paul Klee). La obra nace de esa necesidad de desvelar lo oculto. Siendo esto lo más importante, el artista debe proceder con libertad absoluta y haría mal en ceñirse a las normas, ya sean de índole técnica, social o moral. La realidad tiene un espesor que no puede traicionar anteponiendo reglas o consideraciones ajenas a su compromiso, que es prioritario.

El ser humano, la sociedad, la naturaleza, las cosas no son meras superficies por las que resbala la mirada. En revelar su vida consiste la tarea del artista, para quien es una obligación descender interiormente y explicitar esa espiritualidad que es la que confiere belleza a una toalla de los zirianos o a un lienzo de Da Vinci.

 

 

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Este libro es un trabajo de depuración y sublimación que se traduce en ochenta y un poemas de palabras precisas donde confluyen la profundidad y la belleza. Sin duda, estamos aludiendo a la esencia misma de la poesía, que no es otra cosa que la aprehensión de la belleza en las múltiples manifestaciones de lo efímero, el desvelamiento de la profundidad en la incesante sucesión de momentos fugitivos, aparentemente tan similares unos a otros, intercambiables, incluso los que han sido marcados por la tinta de un nefasto acontecimiento, pero cuya intensidad empieza a difuminarse, a adquirir ese tono desvaído, ese color sepia con que el tiempo los uniforma. Para contrarrestar ese efecto erosivo, ese trabajo de zapa, esa acción propia de las voraces termitas que amenazan con abatir el edificio de cimientos más firmes nació la literatura, cuya condensación máxima es la poesía.

Ernesto Cisneros Rivera presenta en su poemario un amplio repertorio –en una forma tan rigurosa como el haikú, que es una composición que no admite concesiones ni desfallecimientos– de esas capturas poéticas que fijan y descubren la realidad al mismo tiempo. Lo cual equivale a decir que proporcionan al lector tanto un placer estético como un aporte intelectual que amplía su visión del mundo.

Utilizando el árbol como una metáfora del ser humano, de eso se trata: de hundir las raíces en la tierra nutricia y de desplegar las ramas bajo la inmensidad del cielo.

Es arduo elegir entre los veintisiete cantos, las veintisiete marinas y los restantes veintisiete haikús, que suman en total ochenta y un poemas. Supongo que no es una casualidad que, desde el punto de vista numérico, este libro esté presidido por el nueve.

Ésta es mi personal y arriesgada selección que, en definitiva, sólo es una invitación, palabra cara al autor, a sumergirse en la lectura de «Cantos, marinas y otros haikús”.

 

CANTO XVI

Lo necesario,
lo único, en verdad,
es el silencio.

MARINA IV

Crestas de espuma.
Ondulaciones verdes.
Fluir eterno.

COLIBRÍ

Iridiscencias.
Frenético aleteo.
Sólo un suspiro.

 

 

 

 

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22.-La belleza es la interrelación armoniosa de las partes de un conjunto y de éstas con la totalidad. Es la percepción de orden y sentido en las manifestaciones humanas y en los fenómenos de la naturaleza.
Aldous Huxley dice exactamente: “La belleza brota cuando las partes de un conjunto se relacionan unas con otras y con la totalidad, de tal manera que las aprehendemos en orden y con sentido” (p. 28, Sobre la divinidad, Kairós, 2000).
La belleza es una expresión de la subjetividad humana, pero eso no quiere decir que cualquier cosa, porque alguien lo afirme, sea bella. Ateniéndonos a la definición dada, desde el punto de vista estético y moral hay fealdades incontestables.
La belleza (centrada en el yo, en el sujeto) conforma junto con la bondad (centrada en las relaciones con los demás, en la sociedad) y la verdad (la dimensión objetiva de la realidad) la gran triada que debe presidir todos los actos humanos.
La verdad sobrepasa al yo y al nosotros, es decir, al ámbito de la subjetividad y de la intersubjetividad, erigiéndose en una exigencia de conocimiento más allá de cualquier contingencia. Tal vez habría que decir simple y llanamente en un imperativo de Absoluto.
Manifestaciones de la fealdad son el nihilismo, que es negación de orden y sentido, acompañada normalmente de furor destructivo, y el relativismo, que es una especie de nihilismo menos rabioso. En uno y en otro hay una tendencia de reducción a la nada, aunque a menudo ese objetivo se disfrace de necesidad de hacer “tabula rasa”, requisito indispensable para construir la sociedad perfecta y el individuo feliz. En la práctica, se ha demostrado repetidamente que movimientos de esa índole conducen al totalitarismo y a la cosificación del hombre.
El nihilismo es una negación directa de significados y valores. El relativismo actúa más insidiosamente. Amparándose en la obtención de beneficios inmediatos, revistiendo la apariencia de un proceso razonable, realiza su labor de zapa que persigue el mismo objetivo de demolición social e inflación del ego. Ciertamente, las actitudes relativistas tienen a su favor que, en efecto, a niveles pragmáticos el sentido común aconseja ser flexible y adaptable.
Si aceptamos que la belleza es orden y sentido, esas dos doctrinas, en las que la dimensión subjetiva adquiere un carácter monstruoso, son sumamente feas. Por su desproporción merecerían ser exhibidas en una caseta de feria. Por su ausencia de equilibrio entre las partes, pueden ser definidas como sinécdoques patológicas.
Entre bambalinas se mueve un ego tiránico que no tolera la más leve exigencia de objetividad, que no admite la más leve intromisión, un ego para quien su peor enemigo es todo aquello que lo sobrepasa. Su única aspiración es vivir sola y exclusivamente dentro de sí mismo, pretensión que arropa con discursos engañosos. Su meta es satisfacer sus deseos, que pueden traducirse en las aberraciones sadianas, por poner un caso extremo que ejerce una innegable atracción en ciertos ámbitos intelectuales.
Lógicamente, todo aquello que coarte, frustre o limite ese deseo pone de uñas y es visto como un ataque represor.
En última instancia, el nihilismo y el relativismo se pueden definir como la negación de lo Absoluto, que es el asiento, el lugar de origen de la triada a que se hacía mención anteriormente, la raíz y la fuente de todo.
Para esas doctrinas deletéreas, cualquier cosa puede ser bella. Basta con que alguien se empeñe y, puesto que sólo el sujeto existe, puesto que sólo la subjetividad es real, cómo rebatir esa afirmación. La única forma de hacerlo es, admitiendo la existencia de lo Absoluto y la realidad de la objetividad, remitirnos a esas instancias.
Para dichas doctrinas, la verdad es un cuento chino que depende de multitud de variables y condicionantes. La verdad es un transformista que, según el país y la época, adopta una forma u otra, todas auténticas o todas falsas, eso es algo imposible de averiguar y, en definitiva, irrelevante.
En cuanto a la bondad, tras un buen amasado, la reducen a buenismo, que es una pasta insustancial pero de venta inmediata, un barniz brillante sobre una puerta de melamina. Pero el respeto ha hecho mutis por el foro. El reconocimiento del otro como alguien que puede no compartir mis fijaciones no se contempla. El prójimo sólo es aceptado en la medida en que me refleja, en que me devuelve mi imagen. El prójimo es el espejo en que me miro para comprobar lo guay que soy.
Contemplando la imagen del planeta Tierra flotando en los espacios intersiderales, uno piensa que el ser humano es un milagro similar. ¿Cómo podría existir la Tierra sin ese vacío que le permite gravitar? ¿Cómo puede sobrevivir el ser humano sin ese trasfondo absoluto, que es de donde venimos y adonde regresamos?

 

 

 

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20.- ¿Se puede concebir la izquierda sin la derecha, el día sin la noche o la mortalidad sin la inmortalidad?
Vivimos en una época sesgada que propone todo eso y se queda tan ancha. Y que nadie chiste.
Las grandes creencias han sido barridas. Vivimos en una época desalmada, en el sentido de carente de alma. También propone esto: cuerpos sin alma. Las realidades espirituales son, a lo sumo, objeto de mercadeo o de burla.
Sus lemas son dos: “Todo está permitido” y “Esto es lo que hay”. La única opción viable, correcta y aplaudida es recocerse en su propio jugo aderezado con la salsa del “carpe diem”, con ese delicioso ajilimójili.
El reconocimiento y el aprecio del mundo manifiesto no implican la negación de su opuesto complementario. Pero hablar de ese otro mundo no visible mueve a risa. O sea, hablar de la verdad, de la bondad y de la belleza como atributos divinos y como vías de salvación, hablar de la trascendencia, hablar de Platón, que es de quien parte la filosofía occidental, de la que se ha dicho que sólo son anotaciones a pie de página de la obra del pensador ateniense.
Para rellenar esa laguna de dimensiones oceánicas, proliferan las propuestas de goce inmediato. La reclusión en el aquí sin allá y en el ahora sin antes ni después. La glorificación de la tierra sin cielo. Lo que contemplamos sobre nuestras cabezas son los espacios siderales, el éter, el vacío.
El mundo es un lugar cerrado, un castillo con siete murallas alrededor. Fuera no hay vida, no hay nada.
Este estatus exige la aniquilación del impulso trascendente, el desarraigo de todo brote espiritual.
Nos encontramos en la paradójica situación de querer alcanzar nuevas cotas de libertad sofocándola.

 

 

 

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La fe

[…] Le juste vit vraiment de la foi car elle remplace pour lui la plupart des sens de la nature: elle transforme tellement toute chose qu’à peine les anciens sens peuvent-ils servir à l’âme: elle ne perçoit que de trompeuses apparences […] Les sens nous séduisent par les beautés crées, la foi pense à la beauté incréée et prend en pitié toutes les créatures qui sont un néant et une poussière à côté de cette beauté-là. […] Les sens s’effraient de ce qu’ils appellent des dangers de ce qui peut amener la douleur ou la mort, la foi ne s’effraie de rien, elle sait qu’il ne lui arrivera que ce que Dieu voudra […] et ce que Dieu voudra sera toujours pour son bien […] Ainsi quoi qu’il puisse arriver, peine ou joie, vie ou mort, elle est contente d’avance et n’a peur de rien. Les sens sont inquiets du lendemain, se demandent comment on vivra demain, la foi est sans nulle inquiétude […] Ainsi la foi éclaire d’une lumière nouvelle autre que la lumière des sens […] Ainsi celui qui vit de foi a l’âme pleine de pensées nouvelles, de goûts nouveaux, de jugements nouveaux ; ce sont des horizons nouveaux qui s’ouvrent devant lui, horizons merveilleux qui sont éclairés d’une lumière céleste […]

Charles de Foucauld

El justo vive verdaderamente de la fe, que sustituye para él a la mayor parte de los sentidos de la naturaleza: transforma de tal modo todas las cosas que los antiguos sentidos apenas pueden servir al alma, que sólo percibe a través de ellos apariencias engañosas […] Los sentidos nos seducen con las bellezas creadas, la fe piensa en la belleza increada y se compadece de todas las criaturas que son nada y polvo al lado de esta belleza […] Los sentidos se espantan de lo que llaman peligros que pueden conducir al dolor o a la muerte, la fe no se espanta de nada, sabe que sólo le ocurrirá lo que Dios quiera […] y lo que Dios quiera será siempre para su provecho […] Así, pase lo que pase, pena o alegría, salud o enfermedad, vida o muerte, está contenta de antemano y no tiene miedo de nada. Los sentidos están preocupados por el futuro, se preguntan cómo se vivirá mañana; la fe no tiene ninguna preocupación […] Así, la fe ilumina todo con una luz nueva diferente a la luz de los sentidos […] Así, el que vive de fe tiene el alma llena de pensamientos nuevos, de gustos nuevos, de juicios nuevos; nuevos horizontes se abren ante él, horizontes maravillosos que están bañados en una luz celeste […]

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