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Posts Tagged ‘enfermedad’

269.-Un conocido murió de una enfermedad provocada, según él, por la mezcla de la depresión y los malos hábitos. Él hablaba de somatización. Llega un momento en que la vida mal gestionada nos pasa factura, siendo el cuerpo quien paga los platos rotos.

Era un hombre racional y crítico. En absoluto un sectario. Lógicamente se declaraba ateo, pero era una persona respetuosa que, cuando llegó la hora, supo distanciarse de los camorristas políticos e intelectuales. En este sentido hay que resaltar su honestidad.

Al final, cuando su confianza en la ciencia médica se debilitaba al mismo ritmo que su desgastado organismo, hizo una reflexión que, aunque no pueda decir que me sorprendiera, dado que nunca fue un extremista, me llamó la atención.

Su declaración, que marca uno de los límites a los que puede llegar el hombre actual, la comparto en gran medida.

No era creyente pero reconoció que por razones culturales pertenecía al ámbito católico. Había sido bautizado, confirmado, había hecho la primera comunión…Luego se distanció de ese mundo sin unirse a la horda de sus enfurecidos detractores y destructores. No iba con su carácter ese despliegue de inquina.

Nunca había repudiado su pasado. Ahora que se sabía en la última etapa de su aventura personal, sin alharacas ni penosos exhibicionismos, esperaba ser acogido en esa tradición que consideraba la suya.

Él no era un hombre de fe. Afirmaba que sólo creía en sus semejantes, a los que recurría para resolver sus problemas. No obstante, dijo que siempre había vivido teniendo presente la apuesta pascaliana. O sea, siempre había vivido como si Dios existiera.

Opino que esa apuesta es una triquiñuela filosófica. No niego la fuerza pragmática de ese argumento. Y desde luego esa actitud me parece preferible al nihilismo o al ateísmo.

Según Pascal, de la creencia en Dios sólo se derivan beneficios. ¿Qué se pierde, pues, con creer? Este compromiso implica, al menos así lo entiendo, ajustarse a ciertas pautas morales, atenerse a un determinado comportamiento. Si no es así, no tiene ningún sentido aceptar o no la existencia de Dios.

A asumir silenciosamente la apuesta pascaliana era a lo máximo que podía llegar este conocido, lo cual no es poco. Lo que nunca iba a hacer era dar el salto en el vacío que exige la pura y nuda fe. Creer a pesar del lamentable espectáculo que contemplan nuestros ojos, a pesar del sufrimiento, del absurdo…

Plantear la cuestión de la trascendencia, como hace el pensador francés, en términos de ganancias y pérdidas, o sea, de conveniencia, resulta chocante.

El horizonte de la muerte pone sobre el tapete la cuestión del más allá a la que está indisolublemente asociada la del más acá. ¿Lo que hacemos aquí sirve de algo? ¿Vale la pena alinearse con el bien?

Este conocido, como numerosos ciudadanos, no estaba dispuesto a que el clero hipotecase su vida, pero comprendía que la trascendencia no es sólo la raíz de las religiones monoteístas. Es también la base que todo lo sustenta.

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3

“Siempre fuiste un mal jugador”.

Nada más cierto. El ajedrez no me atraía, por lo que nunca me preocupé de corregir mis fallos, ni siquiera los más flagrantes. A los cinco minutos estaba pensando en otra cosa.

“Contigo no vale la pena medirse”. Y se puso a enumerar mis torpezas, concluyendo que yo era irreflexivo, que carecía de la noción de estrategia, que por las razones antedichas mis movimientos eran contradictorios. Resumiendo, jugar conmigo era como hacerlo con un niño de siete años.

Le pedí que siguiésemos. A pesar de la filípica la partida no había acabado.

El ajedrez absorbía su atención. La mía se dispersaba. Invertía mi tiempo en examinar furtivamente la habitación.

Al no percibir síntomas en su rostro ni en su comportamiento, estudié el entorno en un intento de comprender su drástico repliegue.

Cuando me dio jaque mate, yo estaba descifrando el título de varios libros apilados en la mesita de noche. Eran novelas y un tratado de antropología. En el suelo había revistas. En las paredes reproducciones de famosos paisajistas. El armario estaba cerrado. Allí dentro, aparte de su ropa, guardaría su colección de minerales. En la mesa, junto al tablero, estaban su pipa y el cenicero.

La habitación estaba en orden. Ninguna incongruencia rompía la correcta disposición de muebles y objetos.

4

Han transcurrido tres meses desde la visita. Las noticias me llegan a través de mi madre. Mi primo no sale de su habitación. La familia está alarmada.

Sin duda es un asunto chocante. Mi madre ha vuelto a la carga. Trata de convencerme de que vaya a ver otra vez al enclaustrado. Hasta el momento he resistido.

El recuerdo de la primera visita neutraliza los argumentos maternos. La imagen que guardo no es la de una persona con problemas nerviosos sino la de alguien equilibrado.

Su tranquilidad no me pareció postiza. En cuanto a su destreza mental, quedó de manifiesto en la partida de ajedrez que jugamos.

Sostienen algunos parientes que el mal está agazapado en su personalidad, emboscado en las circunvalaciones de su cerebro. La actitud de mi primo es, según ellos, la prueba irrefutable de que hay un fallo.

Poniendo cara de circunstancias, mi madre afirma que comprende la desesperación de su hermana y su cuñado. Si mi primo diera alguna explicación…

Con esta cuestión se pone algo pesada. Una y otra vez repite: “Si al menos hablara…”. Y me pide de nuevo que le cuente cómo transcurrió la visita.

“¿Ves? Contigo habla” concluye. “¿A eso llamas hablar?” replico.

No iré. A pesar de que no creo que mi primo esté enfermo, me aterra la idea de contagiarme.

 

 

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25
A un verano asfixiante sucedió un otoño seco. La lluvia tardaba en llegar. El campo se cuarteaba y llenaba de sartenejas.

“¡Qué ruina!” era la exclamación más frecuente.

En las hazas aradas la reja había levantado enormes terrones.

“¡Ay!” suspiró la prima de Rufina.

Todo era de color pardo. Ni una brizna de hierba en las cunetas, en las lindes, en el cauce del arroyo que cruzaba el desolado agro.

“Las desgracias nunca vienen solas”.

Rufina, hermética como una esfinge, miraba los sequedales por la abertura posterior de la calesa.

La tierra era una inmensa boca abierta, abrasada por la fiebre, que mendigaba la gracia de un chaparrón.

“No tiene remedio, ¿verdad?”.

El oscuro erial contrastaba con la limpidez del cielo azul.

“Está desahuciado. Es cuestión de días o de semanas”.

“¡Qué mala suerte!” dijo Maroto.

La prima de Rufina, que era tan sensible a los males propios o ajenos como los cachorros lo son a las caricias, no pudo contener las lágrimas.

El traqueteo del carruaje era la única nota discordante en esa apacible mañana otoñal.

26
La calesa se hundía en la bruma donde desaparecía, emergiendo en un recodo de la carretera, tirada por la mula cuya cabeza, como el mascarón de proa de un drakar vikingo, hendía los bancos de niebla.

Arrebujada en su toquilla negra, Rufina imaginaba la enfermedad como los irreparables estragos causados por un ejército de microscópicas y diabólicas criaturas. La imagen era tan vívida que la casera se apretó el pecho con las manos para conjurar la penetración de esos miasmas mortíferos.

Poco a poco Rufina fue relajándose. Sus manos dejaron de presionar su esternón. Otros pensamientos la distrajeron: la cena de Nochebuena, las visitas que debía hacer en cuanto llegara al pueblo, las compras…

Al rato volvió a visualizar esos gérmenes con forma de cabeza, estando ocupada la mitad superior por dos horribles ojos y la mitad inferior por una boca repleta de afilados dientes con los que roían los tejidos.

“¿Por dónde vamos, Maroto?” “Ya hemos pasado el arroyo”.

Recayendo en su obsesión, se representó el mal como la paulatina y maloliente descomposición de la carne. Los órganos se corrompían, se convertían en fiemo, despidiendo un nauseabundo hedor.

A continuación la enfermedad se transmutó en un moho que iba colonizando las vísceras, envenenándolas y reduciéndolas a patatas arrugadas y podridas.

La mula dio una espantada con dos consecuencias inmediatas: meter el carruaje en la cuneta y sacar a Rufina de su morboso estado. La causa del súbito desbarajuste pasó junto a ellos como una exhalación.

“¡Están locos!” clamó Maroto.

Rufina, que se había vuelto rápidamente hacia la abertura posterior, dijo: “Son ellos” “¿Quiénes?” “¿Quiénes van a ser?”.

Sin verlo todavía, Rufina supo que habían llegado al pueblo por los efluvios de la tahona. Aspiró reconfortada el agradable olor de la jara que ardía en el horno, mezclado con el del pan recién cocido.

También el alegre y cercano repicar de las campanas de la iglesia le confirmó que se adentraban en las calles de Las Hilandarias.

¿Por qué sintió de nuevo ese malestar? ¿Por qué esa congoja?

Quiso decir algo pero de su boca no salió ninguna palabra. No podía apartar de su mente la idea de que, cuando regresara al cortijo, don Roberto Delgado habría dejado de existir.

 

 

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21

No sé cuánto tiempo permanecí en ese estado. Si esto era la antesala de la muerte, debía reconocer que no tenía nada de terrible. No había angustia ni dolor. La punzada de la espalda no podía calificarse de tal. El amodorramiento era una invitación a perderse en las propias cavilaciones.

No obstante, había un poso de tristeza que enturbiaba ese momento.

Muerte y lluvia eran dos realidades que se entrelazaban en mi biografía. De la segunda era un enamorado, de su capacidad fecundadora y purificadora, de su música. Pero podía degenerar en diluvio.

De la primera estaba viviendo una experiencia que poco tenía que ver con las otras dos a que me había enfrentado. Una durante mi infancia, de la que guardaba un recuerdo borroso, pero que podía reconstruir gracias al relato de mi madre. Y otra, años más tarde, de la que el protagonista sería Jacinto.

No era a mi madre a quien veía sino a mi padre en el marco de la puerta del dormitorio. A pesar de ser ella quien estuvo a mi lado todo el tiempo, su figura se desdibujaba.

Era la de mi padre la que permanecía impresa en mi memoria con asombrosa nitidez. En el marco de la puerta. Ni dentro ni fuera. Y yo en la cama. Lo peor del proceso infeccioso había pasado. Respiraba con regularidad. Había vuelto a comer. Tenía energía suficiente para ponerme pesado. Mi padre vacilaba. Mi madre estaba en desacuerdo. No paraba de repetir: “Es una locura”.

Fue uno de los inviernos más lluviosos que se recordaban en Las Hilandarias. Desde la cama oía el repiqueteo del agua que tenía desesperados a los vecinos. La palabra más frecuente era “ruina”. Si no escampaba de una vez, todos iríamos a la ruina.

Los agoreros mantenían que, escampara o no, el desastre era un hecho. Y Vicenteto afirmaba que San Pedro no había sufrido nunca un episodio semejante de incontinencia urinaria.

“Va a ser un momento” dijo mi padre, “no va a pasar nada”. Y dirigiéndose a mí añadió: “Un momento, no lo olvides”. Mi madre movió la cabeza en un gesto de desaprobación al tiempo que se acercaba al ropero, de donde sacó mi abrigo.

Me lo puso. Lo abotonó de arriba abajo. Me calzó las botas. Ató los cordones. Sólo entonces permitió que mi padre me diera la mano y me llevara a la puerta de la calle.

Tras tantos días de lluvia ininterrumpida la calle parecía un río. Los sumideros no daban abasto para absorber tanta agua. En la parte baja del pueblo había inundaciones y derrumbamientos de tejados y muros.

“Ya está bien” dictaminó mi madre. “¿Ya?” protesté. “Ya tenemos bastantes problemas y de éste” le dijo a mi padre refiriéndose a mí “no hemos salido todavía”.

 

 

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El destino

¿Qué era el destino? Un disparate mayúsculo. No era necesario recordar ningún episodio propio o ajeno para fundamentar ese dictamen.
Había visto demasiadas veces cómo ese señor de gesto desdeñoso pisoteaba las buenas acciones y se inhibía de las injusticias, tanto de las grandes como de las pequeñas, de esas heridas que sangran largo tiempo, y que con frecuencia cierran en falso.
El destino no era ningún misterio, ninguna fuerza oculta que sellaba la vida de los hombres. Esa palabra no le provocaba tampoco, como a algunos compañeros de habitación, ningún estremecimiento.
El destino era un caballero indiferente al que habían investido de un poder ilimitado e inescrutables designios.
No era más que un dandi con chistera, levita y bastón, en cuyo rostro se pintaba una discreta mueca de asco, como si todo lo que caía dentro de su campo visual, pues no se podía afirmar que él mirase nada en concreto, lo disgustase profundamente.
Para sus compañeros el destino era un enigma que a veces condescendía a revelarse parcialmente mediante signos.
Para él, en cambio, era un petimetre que avanzaba marcando el paso con la contera de su bastón, a buen ritmo, con esa leve contracción de fastidio en la cara, sin reparar en sufrimientos y alegrías.

-o-

El enfermo que ocupaba la cama 127, apoyándose en un codo, se incorporó. Estaba sudoroso y jadeaba ligeramente.
Había tenido otra vez el mismo sueño.
Ese señor vestido como su bisabuelo en un día de gala atravesaba su mente clavando en ella la punta metálica de su bastón.
Se recostó y cerró los ojos. Era cuestión de paciencia. De esperar que las punzadas remitiesen. De que el petimetre se alejase.
No sabía el tiempo que tardaría en desaparecer. En perderse tras una circunvalación de su cerebro.
El afilado extremo del bastón se hundía en su materia gris, y él no podía hacer nada para apresurar el mutis de ese figurón.

 

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