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Archive for the ‘In illo tempore’ Category

Los latidos del corazón resonaban en mis oídos con una nitidez que me erizaba los pelos. La precariedad de la vida quedaba de manifiesto cuando reparaba en que su continuidad dependía de la constancia de ese tac-tac.
El buen funcionamiento de los relojes consistía también en ese sonido uniforme. Cuando la cadencia se apagaba, esos artilugios dejaban de medir el tiempo, de marcar la hora. O marcaban para siempre la misma: aquella en la que sus manecillas se detuvieron, aquella en la que la eternidad se deslizó entre el último tic y el último tac.
La pérdida del ritmo anunciaba la inminencia del fin. Su ausencia era un sinónimo de muerte.
Se puede vivir mudo o cojo. Con un solo riñón. Con algunos metros menos de intestino. Pero el corazón no puede siquiera descansar.
En el centro del pecho, ligeramente orientado hacia la izquierda, es el maestro de ceremonias que dirige el baile con el insistente pum pum de su bastón en el suelo.
Comencé a vigilar mis pulsaciones. Al movimiento de sístole debía suceder el de diástole con isocronismo perfecto. Nada de precipitaciones ni tardanzas.
Me tomaba el pulso a menudo. Si había gente, lo hacía a escondidas, pues esta práctica se había convertido en un hábito y varios conocidos me habían preguntado si me pasaba algo.
Sólo en presencia de Alberto me comportaba libremente e incluso lo hacía partícipe de mi temor. Cuando no me encontraba el pulso, me aconsejaba que lo buscase en el cuello o en la sien. Incluso me lo tomaba él mismo y, una vez contados los latidos, exclamaba: “¡Pero si lo tienes normal!”.
Adquirí la costumbre de golpearme el pecho con la palma de la mano, no en un acto de contrición sino de aliento. De esta forma pretendía estimular la buena marcha de un órgano tan valioso.
Un día, en el autobús, un recuerdo irrumpió en mi memoria. Mi mano dejó de percutir el esternón. Mis dedos se crisparon. Ante mí veía un cerdo abierto en canal y unas enormes tijeras hurgando en su interior.
Volví a escuchar el hurra que lanzó el ayudante del matarife cuando encontró la ansiada víscera. Rebosante de satisfacción, tras cortar venas y arterias, ensartó su trofeo en uno de los extremos de las tijeras y lo mostró a la concurrencia: un corazón caliente y sangrante.

 

 

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Javier chillaba como una rata a la que le hubiesen pisado el rabo. Carrasco le reía las gracias con su risa caballuna. Anita montaba guardia delante de la mesa con el tapeo y las bebidas para impedir el asalto de los desaprensivos. Cuando Javier y Carrasco se acercaban, ella extendía un brazo conminándolos a que se alejasen. Entonces Javier se arrodillaba y le pedía permiso para coger una patata frita o una aceituna. Carrasco lo secundaba diciendo: “¡Déjalo, pobrecillo!”.
Anita, moviendo la cabeza de derecha a izquierda, replicaba: “Todavía no”. Javier fingía entonces llorar amargamente y, para enfatizar la escena, le pedía un pañuelo a su comparsa, que se apresuraba a dárselo.
Enjugándose las lágrimas de cocodrilo, repetía su ruego con voz entrecortada: “Una olivita” “¿No te da lástima?” remachaba el otro gaznápiro. Pero Anita se mantenía en sus trece.
Faltaban Salud y María Jesús, que tenían por norma llegar tarde a los guateques. Marín, el dueño de la cochera, había ido a buscar a Marisa que había prometido venir, pero que no había aparecido.
Marín no sólo tenía que encontrarla sino convencerla de que tomar una copa escuchando música no era algo pecaminoso. Marisa estudiaba en un colegio de monjas donde inculcaban ideas estrictas.
La batalla que Marín debía librar, tenía escasas posibilidades de éxito.
Empezó a cundir la impaciencia. Apoyando a Javier, nos pusimos a corear: “¡Una olivita! ¡Una olivita!”.
Anita se tapó los oídos y se volvió de espalda, pero no cedió. Javier hizo señas a Carrasco de que rapiñara algo mientras él lanzaba un berrido de distracción.
Un paquete de aceitunas rellenas salió volando por los aires y fue recibido con vivas y aplausos.
Por un momento Anita pareció decidida a enfadarse de verdad, pero se limitó a esbozar una mueca de desprecio.
Del sermón que nos habría largado, nos libró la entrada triunfal de Salud, María Jesús, Marisa y Marín. Clavando la mirada en éste último y manoteando desaforadamente, Anita le transmitió su apuro para tenernos a raya.
Salud y María Jesús entraron cogidas del brazo. Marín venía radiante de felicidad. Marisa traía al cuello un fular rojo.
Sentí un malestar indefinible. “Ese fular” susurré. Diego me preguntó: “¿Qué dices?” “Nada”.
A instancias de Marín, que debía habérselo prometido a Marisa, la bombilla central permaneció encendida.
Los recién llegados se quitaron los abrigos y los colocaron sobre los que ya estaban amontonados en una silla. Sólo Marisa siguió enfundada en el suyo. Pero gracias a los buenos oficios de Marín se avino a quitárselo también.
Había observado el desarrollo de los acontecimientos resignándome a lo inevitable. Respiraba a pequeños sorbos. A pesar del bullicio experimentaba una sensación de vacío y silencio.
El fular de Marisa, al que se agarraba con una mano, era rojo oscuro. Ese color me sumergió en un morboso estado anímico. Tenía que sustraerme a su influencia. Tenía que irme para no seguir viéndolo.
Flaqueándome las piernas, salí de la cochera. La sangre me golpeaba en las sienes. Los latidos del corazón resonaban en mis oídos.

 

 

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Miraba a través de la ventanilla del Land Rover distraídamente. Había perdido el gusto por las salidas al campo. Mi padre no sabía esto y seguía pidiéndome que lo acompañara a la granja.
Cuando bajaba a desayunar, mi madre me transmitía su mensaje. Había dejado dicho que lo esperase. Él regresaría en cuanto acabara de resolver un asunto en el banco o en cualquier otro sitio.
Me daba rabia que dispusiesen de mí sin consultarme. No es que yo tuviese nada que hacer, salvo salir a comprar un paquete de cigarrillos y encerrarme en mi habitación donde pasaría el tiempo fumando y leyendo hasta la hora del almuerzo.
Ponía mala cara al enterarme del recado paterno, pero me resignaba pronto. Una negativa habría enconado los ánimos.
Era preferible ceder a escuchar los consabidos argumentos. Podía suceder también que mi padre se enfadase y dijese cosas desagradables.
Por el camino los dos guardábamos silencio. Al parecer a ninguno se le ocurría nada.
En honor a la verdad hay que decir que de tarde en tarde él hacía un comentario, del que yo acusaba recibo emitiendo un sonido gutural.
Por lo general él iba pendiente de la carretera y yo de los árboles que desfilaban a mi derecha.
Al llegar a la granja mi padre llamaba a Rosendo que andaba siempre perdido.
Yo bajaba del coche y observaba sus idas y venidas. Si no localizaba al guarda, me gritaba que, en lugar de quedarme como un pasmarote, me pusiese a buscarlo yo también, pues ni siquiera su mujer sabía dónde estaba.
Rosendo aparecía en el momento en que mi padre empezaba a lanzar maldiciones. Mientras ambos conversaban, yo me acercaba al gallinero.
Las aves, a las que se veía tan felices, paseaban o picoteaban en los comederos cacareando de vez en cuando.
Sin demasiado éxito trataba de llamar su atención golpeando la tela metálica que cubría la ventana corrida. Algunas miraban a su alrededor con el cuello estirado pero, encogiéndolo pronto, volvían a lo suyo olvidadas de ese arrebato de curiosidad.
Si mi padre no me mandaba nada, pasaba el rato vagando por la finca.
Esa mañana lucía un sol espléndido en un cielo sin rastro de nubes. En vez de a principio de marzo parecía que estábamos en plena primavera. La luz encandilaba. Con un verso revoloteando en mi cabeza, posándose en mis labios, clavando sus menudas garras en mi corazón, tomé la vereda que llevaba al río.
Remonté la corriente hasta un paraje poblado de adelfas. El río se anchaba y describía una suave curva con una playa de cantos rodados, blancos y grises. El agua, en la que flotaban hojas inmóviles, estaba en perfecta quietud.
Esperaba encontrar la paz en ese sitio. Esperaba olvidarme de mí mismo. Esperaba descargarme del peso que gravitaba sobre mis hombros.
Me senté en una piedra redonda y pulida y contemplé el paisaje. Los cerros coronados de encinas. Los cañaverales en la margen izquierda del río. Más allá las huertas con sus frondosos naranjos y sus canteros de verduras. Y el molino abandonado.
Cerca de mí había un espino albar que no había florecido todavía. Y dentro de mí la cadencia de un verso alejandrino. El eco de una música que, desde los confines de mi mente, resonaba en mis oídos.

 

 

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Fue una Navidad lluviosa. Sobre el tejado de la cochera repiqueteaba el aguacero. El tocadiscos estaba puesto a todo volumen. La gente gritaba, reía y bailaba. Hacía frío pero nadie parecía notarlo.
El suelo de cemento rezumaba humedad. Diego resbaló y cayó. Se levantó rápido diciendo que no había sido nada.
Cuatro bombillas, dos pintadas de verde y dos pintadas de rojo, colocadas en los ángulos del local, iluminaban débilmente el guateque.
Recostado en la pared y fumando, me mantenía aparte. Los demás achacaban mi retraimiento a la pelea que había tenido con Gloria.
Amigas comunes me comunicaron que no había venido a la fiesta porque no quería verme. También me contaron que había estado llorando.
Anita se quedó hablando conmigo. Tras un rato de cháchara, manoteo y morisquetas, me dio unos golpecitos en el hombro y se fue no sin antes declarar y subrayar con una de sus muecas más conseguidas que no soportaba la tristeza.
El ruido de la lluvia se sobreponía a la música a pesar de lo alta que estaba. Las parejas bailaban agarradas.
No estaba pensando en Gloria. Ni siquiera me ocupé de este asunto después de que me lo recordaran.
Mi actitud taciturna no estaba motivada por ninguna discusión. Además, dado el carácter apacible de la muchacha, era abusivo utilizar ese término.
Se había producido un desencuentro que ella no lograba encajar ni asimilar, que escapaba a su comprensión. No hubo explicaciones por mi parte, sólo verbosidad y juegos de palabras que la mortificaron.
Me preguntaba qué hacía en esa cochera casi a oscuras, adornada con espumillones y bolas de colores.
La pizpireta Anita iba de aquí para allá escoltada por su amigo, parándose a hablar con unos y con otros, mirándome de vez en cuando. Temí que estuviese tratando de convencer a alguien de que me hiciese compañía.
Cuando abordó a Diego y éste afirmó con la cabeza, me horroricé.
Me dirigí a la puerta y la abrí. Llovía tanto que irme, aunque hubiese tenido paraguas, habría sido una insensatez.
Me refugié en el umbral de una casa vecina. Hasta mis oídos llegaban los compases de una canción de moda que el aguacero y los chorros de las canales no ahogaban por completo. Allí esperé hasta que amainó lo suficiente para marcharme sin ponerme empapado.

 

 
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El cero, el infinito
La fiebre, los gusanos
Los desvanes, los sótanos,
Espejos agrietados

El vuelo de una mosca
Los ruegos, las llamadas
Las cornejas, los grajos
Las aguas estancadas

Las luces se apagaron
No iluminan los faros
Los locos se lanzaron
Al mar donde se ahogaron

Y la eterna pregunta
De todo el que vagó
Sin encontrar refugio
¿Por qué yo? ¿Por qué yo?

 

 

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El cansancio afectaba en primer lugar a mi voluntad, que se debilitaba como un enfermo al que le fallasen una tras otra las constantes vitales.
Yo mismo era un enfermo afectado por un mal que me robaba las ilusiones y destruía mis esperanzas.
Al acostarme pensaba: “Mañana será distinto”.
Esta idea me tranquilizaba y me ayudaba a conciliar el sueño. Ante mí se extendían las horas nocturnas durante las cuales se podía producir un cambio.
En algunas ocasiones me había metido en la cama con dolor de cabeza y a la mañana siguiente, al despertarme, había desaparecido sin dejar rastro. O preocupado por un problema que al levantarme me había parecido banal, esfumándose a continuación como por arte de magia.
Pero mañana no era distinto. La noche anterior me había aferrado al pensamiento de una milagrosa transformación, al deseo de caer en un profundo olvido del que emergiese renovado.
Me engañaba. Mañana era igual a hoy, como hoy lo había sido a ayer.

 
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Los hacedores de cultura – y 2
Todos lo tenían por un niño simplón porque no se tomaron la molestia de mirar en su interior. Si lo hubiesen hecho, se habrían asustado.
Justino tenía ramalazos de locura. En su cabeza bullían obsesiones e ideas peregrinas. El único medio efectivo de combatirlas era el viejo camión de su tío, a quien acompañaba en sus viajes siempre que podía.
Él era propenso a marearse. Pero dos incentivos lo ayudaban a sobreponerse. Por un lado, los resoplidos y explosiones del vehículo subiendo las cuestas, al que su tío espoleaba con juramentos y amenazas. Por otro, las fotografías de mujeres ligeras de ropa con que su pariente tenía empapelada la cabina.
La conjunción de ambas circunstancias le producía tal excitación que Justino se olvidaba de todo.
No es por darme importancia, pero fui yo quien le indicó el camino que debía seguir. Él estaba en la cuerda floja.
Mis palabras no cayeron en saco roto. Las semillas plantadas en nuestras conversaciones vespertinas, germinaron y dieron fruto.
Me extiendo demasiado y temo aburrirte. Sólo a los santos les es factible imprimir a sus vidas un giro radical, pasando del pecado a la virtud “ipso facto”.
La mayoría de los mortales necesita un largo aprendizaje. Domesticar a una fiera es una tarea que puede ocupar toda la vida. Incluso teniendo fijado el objetivo, el éxito no está nunca garantizado.
Un momento de debilidad, una grieta en nuestra perseverancia, el desánimo, el hastío, pueden dar al traste con nuestros logros.
Estoy dramatizando. La Cultura, con mayúscula, es una gran madre siempre dispuesta a cobijarnos y consolarnos.
Mi amigo Ángel Méndez, escritor como yo, es de mi misma opinión. Él cita el caso de Eisenstein, a quien la entera consagración al cultivo del séptimo arte salvó del naufragio.
Este hombre, que se codeó con la desdicha y conoció la soledad, encontró en el cine un camino que recorrer. Su vida, pese a estar marcada por el infortunio, fue fecunda. Y eso es lo que cuenta.
Los datos biográficos se diluyen finalmente en el contexto de las realizaciones.
Ya ves con qué facilidad me pongo a divagar. Pensaba escribirte tan sólo cuatro o cinco líneas. Me consta que te inspiro lástima. Y un poco de curiosidad tal vez.
No busco tu compasión ni tampoco tu comprensión. Una y otra me resultan humillantes. Tú sabes que te quiero. Es mucho pedir que me pagues con la misma moneda, lo sé. Contéstame al menos.
Si te fastidian estas disquisiciones, comunícamelo. El tema de la Cultura me fascina. En nuestro último encuentro salió a relucir. Como de costumbre, me limité a escucharte. Tus ideas son tan diferentes a las mías que he sentido la necesidad de exponerte mis propias reflexiones. Quedo a la espera de tus noticias. Siempre tuyo.

 

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Los hacedores de cultura – 1
La cultura, amiga mía, es tan necesaria como el aire que respiramos, como el agua que bebemos, como los alimentos que ingerimos cada día para reponer las fuerzas gastadas.
Viven en nuestro interior monstruos insaciables que, si se les diese la libertad que piden, y que a veces se toman, asolarían la tierra. Por ello, hay que evitar la tentación de soltar las riendas y dejar que campeen a su antojo. Hay que hacer oídos sordos a sus quejas y a sus súplicas.
Esos impulsos dificultan nuestra marcha hacia la plena realización. Si queremos alcanzar esa luminosa meta, no basta con someterlos, debemos dar un paso más y ponerlos a nuestro servicio.
Me guardo de afirmar que el mero propósito sea suficiente. Encauzar esa oscura energía es una tarea difícil y peligrosa.
Esos instintos son fundamentalmente egoístas. Su ceguera es tan grande, y en esto resultan estúpidos, que acaban destruyendo su propio soporte material.
Ser devorado es el destino del incauto que les da no digo alas, sino un margen de movilidad.
¿Crees que exagero?
Habrás oído hablar de Justino Díaz, el famoso corredor de fórmula 1. En los medios de comunicación se ocupan de él a menudo. Acaba de batir un nuevo record en el circuito de Indianápolis.
¿No lo viste en la televisión alzando la copa del triunfo y agitando una botella de champán, con una voluminosa corona de laurel al cuello?
No me asombra que se haya convertido en un as del automovilismo. Lo conozco bien. Los dos crecimos juntos.
Cuando hablo con amigos comunes, el tema de conversación recae a menudo en Justino Díaz. Se muestran perplejos ante la metamorfosis experimentada por un niño tan apocado y endeble como él fue.
No logran comprender cómo alguien de sus características, con unas circunstancias familiares desfavorables, ha podido superar tantos obstáculos y subir al escalón central del podio.
Confieso que a mí no me causa estupor sino alegría.

 

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El guachancho
Animal redondo y lanudo, de ojos como cabezas de alfiler y patas muy cortas, rudimentarias.
Cuando anda, siempre a punto de perder el equilibrio, su esfuerzo resulta cómico. Avanza a duras penas y acaba sin resuello. La posición bípeda erecta constituye un martirio para él.
De pequeño es juguetón y le encanta echarse a rodar, no pudiendo detenerse hasta que choca contra la pared o contra un mueble, donde rebota como si fuera de goma.
De mayor sólo recurre a esa estrategia cuando tiene prisa o cuando quiere escapar a un peligro. Un guachancho adulto evita comportarse como una cría.
Pese a tener desarrollado el sentido de lo que es propio de cada edad, le encanta hacer cabriolas en la intimidad. Si casualmente es descubierto, se aflige tanto que puede llegar a enfermar.
Hablando con propiedad, no es un animal doméstico aunque se adapta a convivir con el hombre.
No es exigente en cuanto a su alimentación. Él mismo se desparasita en un rincón del patio. Nunca en la vida se atrevería a entrar en la casa con los pies sucios o chorreando agua.
Es leal y agradecido. Hace compañía y se le puede confiar una criatura en la seguridad de que velará por ella.
Para tenerlo contento basta hacerle un regalo de vez en cuando. No es necesario que sea caro. Lo que el animal tiene en cuenta es el detalle.
Lo que más le gusta son las cajas de música y las plantas (es un excelente jardinero). Detesta las cintas de colores y los cascabeles.
Pero tiene una sensibilidad a flor de piel. Éste es su principal inconveniente.
En el trato con él hay que ser cuidadoso. Es un termómetro que marca con exactitud el grado de alegría o tristeza ambiental. A sus ojillos ocultos tras los pelos no se les escapa nada.
No es aconsejable dejarlo ver la televisión ni escuchar la radio, pues las malas noticias lo deprimen.
Si no se toman estas medidas, es probable que el guachancho desaparezca y no acuda a nuestra llamada.
En este caso, para evitarle la vejación de nuestra indiferencia, hay que ponerse a buscarlo enseguida.
Lo encontraremos con toda seguridad en un rincón apartado y oscuro.
Con cariñosas palmadas y palabras de consuelo el guachancho se recupera. También surte efecto una argumentación convincente.
No se debe cometer la imprudencia de amarrarlo ni obligarlo a subir escaleras, que son sus enemigos naturales.
Este animal es sólo recomendable para aquellas personas que no pierden los estribos con facilidad. Si su dueño, en un rapto de ira o de mal humor, le levanta la mano, el guachancho muere en el acto.

 

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Una tarde de lluvia
Solían reunirse los fines de semana en una cervecería del Arenal. Cuando la charla languidecía, miraban los carteles de toros que decoraban las paredes.
Últimamente agotaban pronto los temas de conversación de forma que quedaban silenciosos, como hipnotizados por las imágenes taurinas.
Ni siquiera Leonardo, pese a su buena voluntad y a su verbo fluido, lograba reanimar la tertulia con sus bromas. Sólo Julia le seguía el juego sin demasiada convicción.
Cuando llegaban a este punto muerto, cada cual se abstraía en sus pensamientos. Sólo abrían la boca para llamar al camarero y pedir otra ronda.
Esta situación arrancaba del día en que Leonardo comunicó a sus amigos que la empresa donde trabajaba iba a realizar una reducción de plantilla, siendo la otra alternativa declararse en quiebra y cerrar.
Él tenía un contrato temporal, por lo que sería uno de los primeros que despidiesen. Si se quedaba sin trabajo, tendría que dejar sus estudios de ingeniería electrónica, reanudados recientemente, y regresar al pueblo.
Arturo y Ricardo le habían ofrecido su casa. Incluso Julia hizo otro tanto. Su piso tenía, además, la ventaja de estar situado cerca de la Escuela de Ingenieros. Y el inconveniente, como ella misma señaló, de que sus padres vivían con ella. O más bien lo contrario. “Y eso es un rollo” concluyó.

-o-

Un lluvioso sábado de noviembre Julia exclamó: “¡Esto pasa de castaño oscuro! Estamos amuermados”.
Como ninguno de sus amigos se hiciera eco de sus palabras, Julia los siguió pinchando: “Antes hablábamos. Ahora parece que estamos metidos en una pecera, desde donde miramos el mundo rumiando nuestras neuras”.
La chica cogió el bolso, que tenía colgado en el espaldar de la silla, e hizo amago de levantarse.
“¿Adónde vas con este aguacero?” preguntó Arturo. “Y sin paraguas” añadió Leonardo. “Me da igual mojarme” “Te comprendo” dijo Leonardo.
“Si quieres” sugirió Ricardo, “para divertirnos un poco, podemos hacer un balance de nuestras apasionantes vidas”.
“Lo que pasa es que no tenéis imaginación ni ganas de vivir” “Juro que me temía ese diagnóstico” declaró Arturo.
Antes de que la joven, cuyos ojos chispeaban, tuviese tiempo de replicar, Leonardo intervino: “Podemos hacer un ejercicio imaginativo y planear…no sé…un robo a un banco. No un asalto a mano armada, sino un golpe ejecutado con limpieza” “Un trabajo de profesionales hecho por aficionados” precisó Ricardo.
“¿Bromeáis?” preguntó Arturo. “¿Pues no ves que sí?” dijo Julia colgando de nuevo el bolso, “éstos no son capaces de desvalijar ni un kiosco”.
“Un kiosco por supuesto que no” convino Leonardo. “No nos desviemos del tema. Estamos hablando de resolver definitivamente nuestra situación económica” dijo Ricardo.
Y añadió: “Tengo los planos de la sucursal donde estuve trabajando hace dos años”.
“¿Va en serio?” preguntó Julia. “Son necesarias cuatro personas” explicó Ricardo. “¿No es así, Leonardo?”
“Así es, según el plan que apenas esbozamos” “Es verdad que el asunto quedó en el aire. Quizás ha llegado el momento de retomarlo y entrar en detalles” “¿Pero va en serio?” insistió Julia.

 

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