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Archive for the ‘Iniciación al mito’ Category

10
En el salón el fantasma del letrado campaba por sus respetos y se complacía en apretar el cuello a su viuda, a la que a veces faltaba el aire, y en hacer segregar enormes cantidades de bilis a su ayudante y cuñado.

La noche encerraba en su seno sapos y culebras que el espirituoso escanciado por don Roberto iba a liberar por la boca del pálido don Justino.

El ofuscado joven, desde la ménsula de la chimenea, describía lentos movimientos de traslación alrededor de padre, tío y hermana. Hacía escala en el espaldar del sillón ocupado por don Zacarías y continuaba hasta la consola, donde volvía a detenerse y levantaba la tapa de uno de los velones dejando al descubierto el vaso vacío. Luego, con un gesto de cansancio, la soltaba y se quedaba mirando el velón de asa afiligranada y mechas secas.

Su actitud era similar a la que el viejo abogado adoptaba con él cuando, al leer un contrato de compraventa, se saltaba una línea o trastocaba los nombres de las partes.

Al completar su tercera órbita, estalló la rabia de don Justino.

“¡Sacar a relucir en su testamento no sólo a sus hermanas solteras sino también a una hija que tuvo con una criada! ¡Cuartear sus riquezas de forma que ni sus hermanas ni la bastarda ni nosotros recibamos una cantidad decente que nos resarza de tantas humillaciones! ¡Enredar sus disposiciones de tal modo que, mientras se reconocen los derechos de su hija y se da cumplimiento a sus últimos deseos, algunos de nosotros estaremos haciéndole compañía en el infierno! ¡Cabronazo!”

El furibundo don Justino, con su siniestra mano apoyada en la repisa de la chimenea, junto a la indiferente bailarina, al adjudicar ese rotundo tratamiento al finado, no contó con la reacción de la viuda de don Esteban Estébanez, presidente del Real e Ilustre Colegio de Abogados de Sevilla y Hermano Mayor de la Hermandad de la Hiniesta.

Doña Rafaela hija, desencajada, antes que rebatir el juicio de su hermano, vana empresa por lo demás, prefirió abandonar la reunión.

También don Zacarías se levantó y dio unas buenas noches que rebotaron en el tenso ambiente. Ni su hijo ni su hermano respondieron, uno porque piafaba como un caballo, otro porque, testigo de las miserias de su familia, estaba abstraído en sus cavilaciones.

También ellos dos, al cabo de unos minutos, se fueron, primero don Justino y a continuación, tras apagar la lámpara, don Roberto.

Poco a poco los objetos y los muebles del salón recuperaron su identidad perdida durante la acalorada sobremesa. El espectro de don Esteban volvió al reino de Plutón. Los violentos humores se disolvieron en la oscuridad.

Sólo las copas de coñac y la bailarina de porcelana, que conservaban las huellas dactilares de los intrusos, seguían afectadas por el turbión de las humanas emociones. Pero ya ni la bailarina resultaba odiosa ni los velones constituían un símbolo de la inutilidad.

 

 

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9
Por la noche se reunían y hablaban en el salón. Don Zacarías hurgaba en el pasado y desempolvaba recuerdos de malas gestiones, de falsos amigos, de ilusiones varadas. O como resumía brutalmente doña Rafaela madre: “Recuerdos de fracasos”.

Don Zacarías era un fracasado. Había dilapidado su patrimonio. Ningún negocio le había reportado beneficios. Sus socios le habían salido ranas. Pero nada de eso era óbice para que él fuera un hombre alegre y comunicativo.

Por lo demás, ir de derrota en derrota le había proporcionado una sabiduría que, aun siendo inútil a efectos prácticos, le permitía calibrar con exactitud las ventajas e inconvenientes de cualquier empresa humana. Sus juicios estaban cargados de razón. Sus apreciaciones podían pasar por las de un perito.

Tampoco se podía afirmar tajantemente que ese saber no le sirviese para nada. El hecho de vivir del cuento demostraba lo contrario.

Cuando don Zacarías, copa de coñac en mano, evocaba al amigo que emigró a América (“Justamente lo que yo tenía que haber hecho”) o la fábrica de mantecados que quebró, un olor a libros de hojas amarillas y a diplomas de letras góticas atufaba a doña Rafaela madre.

Ella, indefectiblemente, coronaba la intervención de su marido con un comentario mordaz.

“No te veo con un sombrero de palma plantando mandiocas”.

“El dinero se le fue en comprar manteca rancia y ajonjolí”.

A veces, exponiéndose a la fulminante mirada materna, doña Rafaela hija indagaba las causas por las que un negocio se había ido a pique.

“¿Por qué va a ser? Por lo que se malogran las cosas” respondía don Zacarías calentando la copa de coñac entre las manos y haciendo oídos sordos a las pullas que le lanzaba su mujer.

Don Justino, de pie, escuchaba y jugueteaba con un bibelot que había cogido de la repisa de la chimenea. Sus blancos y finos dedos de covachuelista acariciaban distraídamente la pulida superficie de una bailarina que anudaba alrededor de su tobillo los lazos de la zapatilla.

“La fábrica de mantecados era un proyecto que merecía haber tenido éxito” dictaminó doña Rafaela hija. “Es lo que yo digo: las cosas salen bien o mal. Esa salió mal” concluyó su padre.

“Y mientras, yo me pudro en un sórdido bufete” declaró don Justino colocando la figurita de porcelana junto a las otras.

Luego puso su aristocrática mano de azuladas venas junto a la relamida bailarina y se habría dicho que otra pieza acababa de enriquecer la colección.

“No es para tanto” replicó doña Rafaela madre, “ser pasante de un abogado de renombre es condición indispensable para hacerse con el oficio”.

Sobre la pared del fondo, en gigantesco y deformante escorzo, se dibujaban los brazos de la araña de cristal que colgaba del techo.

A medida que el espectro del difunto marido de doña Rafaela hija, que otro no era el abogado de renombre, se posesionaba de los reunidos, los objetos cobraban más autonomía, reclamando la atención de los miembros de la familia.

“El viejo zorro” masculló don Zacarías mirando fijamente la sombra alargada y monstruosa que un velón sobredorado de cuatro picos proyectaba.

“El viejo zorro” repitió don Justino vomitando las palabras.

Doña Rafaela madre, de haber tenido un abanico, habría removido enérgicamente el aire para ahuyentar los poderes sobrenaturales del jurista muerto.

Doña Rafaela hija se había ensombrecido y envarado.

Don Roberto cogió la botella de coñac y sirvió otra copa.

Doña Rafaela madre se levantó y dijo: “Me voy a la cama”.

Subiendo la escalera, se acordó de los sacrílegos tomates y se prometió que al día siguiente hablaría con su cuñado de ese “jardinicidio”. Pero eso sería mañana, cuando la claridad diurna hubiese disuelto el ectoplasma del maquiavélico abogado de chupadas mejillas, consumado artífice de testamentos repletos de cláusulas sine qua non.

 

 

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7
Por detrás de la casa se extendía el descuidado jardín con pérgola y merendero que descendía hasta la orilla del río.

Interpretado por los trabajadores del cortijo como la extravagancia de una antepasada de los Delgado, el jardín era un lugar común en la conversación de los descendientes de esa señora.

Historias peregrinas tenían como escenario ese melancólico espacio en el que los macizos de lirios eran pisoteados por los perros, y los naranjos y los melocotoneros eran expoliados por los jornaleros, a los que Rufina había sorprendido numerosas veces haciendo fructíferas incursiones sin que sus gritos y amenazas bastaran para ahuyentar a esos rateros que no se iban hasta haber llenado sus alforjas.

Don Roberto vivía de espaldas al jardín. Ni las puntuales informaciones de Rufina sobre hurtos y tropelías, ni las cariñosas reprimendas de su cuñada habían logrado hacerle reaccionar.

Las informaciones y las reprimendas, a lo sumo, lo llevaban a tomar medidas provisionales que olvidaba pronto.

Pero esa primavera doña Rafaela madre hizo un descubrimiento que le heló la sangre en las venas. En un rincón habían plantado lechugas, cebollas, pimientos, tomates…

“¡Tú has visto!” exclamó con los ojos como platos.

Al no obtener respuesta de su hija que la acompañaba, repitió: “¡Tú has visto!”.

Espantada por la magnitud del atropello, mientras paseaba la mirada por los bien delineados canteros, añadió: “Es increíble”.

Apuntando con el dedo a unas matas de color verde pálido preguntó: “¿Y eso qué es?” “Parecen habas”.

“¿Habas?” dijo doña Rafaela madre cuyo asombro rayaba en la estupefacción.

8
Doña Rafaela hija fue al encuentro de su tío que, con los brazos cruzados y una pierna adelantada, parecía posar para un invisible retratista. En realidad sólo observaba atentamente las perdices que alambreaban y se removían inquietas en las jaulas.

“¿Qué les pasa?” “La primavera” “¿La primavera?” “Están en celo”.

Su simpleza la hizo sonreír. Y dijo: “No me gustan esos pájaros gordos y petulantes”.

Las perdices picoteaban los barrotes, sacaban la cabeza y la volvían a meter.

“A tus padres, por el contrario, les encantan” “Con arroz” “Por supuesto”.

La pictórica imagen de don Roberto correspondía a la de un hombre maduro, sin estrecheces financieras, discretamente feliz, con un gran caudal de energía que encauzaba a través de la caza.

En ese lienzo ficticio se veía al personaje de perfil, contemplando a una perdiz que asomaba la cabeza por entre los barrotes de una jaula pintada de verde. En verdad no la contemplaba sino que la traspasaba con una mirada que se apropiaba del ave de ceniciento plumaje e iba más allá.

“¿Ves esa hembrita retozona? La tercera por la derecha. Mañana saldrá por primera vez. ¿Te gustaría verla actuar en el monte?”.

 

 

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6
Doña Rafaela madre, sesentona, parlanchina, enredadora, propulsada por un juego de atracciones y rechazos del que ignoraba la clave, tenía, al decir de su marido, una cualidad encomiable: era una magnífica cocinera.

Una vez más, a la hora del almuerzo, todos los miembros de la familia tuvieron la ocasión de corroborar ese juicio.

“Deliciosa” declaró don Zacarías, “la comida ha sido deliciosa. ¿No es así, Roberto?” “Deliciosa, en verdad”.

Doña Rafaela madre, que tenía una idea fija desde que decidieron pasar una temporada en el cortijo, creyó llegado el momento de hacer una alusión.

“Exageráis. Además ya sabéis que mi especialidad son las perdices asadas, las perdices con arroz, las perdices rellenas de pasas…” “La sopa de perdices” añadió don Justino.

Doña Rafaela hija, absorta en la contemplación de las rosas que sobresalían graciosamente inclinadas de un jarrón de porcelana de Limoges decorado con motivos de un cuadro de Watteau, volvió a la realidad y esbozó una sonrisa.

Don Roberto, que conocía de antiguo a su cuñada y sabía por dónde iban los tiros, explicó: “Ahora no es la época de caza de la perdiz…”.

Prosiguió diciendo que los pájaros estaban acollarados. La hembra había realizado la puesta de huevos. En el caso de salir sería necesario utilizar contrariamente a lo habitual un reclamo hembra, habida cuenta de que los machos se hallaban todavía en celo.

“Eso sin contar a los viudos” “¿A los viudos?” “A los que no han conseguido aparearse se les llama así” aclaró don Roberto.

Y agregó: “Pero de esa forma la caza se va a convertir en una masacre. Se elimina, además, la parte más interesante que es, como todo buen aficionado sabe, el combate entre el macho libre y el macho enjaulado.

“El primero se pone furioso con la llegada del segundo. Aunque esté entre rejas, lo considera un intruso al que hay que expulsar en el acto y sin contemplaciones de su territorio. Y se jugará el pellejo para dejar bien sentado quién es el usufructuario absoluto de esa parcela de monte. Es un espectáculo digno de ver”.

“¡Ah!” exclamó doña Rafaela madre. “Pero bueno, por una vez…” concedió don Roberto.

El rostro de la mujer se iluminó. Volvió luego la cabeza hacia la hija de Maroto que quitaba la mesa en ese momento, y dijo: “Esta chica es un encanto”.

 

 

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4
A media tarde empezó a lloviznar. Rufina, en el umbral, bebía a sorbitos el café humeante.

Había aireado las habitaciones de la casa principal, pasado una bayeta por los muebles y mirado las cornamentas de los ciervos, de algunas de las cuales colgaban fustas. Había estirado la colcha de seda roja de la cama con baldaquino, recorrido con un plumero los cuadros que representaban escenas cinegéticas, observando críticamente uno donde un fiero jabato era acosado por los perros. Tampoco le gustaba otro en que un cazador, escopeta en ristre, apuntaba a la espesura donde se adivinaba la presa.

Lo había dejado todo limpio y en orden.

Rufina saboreaba el café mientras veía cubrirse de gotitas de agua los geranios que adornaban el brocal y la base del pozo. La atmósfera estaba fragante.

“¿Arreglaste ya eso?” Rufina asintió y entró en la casa seguida de Juan Riego que calzaba botas con tachuelas y vestía pantalones, chaqueta y chaleco de pana, camisa sin cuello y gorra de paño.

El hombre acababa de cambiar el agua de los bebederos de las jaulas de las perdices y de colocar una hoja de lechuga entre los barrotes. Los machos piñoneaban.

Rufina puso a su marido un vaso de café en la mesa y luego, con el suyo en la mano, se situó de nuevo en el umbral.

5
El Mercedes bordeó el pozo y frenó frente a la puerta principal. Primero bajó don Roberto, que saludó con la mano a la casera, luego don Zacarías, doña Rafaela madre, doña Rafaela hija y don Justino que, secundado por sus progenitores, hiló las trivialidades de rigor sobre las excelencias de la vida campestre.

Rufina se acercó, dio los buenos días y entregó a don Roberto la llave de la casa que ella guardaba durante las cortas ausencias del dueño. Cuando se hubo ido, doña Rafaela madre masculló: “Esta mujer tan seca nunca me ha gustado”.

Los Delgado retozaron en el patio, sorprendidos de la amarillez del albero que lo cubría, cegados por la blancura de las paredes encaladas, borrachos de la claridad y la frescura matutinas.

Esos rincones familiares les producían siempre la misma admiración. Rincones familiares en cuanto conocidos y en cuanto patrimonio común aunque actualmente fuese don Roberto, el menor de los dos hermanos pero el más centrado, el propietario del cortijo.

 

 

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2
A un lado del ataúd estaban don Zacarías Delgado, su esposa doña Rafaela Salzillo, sus hijos don Justino Delgado y doña Rafaela Delgado de Estébanez, estrenando viudez. Al otro lado de la caja de madera de nogal estaban doña Carmen Estébanez y doña Dolores Estébanez, hermanas solteras del finado. En cada esquina ardía un cirio.

La capilla ardiente estaba situada en el piso alto. Don Roberto subió la escalera y enfrentó el cuadro de dolientes.

Los de la derecha, o sea sus parientes, no bien lo avistaron, hubiesen querido lanzarse, de no existir las convenciones sociales y el decoro, sobre el recién llegado y exclamar: “¡Por fin!”.

Sólo doña Rafaela Delgado, con los ojos fijos en el cadáver, abstraída en sus pensamientos, permaneció ajena al visitante.

Don Roberto abrazó a su hermano y a su sobrino, afectados de un jubiloso temblor. Luego retuvo entre las suyas las manos de su cuñada que se esforzaba en componer máscaras trágicas con sus facciones. Pero su chispeante mirada delataba la naturaleza verdadera de sus sentimientos.

Cuando se acercó a su sobrina, esta sonrió. Ella mantenía la compostura en ese velatorio en el que se vertían lágrimas de diversos veneros.

Costeó al difunto por arriba. Una vez alcanzado el lado opuesto, repartió pésames y palabras de consuelo equitativamente entre doña Carmen y doña Dolores, que se cubrían la boca con un pañuelo de encaje.

Tras cumplir con este deber, don Roberto salió a la galería. En el patio con fuente de mármol y macetas de aspidistras y cintas, con una hiedra escalando uno de los arcos y enredándose en la barandilla, se habían congregado amigos y deudos.

En un silencio subrayado por el discreto chapoteo del chorrito de agua al caer en la taza rebosante y luego escapar por un tubito de plomo hacia el invisible sumidero, los presentes esperaban la solemne bajada del féretro.

3
Las últimas lluvias habían operado el deseado milagro. Los trigos habían adquirido un verdor intenso y se habían enderezado. La calesa pintada de amarillo, con la capota levantada, se detuvo en el extremo del camino. Un hombre bajó, abrió la cancela, montó de nuevo y arreó a la mula.

El carruaje circulaba ahora por la carretera, en dirección a Las Hilandarias. Los cascos de la bestia resonaban en el asfalto. El pueblo blanco se elevaba al fondo.

“Conque vamos a tener invitados”.

La mula marchaba al trote imprimiendo a la calesa vaivenes de cuna.

“Conque vamos a tener invitados”.

El sol horadó las nubes y sus rayos hirieron el mar de trigo que cabeceaba a impulsos de la brisa mañanera.

“Conque invitados”.

Rufina miró al hombre y dijo: “Pareces tonto, Maroto. ¿Cuántas veces vas a repetir eso?”.

 

 

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Sevilla 1965

1
Don Roberto Delgado, cómodamente sentado en un sillón de cuero del “Agricultores y Ganaderos”, hojeaba el ABC y miraba a través del ventanal.

A la entrada del Círculo, grupos de hombres conversaban interceptando el paso a los transeúntes y obligándolos a describir complicadas parábolas.

Don Roberto Delgado mezclaba las imágenes del periódico (inauguraciones, intervenciones, declaraciones…) con las del río de gente que, abriéndose en numerosos brazos, sorteaba los escollos.

Mecánicamente pasaba una página del matutino leyendo apenas los titulares y echaba un vistazo al exterior.

Hombres tocados con mascotas hablaban de la próxima cosecha. A menudo volvían la cabeza, como buscando a alguien.

Pasó otra página: Deportes. Cruzó las piernas.

Esos hombres circunspectos, de vez en cuando, dejaban caer un comentario malicioso acompañado de una sonrisilla.

“Rogad a Dios en caridad por el alma de…”.

Don Roberto se incorporó.

“Sus familiares ruegan a sus amistades una oración por su alma y asistan a la misa de réquiem que por el eterno descanso de la misma tendrá lugar…”.

Se levantó y salió del Círculo donde solía encontrarse con su hermano. Había llegado a Sevilla el día anterior.

Se sumergió en el río de gente que abandonó a la altura de la calle Sagasta. Sus cortas estancias en la ciudad estaban dedicadas a solucionar asuntos relacionados con el cortijo, a visitar a Paquita y a deambular.

Plaza del Salvador, calle Córdoba, calle Puente y Pellón. El provincianismo de la antigua Hispalis se manifestaba en este barrio invadido de zapaterías, tiendas de ropa y catetos.

Don Roberto, hombre descastado, mejor que vérselas con su cuñada y su sobrino, e incluso, si mucho lo apuraban, con su propio hermano, prefería charlar y retozar con Paquita. Le tenía, además, un cariño especial a la Alameda de Hércules, donde la atmósfera se impregnaba de olores a guisos caseros y resonaban las voces de los vecinos.

Desembocó en la plaza de la Encarnación, cruzó ese espacio sombreado por frondosos árboles y se detuvo a contemplar a Pomona, pintada de ocre, mostrando a los viandantes su carga de frutos.

La diosa de los jardines le recordaba a una compañera de Paquita que hizo las delicias de sus años mozos. Y en otro sentido diametralmente opuesto a su sobrina, a la que le unía un afecto que lo violentaba en ocasiones.

Don Roberto siguió andando por la calle Regina y la calle Feria. Prevalecía de Sevilla la imagen que se había formado durante su adolescencia, la cual se concretaba en calles estrechas donde el aire se adelgazaba, se hacía fino y penetrante, donde el frescor de los zaguanes penumbrosos lanzaba tentadoras invitaciones.

Avanzaba calmosamente. El bullicio quedó atrás. Nunca había logrado relacionar Sevilla con el esplendor que los libros de historia le atribuían. Esos libros que un lejano día estudiara en aulas de incómodos pupitres en el colegio de los salesianos.

Por fin llegó a la calle Doctor Letamendi. Tres casas después de la tienda de especias estaba la suya.

La tienda era el rasgo más característico de la calle. No podía pasar por delante de ella sin pararse a mirar los saquitos abiertos y coronados de nombres que fulguraban como luces de Bengala: pimienta de Tacari, nuez moscada, madreclavo…

 

 

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dsc_0001-2Este relato gira en torno de la familia Delgado, que constituye el núcleo del proceso de mitificación, así como de los mecanismos que se ponen en funcionamiento para crear personajes y situaciones arquetípicos.

El tiempo juega un papel primordial en el cincelado de una historia de esas características, siendo una de ellas precisamente que acaba escapando a la tiranía de Cronos, rompiendo el círculo en el que quedan atrapados los acontecimientos humanos y erigiéndose en un referente atemporal.

No obstante, los sucesos narrados tienen una fecha exacta, 1965, y tres lugares: Sevilla, el cortijo de don Roberto Delgado y, como telón de fondo y caja de resonancia, el pueblo de Las Hilandarias.

Por un lado están los actores principales: el tío, el padre, la madre, el hijo y la hija (o el tío, el hermano, la cuñada, el sobrino y la sobrina). Por otro lado el coro, encarnado en la cuadrilla de trabajadores, y el público, constituido por los habitantes del pueblo. Entremedias están los necesarios personajes secundarios que sirven de enlace.

Unos generan los hechos, otros los propagan. La hermenéutica y la tasación de los mismos se ponen en marcha desde el primer momento hasta su definitiva fijación e integración en el imaginario colectivo.

Don Roberto Delgado es un hombre maduro, discretamente feliz, al que la caza de la perdiz hará conocer insospechados momentos de plenitud. Su sobrina ha enviudado recientemente. Al resto de su familia, en situación económica comprometida, los planes no le han salido como pensaba.

El traslado de estos parientes en primer grado al cortijo marca el comienzo de ese tiempo fabuloso que culminará en la renovación del mito de la Ártemis griega o la Diana romana. El desencadenante concreto de esa actualización será el pájaro perdiz, tanto en su vertiente cinegética como culinaria, que se convierte en símbolo de este relato, y que es el catalizador de los sucesos que lo jalonan.

 

 

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