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“La Placa Tectónica quiere endulzar la vida a sus visitantes” proclama a través de la megafonía una cautivadora voz femenina. La marea humana se agita.
Los tres o cuatro guardias de seguridad colocados en puntos estratégicos se ven desbordados por ese movimiento instintivo, atávico, arrollador. Así que cesan en sus gestos de apaciguamiento. Aunque no se pueda afirmar que se inhiben de sus funciones, el hecho es que renuncian a controlar ese guirigay.
Los empleados de la pastelería no disimulan su miedo ante la creciente impaciencia de la multitud. Y lanzan una mirada asesina al jefe de la sección cuando a éste se le ocurre decir: “La campaña publicitaria ha tenido una excelente acogida”.
Cada cual está en su puesto. Cuando se escuche una tintineante campanilla, la selecta clientela podrá escoger su pastel favorito, haciéndosele graciosamente entrega en un disco de cartón dorado.
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Una mujer levantó la mano y acto seguido señaló un esponjoso borracho coronado por una guinda rodeada de nata.
“¡Señora, que la campanilla no ha sonado todavía!” exclamaron voces airadas. La mujer, en lugar de achantarse, respondió a las protestas esbozando una mueca que dejó al descubierto sus caninos. Luego clavó sus ojos en la empleada y apuntó de nuevo con el dedo al pastel. La chica uniformada sucumbió a ese gesto imperioso y le dio el empapado bizcocho en su disco dorado junto con una cucharilla blanca de plástico. Éste fue el pistoletazo de salida.
La señora se lo comió en un santiamén, pero no se fue como todo el mundo esperaba. Alguien hizo un comentario mordaz. La mujer, sin darse por aludida, manifestó claro y alto: “No me ha sabido a nada”. Esta declaración fue objeto de un abucheo.
Cuando, tras no pocos forcejeos y empellones, me llegó el turno, comprendí la frustración de la señora de marras. Sus palabras sonaron a guasa, pero estaba ateniéndose estrictamente a la verdad.
6
Los expositores se vaciaban a una velocidad vertiginosa. O la gente no había almorzado o estaba aquejada de bulimia o los pasteles eran tan insustanciales que uno no se sentía nunca satisfecho por muchos que comiese.
Y sin embargo su aspecto era inmejorable de forma que la elección constituía un problema.
Aturdido, recorría con la vista las palmeras de chocolate y de yema, las tartaletas de fresas y de moras, los merengues, los piononos, los almendrados, las milhojas con crema de pistacho…
Finalmente me decido por un dulce de leche y advierto que la señora tenía razón. Ese exquisito manjar no sabe a nada. Es un puro engaño.
Hinco el diente con fruición pero la boca no se me llena. Contemplo el pastel que aparentemente es real. Tiene textura, color, forma. Todas las cualidades que definen a cualquier objeto. Paso mi dedo por encima y compruebo que está blandito. Pero cuando le doy otro mordisco el resultado es tan decepcionante como la vez anterior.
Esto no quita para que me lo coma entero, que es lo que hacen los demás.
A juzgar por su cara de desilusión, todos están teniendo la misma experiencia, pero nadie se da por vencido, nadie abandona, nadie se va.
Todos queremos otro pastel. Y lo queremos ya.
Levanto el brazo para llamar la atención de una de las dependientas que pasa rauda sosteniendo en alto una bandeja vacía, y le grito: “¡Aquí, por favor, aquí!”.

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