Los dos amigos marchaban a buen paso, flanqueados a su derecha por la poderosa presencia del bosque de Tuum. Reinaba un silencio tremendo que ellos se abstuvieron de romper, conscientes de la banalidad de cualquier comentario.
Los dos, a la vez, se sintieron atraídos por un roble barbado, por un milenario habitante cubierto de musgo y de líquenes. A su alrededor crecían los helechos. Había tantas tonalidades de verde que los muchachos se pararon y observaron el árbol de tronco inclinado por el peso de la edad. Berruecos abollados formaban un promontorio en las inmediaciones. Varias rocas parecían haberse escapado del amontonamiento y yacían esparcidas. Una de ellas, con forma de huso, estaba tan cerca del roble que lo tocaba, como si hubiese rodado en su ayuda para evitar que cayera completamente.
Hemón dijo: “Debe de ser el más viejo del bosque”.
El Roble agradecía la calidez de los rayos de sol como un reumático al que aplican una cataplasma de mostaza para aliviar sus dolores. Sus verdes se iluminaban y teñían de amarillo-rojizo, adquiriendo el conjunto una belleza insospechada.
Robusto, de copa ovalada, el Roble recordaba una gigantesca sombrilla volcada a medias por el viento.
Ambos amigos se sobresaltaron cuando oyeron una voz próxima y remota, un sonido ronco que no podía ser calificado de humano, una declaración que en la quietud de ese momento retumbó majestuosa.
“El árbol más viejo es el Tejo de Dewe”.
El follaje del Roble se agitó a pesar de la calma absoluta.
Antes de que les diese tiempo a reponerse de su asombro, el árbol habló de nuevo a los muchachos.
“En su tronco abierto como un libro están inscritos los ciclos de la vida. Él lleva un registro exhaustivo y meticuloso de las eras y los acontecimientos desde que la Isla surgió del Océano. Pero vive en el interior”.
Edu y Hemón, aunque sabían cómo eran los tejos, de los que en el cementerio había algunos, no lograban hacerse una idea de la fisonomía de ese antiquísimo testigo, al que sin duda sería un honor conocer si ello fuera posible.