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Archive for septiembre 2015

18

La desazón se había esfumado. Me alejé sin prisa. No soplaba viento. No se oía el grito de ninguna ave nocturna. Sólo el aguacero. Arrullado por su sonsonete y por las revoluciones del motor emprendí el camino de vuelta.

Eran más de las doce. La noche era una inmensa cúpula de azabache donde, pulida y resplandeciente, bailaba la diosa Kali.

Los faros del Mercedes hacían emerger de las tinieblas a los alcornoques haciendo guardia en los lugares asignados sobre el tapiz verdeante.

Incluso bajo una lluvia recia era agradable el recorrido desde la casa a la salida de la finca. Uno se olvidaba de que también se iba acercando al barranco. El camino estaba trazado en sentido convergente. La doble cancela era el punto más próximo al despeñadero.

Los dueños de Orozuz eran conscientes del peligro que suponía la ubicación de la doble cancela. Su traslado más adentro planteaba un problema de difícil solución debido al mal entendimiento con los vecinos.

Entre la doble cancela y el barranco había poca distancia. La cuneta, que estaba encharcada, y una estrecha franja de tierra en declive. En esta pendiente crecían borrajas y jaramagos.

La casa había quedado atrás. Tan lejana y extraña como si perteneciera a otro planeta. El limpiaparabrisas funcionaba a tope. La visibilidad era aceptable. En cuanto divisé la doble cancela, reduje la velocidad.

Paré y me quedé mirando con irritación el doble cerramiento espléndidamente iluminado por los faros del coche.

Debía reconocer que las quejas y las pullas de Elena estaban justificadas. Fueron ella y Reme quienes salieron siempre. Una sostenía el paraguas y la otra abría y cerraba las cancelas. Alegando que era el conductor, me quedaba en el coche.

Era un fastidio tener que bajar. Ahora más que antes. Y esta misma operación debía repetirla otras dos veces.

Ante mí se alzaba una cancela metálica formada por un tablero rectangular pintado de verde, de cuya esquina superior derecha partía una barra semejante a una hipotenusa hasta el extremo del poste. Se abría obligatoriamente hacia dentro, pues, pegada a ella, había otra que era necesario empujar en dirección contraria.

Esta sucesión de dobles cancelas tenía una difícil explicación. La desavenencia entre vecinos no parecía razón suficiente para perpetrar ese disparate. En total había que franquear seis cerramientos.

No era tarea baladí llegar o salir de Orozuz. A propósito del nombre del alcornocal tuvimos, por cierto, la única conversación durante el viaje. No nos poníamos de acuerdo sobre su significado. Para Elena no tenía ninguno. Reme lo descompuso en “oro” y “azul”. La zeta final la achacaba a la pronunciación andaluza.

Apunté que se trataba del nombre de una planta también llamada regaliz. Al unísono me replicaron que eso era una chuchería de color negro.

 

 

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Entre dos luces (II)

 

 

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17

Incluso en la oscuridad destacaba. Esa mole alargada, curvilínea y elegante era mi coche. Un Mercedes Benz de color café con leche claro, dotado de un potente motor de no sé cuántos cilindros. Conocidos y desconocidos lo piropeaban. A juzgar por su cara de complacencia, todos quedaban prendados del bólido.

Tras manifestar su admiración, venían las preguntas técnicas que ponían de manifiesto mi supina ignorancia. Mi balbuceo y mis incoherencias provocaban también el pasmo de mis interrogadores. ¿Cómo el dueño no sabía al dedillo todos los detalles relativos a esa fabulosa máquina?

A veces cortaba por lo sano. Otras me prestaba a hacer el paripé. Los entendidos y los impertinentes abundaban. He pasado demasiados exámenes en mi vida para que sea de mi agrado responder a ningún cuestionario.

Mi reacción más corriente era hacer un comentario jocoso que pusiese punto final a esa fastidiosa situación. “Lo único que sé es que los coches tienen cuatro ruedas, más la de repuesto” “Yo distingo a duras penas un coche de una moto”.

Cae por su peso que la idea de comprar esa maravilla de la tecnología alemana no fue mía. Me dejé convencer porque las razones esgrimidas eran aplastantes. Mi única defensa se basaba en afirmar que ese coche no iba conmigo. Pero ese argumento subjetivo nadie lo tomaba en serio.

El artífice de este negocio y, sospecho, beneficiario de la correspondiente comisión fue uno de mis cuñados. El coche, de segunda mano, en buen estado, era una ganga se mirase como se mirase. Acabé comprándolo para que me dejaran tranquilo.

Abrí la puerta y me arrellané en el asiento. Me desabroché el chaquetón e introduje la llave de contacto, pero no puse el motor en marcha. El interior estaba tapizado de cuero en un tono ocre a juego con el de la carrocería. Estuve unos minutos con las manos en el volante, sin pensar en nada, oyendo el golpeteo de la lluvia.

Arranqué el coche y encendí las luces. El motor emitió un potente rugido, como correspondía a su cilindrada. Puse en funcionamiento los limpiaparabrisas. En el morro del vehículo se dibujaba con nitidez la estrella de tres puntas.

Di marcha atrás y enfilé el camino. Tenía la perturbadora impresión de que el logotipo del Mercedes me marcaba la dirección. Lo que ocurrió después confirmó ese temor. Némesis se abate sobre quien traspasa sus propios límites.

Mi hibris era el Mercedes Benz, ese coche aparatoso que me sobrepasaba en todos los sentidos. En mi caso, más que de pecado, había que hablar de debilidad, pero ésta también se paga.

Es probable que el coche no haya sido más que el instrumento elegido por los dioses para dar cumplimiento a sus designios. Los cuales pueden coincidir milimétricamente con los deseos del ser humano.

 

 

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Entre dos luces (I)

 

 

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16

El deseo de partir se hizo más intenso. El momento de retirarme había llegado. Seguir allí más tiempo era un acto de violencia contra mí mismo. Y de deslealtad. Había ido más lejos de lo que pensaba. Más allá de los postres.

Sentado en uno de los confortables sillones, al calor del fuego, respondí negativamente al ofrecimiento de Rafael. No tenía ganas de beber coñac ni pacharán ni whisky.

Una sola idea bullía en mi cabeza. Me sentía como el hijo pródigo que, tras haber malgastado su fortuna, se vio reducido a la condición de porquero. De porquero hambriento que disputaba a los cerdos las bellotas. Las bellotas que él mismo dejaba caer a pedradas o lanzando el cayado a las encinas.

Indigno y sucio, lo envenenaba el desasosiego. Entonces se irguió, se mesó las greñas y echó a andar haciendo caso omiso de los empellones y los gruñidos de los cerdos, sabiendo que sólo podía aspirar a ser tratado como uno de los jornaleros de su padre.

Balbucí un pretexto. La atmósfera estaba cargada del humo del tabaco. Saldría al porche a tomar el aire y estirar las piernas.

Reme y Elena mantenían una animada charla con Rocío. Estaba seguro de que ninguna de las dos quería irse todavía. Mi propuesta provocaría un tenso tira y afloja. Elena, repuesta de su decaimiento, intervendría con un comentario sarcástico al que no sabría responder adecuadamente.

Si me iba y las dejaba allí, no les creaba ningún problema. Podían regresar a Sevilla con Eduardo, Olaya o Alonso. O podían quedarse en Orozuz. Mariana estaría encantada de darles alojamiento.

Me levanté y crucé la estancia. Antes de salir cogí mi chaquetón azul marino que estaba colgado en un perchero.

El porche, alumbrado por el farol, tenía un aire tristón. Llovía fuerte. Oí la puerta y volví la cabeza. Eran Elena y Reme.

“Me voy” dije. “¡Con lo que está cayendo!” exclamó Reme. “Nosotras debemos irnos también para dentro. Aquí hace frío” dijo Elena. Al parecer no les importaba que las dejara allí. “Te esperamos junto a la chimenea” dijo Reme al tiempo que ambas daban una carrerita y se metían en la casa.

Solo en el porche, entre los dos pilares de ladrillos moriscos que sostenían el arco central, estuve mirando un rato la cortina de agua. Me tranquilicé. La urgencia de partir se limitó a una simple decisión cuyo cumplimiento daba por hecho.

Vicenteto, como lo llamaban los niños para hacerlo rabiar, era un agricultor cascarrabias. Normalmente renegaba porque no llovía lo suficiente. Acusaba entonces a San Pedro de cicatero. Para Vicenteto, este apóstol era el encargado de las puertas y de los grifos del cielo. En periodos de sequía no paraba de increparlo. “Ya está haciendo de las suyas” repetía una y otra vez.

Aquejado de permanente mal humor, esta noche, dando un giro irreverente, habría exclamado: “¡Ya podía dejar de mear!”.

Levanté el cuello del chaquetón y, haciendo rechinar la capa de grava bajo mis pies, corrí hasta el coche aparcado en un lateral de la casa.

 

 

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Cigüeñas en el campanario

 

 

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15

¿Qué había sido del ratonil Joselito durante este zafarrancho? Sospechábamos que el autor de esta jugarreta era él por dos razones.

Una subjetiva: Joselito nos daba mala espina porque era liante y embustero, aunque él se creía gracioso. Había detalles en su comportamiento que nos hacían recelar.

Otra objetiva: algunos lo habían visto irrumpir con la tropa en el almacén. ¿No tenía que estar dentro con nosotros?

Alguien había salido y había dejado abierta la puerta permitiendo la entrada de esos huéspedes indeseables, a los que con seguridad esa misma persona había avisado.

Nos aplicamos a reconstruir la secuencia de acontecimientos. ¿Quién fue el último que vio a Joselito? ¿Dónde?

En la ropavejería todos lo habíamos visto con una boa de plumas alrededor del cuello corriendo de un lado a otro y haciendo mil monerías. Joselito tenía alma de bufón.

Entre brinco y brinco aprovechaba para dar un pellizco a quien pillara desprevenido. Luego se alejaba gritando: “¡Me ha cogido el culo! ¡Fulano me ha cogido el culo!”.

En cierto momento dejamos de verlo y de escucharlo. Conforme nos travestíamos, regresábamos a nuestro local. Llegamos a la conclusión de que él fue el primero que salió. Estábamos inmersos en el juego y nadie se percató de su desaparición.

Él negó el cargo de traición, pero reconoció que había salido fuera a tomar el aire porque estaba sofocado a causa de los saltos y las carreras. “Cogí un paraguas y di un paseo por la calle” explicó.

Había en su mirada un trasfondo de socarronería que era un indicio cierto de su indignidad. Pero la prueba concluyente nos la suministró un pandillero contrario. Fue Joselito, en efecto, quien apareció corriendo en el bar donde ellos estaban reunidos, y los soliviantó con la noticia.

 

 

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Caminos (XV)

 

 

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