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Archive for septiembre 2015

23

Jacinto Basterra y yo fuimos juntos a la escuela y al instituto. Vivíamos en la misma calle, él en el número veintisiete y yo en el diecisiete. Teníamos la misma edad. Salvo que hubiese surgido una incompatibilidad insalvable, estábamos destinados a ser amigos.

Había, sin embargo, en nuestra pandilla otros compañeros que me eran más afines. Mi gran amigo era Cirilo Cortés. En el otro extremo se hallaba Joselito. Jacinto ocupaba un lugar intermedio.

Pronto dio señales de ser especial. En Las Hilandarias este adjetivo no es un elogio. Jacinto era taciturno y tenía rachas de enclaustramiento. Si salía, presionado por su familia, se mostraba ausente, esquinado. Su comportamiento suscitaba comentarios burlones o compasivos.

Debido al hecho de que nunca me unía a esas reacciones de mofa o lástima, gozaba de su confianza. A veces se sinceraba conmigo.

Un día me hizo partícipe de su temor a que el corazón le dejase de funcionar. Sus latidos disminuían hasta hacerse imperceptibles. Y la angustia se apoderaba de él. El médico no dio importancia a ese síntoma que calificó de imaginario. Ni, en lógica consecuencia, ningún remedio. Pero Jacinto encontró uno por su cuenta.

Cuando advertía que el ritmo cardiaco se debilitaba, se llevaba la mano derecha al pecho y marcaba el compás. Así permanecía hasta que el corazón recuperaba su tono.

Jacinto estaba dotado para la música y tenía una hermosa voz de barítono en la que reparó don Juan, el párroco del pueblo.

Cuando el cura formó el coro de la iglesia, pensó en Jacinto y también en mí. Ambos engrosamos sus filas. No tardó en ponerse de relieve que mi amigo tenía excelentes cualidades y yo las tenía mermadas.

Don Juan, en quien no era descartable cierto grado de malignidad a pesar de su condición eclesiástica y de su fama de majo, cada dos por tres me mandaba callar en los ensayos. Los talentos mediocres no le interesaban. Prefería prescindir de ellos y ahorrarse el trabajo de su educación.

De Jacinto declaraba que era un gran descubrimiento. De su voz clara y vibrante quedaban prendados incluso los legos, cuanto más el párroco de Las Hilandarias.

Proclamaba también don Juan, hombre expansivo y parlanchín, que desaprovechar ese don era un acto de ingratitud, un delito.

 

 

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22

Sin más tardanza, dimos media vuelta y regresamos a mi habitación. Mi madre me había atado las botas con tantas ganas que ahora no podía desanudarme los cordones. Por fin, con un suspiro de alivio, logró quitarme la primera bota. Como estaba de mal humor, no se agachó para dejarla en el suelo sino que la soltó.

En Las Hilandarias los niños calzaban botas con tachuelas o remaches de hierro en la punta de las suelas. Se podría afirmar que herraban a la infancia.

El efecto al andar era chusco. Resbalábamos fácilmente en el adoquinado o en el cemento de las aceras. Salvo la tierra, cualquier superficie pulida era un peligro. Esta circunstancia nos obligaba a ser conscientes de cada uno de nuestros movimientos.

Luego, lo quisieras o no, el choque de los refuerzos contra el pavimento producía un ruido metálico semejante al de las caballerías. Un martilleo que delataba nuestra presencia.

Mi madre, siempre tan cuidadosa, como estaba irritada, olvidó ese detalle y la bota rechinó en el enlosado. Ese sonido le daba dentera. Su corajina aumentó responsabilizando del percance a la lazada que ella misma había hecho.

Ese tintineo puso punto final a mi breve escapada y a la difteria, de la que estaba convaleciente.

La enfermedad empezó como una faringitis. Y ese fue el primer diagnóstico, al que el médico quitó importancia. Pero mi situación se complicó pronto con fiebres altas y las primeras dificultades respiratorias.

Me contaron que estuve en un tris de morir asfixiado. En las crisis de ahogo me arqueaba y retorcía para tragar un sorbo de aire. Extraños silbidos salían de mi pecho. Tenía los labios resecos y agrietados. Y estaba escuálido.

A través del vaho de los cristales eran visibles los hilos de agua, ninguno de los cuales descendía en línea recta. En conjunto, formaban complicados arabescos, extrañas runas que se renovaban sin descanso.

Dada mi situación de inmovilidad, me distraía tratando de desentrañar el arcano lenguaje de la lluvia.

Me sobresalté cuando un tallo largo y delgado golpeó el parabrisas. Supuse que cerca había una zarza. Pero no corría viento. Lo que quiera que fuese se retiró. Me convencí de que ese latigazo había sido fruto de mi imaginación.

Al poco tiempo, doblemente paralizado por el accidente y por la angustia, observé que hacia el coche avanzaba una maraña de ramas finas y flexibles, como si una zarza gigantesca pretendiera envolverlo.

Empapado en sudor, con el corazón desbocado, me percaté de que ese avieso arbusto quería camuflar al Mercedes para impedir que fuera descubierto y yo pudiera ser rescatado.

Los vástagos sin hojas ni espinas se acercaban desde todas partes. Pero tan pronto como llegaron, empezaron a retroceder, limitándose a rozar la carrocería, a fustigarla apenas.

 

 

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21

No sé cuánto tiempo permanecí en ese estado. Si esto era la antesala de la muerte, debía reconocer que no tenía nada de terrible. No había angustia ni dolor. La punzada de la espalda no podía calificarse de tal. El amodorramiento era una invitación a perderse en las propias cavilaciones.

No obstante, había un poso de tristeza que enturbiaba ese momento.

Muerte y lluvia eran dos realidades que se entrelazaban en mi biografía. De la segunda era un enamorado, de su capacidad fecundadora y purificadora, de su música. Pero podía degenerar en diluvio.

De la primera estaba viviendo una experiencia que poco tenía que ver con las otras dos a que me había enfrentado. Una durante mi infancia, de la que guardaba un recuerdo borroso, pero que podía reconstruir gracias al relato de mi madre. Y otra, años más tarde, de la que el protagonista sería Jacinto.

No era a mi madre a quien veía sino a mi padre en el marco de la puerta del dormitorio. A pesar de ser ella quien estuvo a mi lado todo el tiempo, su figura se desdibujaba.

Era la de mi padre la que permanecía impresa en mi memoria con asombrosa nitidez. En el marco de la puerta. Ni dentro ni fuera. Y yo en la cama. Lo peor del proceso infeccioso había pasado. Respiraba con regularidad. Había vuelto a comer. Tenía energía suficiente para ponerme pesado. Mi padre vacilaba. Mi madre estaba en desacuerdo. No paraba de repetir: “Es una locura”.

Fue uno de los inviernos más lluviosos que se recordaban en Las Hilandarias. Desde la cama oía el repiqueteo del agua que tenía desesperados a los vecinos. La palabra más frecuente era “ruina”. Si no escampaba de una vez, todos iríamos a la ruina.

Los agoreros mantenían que, escampara o no, el desastre era un hecho. Y Vicenteto afirmaba que San Pedro no había sufrido nunca un episodio semejante de incontinencia urinaria.

“Va a ser un momento” dijo mi padre, “no va a pasar nada”. Y dirigiéndose a mí añadió: “Un momento, no lo olvides”. Mi madre movió la cabeza en un gesto de desaprobación al tiempo que se acercaba al ropero, de donde sacó mi abrigo.

Me lo puso. Lo abotonó de arriba abajo. Me calzó las botas. Ató los cordones. Sólo entonces permitió que mi padre me diera la mano y me llevara a la puerta de la calle.

Tras tantos días de lluvia ininterrumpida la calle parecía un río. Los sumideros no daban abasto para absorber tanta agua. En la parte baja del pueblo había inundaciones y derrumbamientos de tejados y muros.

“Ya está bien” dictaminó mi madre. “¿Ya?” protesté. “Ya tenemos bastantes problemas y de éste” le dijo a mi padre refiriéndose a mí “no hemos salido todavía”.

 

 

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20

El profundo barranco estaba formado por dos laderas abruptas, una de las cuales se angulaba por ambos extremos. Visto desde arriba, este vasto hoyo parecía una mina a cielo abierto o la boca de un pozo descomunal.

Encajonado entre rocas desprendidas de las pendientes, corría un arroyo cuyo caudal iba en aumento. En el barranco, donde entraba con dificultad, se convertía en un pavoroso hervidero a causa de la estrechez y los bloques de piedra. En este tramo el arroyo crecido se transformaba en rabión.

Una vez ganada la salida, la impetuosa corriente se aquietaba y no infundía ese temor reverencial que inspiraba su paso por el despeñadero.

Durante la época seca, este lugar no era más que una hondonada donde se amontonaban los berruecos sobre los que tomaban el sol las lagartijas. Un recinto inhóspito donde apenas subsistían vestigios de humedad. En contraposición a esta imagen de inocuidad, la que ahora presentaba, entre mugidos y borbotones de espuma, era sobrecogedora.

Las laderas del barranco estaban casi desprovistas de vegetación. Tan sólo matas dispersas de jara y aulaga y algunos chaparros esmirriados habían logrado enraizar en ese terreno escarpado y pobre.

El Mercedes cayó de lado. Tras estrellarse, dio varias vueltas hasta quedar detenido por un peñasco. Al poco tiempo empezó a girar suavemente, como si alguien lo estuviera empujando con delicadeza, y siguió rodando hasta abajo donde chocó contra las rocas, inmovilizándose definitivamente.

El coche quedó volcado de la parte del conductor. Yo estaba conmocionado pero no había perdido el conocimiento. Aunque no las veía, cerca de mí sentía las aguas del torrente y, sobre todo, un dolor punzante en la columna vertebral.

El limpiaparabrisas no funcionaba pero el cristal estaba intacto. Una lasitud, que podría calificar de agradable, se adueñó de mí.

Esta semiinconsciencia trajo consigo una relativización de mi estado. Me había despeñado. El fragor del arroyo desbordado era una cansina melopea que se entremezclaba con la del aguacero.

Tal vez tuviese uno o varios huesos rotos. Tal vez estuviese herido.

El sopor me iba ganando. No podía ni quería luchar contra esa flojedad. Sobre el cristal las gotas de agua se fundían unas con otras creando sinuosos regueros. Estos chorros se entrecruzaban formando un diagrama en perpetua transformación.

El cristal se fue empañando y esa maraña de líneas empezó a difuminarse.

 

 

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19

Eché el freno de mano, abroché los botones con un ancla de mi chaquetón y abrí la puerta presionando con el codo. De prisa y corriendo, como en una de esas secuencias aceleradas del cine mudo, salí del coche, descorrí el cerrojo de la cancela y tiré de ella. Luego, empujándola, abrí la segunda cancela, que era un armazón de tablas sujeto con un pestillo.

Por fortuna no soplaba viento. Así que no había peligro de que se cerrasen solas. Cuando regresé al vehículo, tenía las perneras empapadas.

Me alisé el pelo con las manos y fui a sacar el pañuelo del bolsillo del pantalón para secarme la cara. Pero un potente haz de luz me encandiló.

Arrugando los ojos, vi avanzar a todo gas un coche, probablemente un todoterreno. Los faros altos despedían ráfagas intensas. El conductor traía puesta la larga. A pesar de que yo tenía encendidas las luces y debía haber advertido mi presencia, no redujo la velocidad.

Tuve un ataque de pánico. Yo estaba en mitad del camino y ese insensato conducía como si no hubiese nadie. La embestida iba a ser frontal.

Quité el freno de mano, metí la marcha atrás y aceleré.

Las ruedas rebotaron en la cuneta. Como consecuencia del salto perdí durante unos segundo el control del volante.

De pronto me vi patinando en la pendiente que acababa en el barranco. El agua y la tierra habían formado una resbaladiza capa de lodo. Los hierbajos no contaban para nada.

Di varios volantazos que no evitaron el derrape. El Mercedes, trazando un garabato sobre el barro, se precipitó en el vacío.

Y fui tragado por la negrura de la noche. “Llamadme Jonás” pensé.

Las tinieblas me engulleron. Me hundí en ellas pesadamente, llevado por la inercia de la caída. Una certeza me asistía: tarde o temprano tocaría fondo. Tarde o temprano el coche se estrellaría.

 

 

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