La Burocracia
Benjamín Medina confiaba en los demás. Creía que todos los seres humanos estaban hechos de la misma sustancia, que las diferencias existentes entre unos y otros eran adjetivas.
Contra todo lo que implicase una humillación se rebelaba nuestro personaje, para quien no había distintas clases de hombres, aun aceptando que las situaciones personales varían dependiendo de la profesión de cada uno.
No tiene la misma responsabilidad un ordenanza que un director, se decía, pero como ambos, desde sus puestos de trabajo, tienen que servir a la comunidad, uno y otro realizan una labor meritoria y necesaria.
El respeto y la conciencia de servicio, planeando por encima del ministro y del ujier como águilas majestuosas, debían bastar para que la maquinaria social no chirriase demasiado ni sufriese graves averías.
Con semejantes convicciones, Benjamín estaba condenado a chocar con la Burocracia.
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Sus desventuras empezaron el día en que tuvo que resolver un asunto legal. Se entraba en el palacio remozado por una enorme puerta tachonada de clavos. En el vestíbulo, del que partían dos escalinatas de mármol, vio ciudadanos solitarios con papeles en la mano.
Se dirigió al mostrador de información y, tras aguardar el tiempo correspondiente, le indicaron que debía subir a la segunda planta.
Allí se encontró con otra cola de contribuyentes y un cartelito con el horario de atención al público: de diez a una.
Preguntó Benjamín si cerraban a la hora en punto o si seguían atendiendo mientras hubiese alguien a la espera de realizar sus gestiones. Recibió por respuesta una sonrisita burlona.
“¿Y si se trata de algo urgente?” insistió. “Es su primera vez, ¿verdad?” dijo una señora rubia.
Tras consultar el reloj, mirar la fila y calcular su avance, Benjamín suspiró y se fue con la intención de regresar al día siguiente más temprano.
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El contacto con un medio tan hostil como el burocrático lo irá endureciendo. Durante el largo viacrucis que lo llevará de un despacho a otro, de una antesala a otra, de un mostrador a otro, tendrá ocasión de conocer a la fauna de displicentes chupatintas que apenas se dignan mirarte mientras te desvives por explicarles tu problema.
De un vistazo aprenderá a distinguir al capitoste del simple empleado por detalles nimios que pasarían desapercibidos a un observador no avezado, tales como la manera de escuchar con la boca entreabierta lo que le comunica un subordinado, o con la cabeza ligeramente echada hacia atrás y los labios apretados como si fuera a embestir en el caso de que abusen de su paciencia.
Acechará al personajillo que, si quisiera, agilizaría los trámites. Se esconderá en los lavabos para asaltarlo y recordarle que hace ya tres meses que habló con él y todavía no ha recibido ninguna contestación.
Correteará como un perrillo faldero detrás de un señor pertrechado con una carpeta de documentos, de una seriedad descorazonadora, que sale de un negociado y se mete en otro con aires de marajá.
Sufrirá, en definitiva, tras esta drástica experiencia, un cambio que se traducirá no sólo en la apostasía de sus creencias y en la renuncia a sus ideales, sino en el fervoroso deseo de convertirse en un rutilante burócrata.

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