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Archive for the ‘Una apariencia de normalidad’ Category

Íbamos a echar un magnífico día de campo. Nos dimos cita en una plaza de Las Hilandarias. Reinaba el buen humor. Una comida al aire libre es un acontecimiento festivo.
Entre risas y bromas esperamos a que llegasen todos para ponernos en marcha. Nos dirigimos andando a un lugar situado a cuatro kilómetros del pueblo, en la dehesa Boyal, a orillas de un arroyo flanqueado de adelfas y rosales silvestres.
Aunque al principio discutimos sobre dónde vamos a ir, al final siempre acabamos en ese paraje, por el que tenemos querencia.
Una buena parte del camino discurre entre dos muretes de piedras sueltas. En el cielo, hay nubes blancas que se alargan y curvan en incipientes espirales. El aire frío y la atmósfera transparente tonifican el espíritu. Estos días soleados de invierno son una bendición.
Soltamos las mochilas y las bolsas al pie de una añosa encina y vamos en busca de leña. El círculo de piedras ennegrecidas donde hacemos fuego, está en su sitio, tal como lo dejamos la última vez.
Si guardamos silencio, se escucha el murmullo del arroyo. Debido a las rocas que jalonan su recorrido, el agua se abre en numerosos brazos. Hay tramos del cauce que están tapizados de musgo, y otros que están pavimentados de guijarros grises y blancos.
No recuerdo quién fue el primero en darse cuenta y señalarlos con el dedo. La comida se nos atragantó.
Estaban posados en las ramas más altas de la encina, inmóviles como estatuas, y nos observaban.
Las sardinas empezaron a requemarse, pero nadie pensó en sacarlas del fuego.
Con la tostada empapada de aceite en una mano, tan quietos como ellos, éramos la imagen del alelamiento. Sólo faltaba que se nos cayera la baba de la boca entreabierta.
No se nos ocurrió que quisieran atacarnos, si acaso arrebatarnos la comida. O tal vez estaban esperando para dar cuenta de los restos. Esto último parecía improbable.
Por su forma y tamaño me recordaron a una sirena, aunque esos pájaros permanecían obstinadamente callados. Sólo se escuchaba el rumor del arroyo.
Daban tal sensación de pesadez que uno se preguntaba cómo podían volar. Su plumaje negro como el hollín tenía reflejos metálicos. Las garras de afiladas uñas estaban plantadas sólidamente en las ramas del árbol.
Pero lo que nos dejó fuera de juego fue otra cosa. Esos tres grajos gigantes y rechonchos tenían cabeza humana.

 

 

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                                    V
En cuanto entré en el recinto ferial, me encontré con mi paisano Aniceto Márquez que me enseñó jubiloso un libro sobre el mar Rojo. Era el único que le quedaba para completar la colección.
Espurreando saliva debido a una mella en su dentadura, me habló del mar Negro, del mar Caspio y del mar Muerto sin solución de continuidad. Los conocía tan a fondo que se tenía la impresión de que eran parientes suyos por los que sentía un gran aprecio.
Aniceto, que tiene fama de espabilado, y sin duda lo es, me mostró una vez más el ejemplar recién adquirido y se fue la mar de feliz.
En numerosas casetas exhibían ediciones de lujo, libros de gran formato, magníficamente encuadernados, que contrastaban con las modestas colecciones de bolsillo.
Había también objetos originales y lujosos, innegablemente caros. Un estuche forrado de terciopelo azul con tres mazos diferentes de cartas de tarot atrajo mi atención.

VI

Tras mi visita a la feria busqué una cafetería por los alrededores sin encontrar ninguna de mi agrado.
Andando de acá para allá acabé extraviándome y preguntándome qué hacía en una desconocida galería comercial adonde había ido a parar.
Salí a una calle peatonal pavimentada de losas blancas. Contemplé a los viandantes que paseaban tranquilos, y más lejos los árboles de un parque cuyas copas oscilaban levemente.
Ése era el lugar idóneo para relajarse. Pero las piernas se me pusieron pesadas. A medida que me acercaba, el esfuerzo que debía realizar era cada vez mayor.
Si andaba despacio, podía seguir avanzando con dificultad, pero en cuanto aligeraba el paso, los pies se quedaban clavados en el suelo.
Mi situación empeoró cuando miré el reloj. La hora de estacionamiento había transcurrido, de forma que podían ponerme una multa e incluso retirar el vehículo.
La bomba de relojería de la angustia empezó a hacer tictac en mi pecho.
Tenía que irme, salir de la ciudad. Ante mi vista nublada se extendía la carretera como una promesa de libertad. Mis manos sudorosas se agarraban a un volante imaginario. Soñaba con el viento que entraba por la ventanilla.
Di media vuelta y, luchando contra mi disnea y mi parálisis, confiando más en mi instinto de supervivencia que en mi sentido de la orientación, me dirigí a la calle donde había aparcado el deportivo rojo.

 

 

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                                          III
El corazón me dio un vuelco y me rompió un sudor frío. “¿Te has vuelto loco?” grité.
Esteban, que se había puesto a adelantar coches de forma suicida, no me escuchaba.
A pesar de los bocinazos e insultos de los iracundos conductores, mantuvo la presión sobre el pedal.
Estaba poseído por un demonio y no atendía a razones. No se podía hacer nada salvo dejar que se estrellara.
¡Pero yo no quería acabar hecho papilla!
Milagrosamente, cuando íbamos a estamparnos en un muro de cemento, logró frenar a escasos centímetros.
Dos policías con cara de vinagre se pararon a nuestro lado y le hicieron a Esteban la prueba de la alcoholemia, que dio negativa.
No había bebido nada. Él hace las locuras y las idioteces completamente sobrio.
Luego los policías le pidieron los papeles y descubrieron con evidente fruición que iba indocumentado.
Arrestaron a Esteban y se informaron de si yo tenía carnet de conducir. Respondí afirmativamente. En vista de mi palidez, me preguntaron si podía hacerme cargo del deportivo rojo. Volví a responder que sí.

IV

Miré al Alfa-Romeo como a un enemigo declarado. Intuía que mis problemas no habían concluido.
No me gustaban ni el color ni la forma del coche.
Uno de los policías me aconsejó que buscase un aparcamiento, y que descansase antes de tomar una decisión.
La decisión ya estaba tomada: regresar al pueblo. Pero no estaba en condiciones de viajar hasta que se me pasara el susto. Así pues, seguí la indicación del agente y busqué un lugar donde dejar el deportivo.
En Sevilla no es tarea fácil encontrar aparcamiento y aún menos en el barrio donde estaba. Me senté al volante y empecé a dar vueltas.
A causa de mi nerviosismo y de mi contrariedad me hice un bonito lío con los pedales del coche.
Como dudaba del emplazamiento del freno, del acelerador y del embrague, los pies se me enredaban como si estuviesen marcando los pasos de un baile desconocido.
Pasé junto a la Feria del Libro. En una calle cercana, que era zona azul, encontré una plaza libre.
Me di prisa en estacionar el deportivo y me dirigí al parquímetro en el que introduje el único euro que tenía en el monedero. Eso significaba que disponía de una hora.

 

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                                        I
Nos dirigimos a la vivienda que habían alquilado unos extranjeros en la calle Tercia. No es que Las Hilandarias se haya puesto de moda y haya entrado a formar parte de los “tour operators”. Pero de vez en cuando recalan en el pueblo británicos, alemanes o franceses. Incluso escandinavos. Es el signo de los tiempos.
La idea fue de Esteban. Teniendo en cuenta que a duras penas chapurrea un poco de inglés, su habilidad para relacionarse con todo el mundo es admirable.
Estos visitantes en concreto de cuya nacionalidad no me enteré, no hablaban apenas español. Casi se puede afirmar que no hablaban.
Mi amigo entró como Pedro por su casa, como si fuese uno más de la familia. Su desenvoltura es para mí otro motivo de asombro.
Se coló o nos colamos de rondón. Cruzamos el zaguán, la habitación de en medio y el comedor, desembocando en el patio sombreado por una parra, al fondo del cual había un cobertizo donde estaban los rubicundos forasteros jugando a las cartas.
Nos acercamos y contemplamos durante un rato cómo jugaban en silencio. Nadie dijo nada, ni ellos ni nosotros. Cuando nos cansamos de mirar, nos dimos media vuelta y nos fuimos.

 II

Esteban me propuso entonces dar un paseo en coche. Yo pensaba que ni siquiera tenía carnet de conducir.
Respondió a mi gesto de extrañeza con una sonrisa pícara en la que leí: “En cualquier caso tengo coche”.
Se trataba de un magnífico deportivo rojo.
Como me temía, Esteban era un conductor impulsivo. Rápidamente me arrepentí de haber aceptado su invitación, aun siendo consciente de que habría tomado a mal mi negativa.
Desde luego, montarme en ese bólido con Esteban al volante era una temeridad sin perdón de Dios.
El aerodinámico Alfa-Romeo llegó a Sevilla en un abrir y cerrar de ojos. Tras el vertiginoso viaje, empezamos a recorrer la ciudad como dos turistas ansiosos por descubrir rincones típicos.
Cada vez que Esteban apartaba la vista de la calzada para mirar a un lado o a otro, yo sentía un cosquilleo en el estómago. Su aparente seguridad incrementaba mi inquietud.
Sin venir a cuento dio un acelerón. Estas reacciones impredecibles y estúpidas impiden que uno pueda fiarse de él.
Hasta ese momento se había comportado prudentemente, pero en un acceso de hastío decidió tirar por la borda su sensatez.

 

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I
En cuanto me enteré, salí corriendo para verlo con mis propios ojos. Si era verdad, me llevaría un buen disgusto. Tal vez fuera una exageración.
Los vecinos son muy dados a hiperbolizar y a tergiversar. Es una actitud incomprensible e irritante. De lo que me cuentan creo la mitad o todavía menos, según el informante.
Hace tiempo que mi candidez se esfumó y que dejé de tomar al pie de la letra las fantasías y delirios de los hilandarios.
La fuente de la Catana, situada entre la carretera a Besoto y las últimas casas del pueblo, es un lugar con historia. Hay lienzos de muros y cimientos de villas romanas.
El agua de la fuente da nacimiento a un arroyo bordeado de berro, mastranzo y plantas aromáticas. Sombrean sus orillas álamos plateados que hacen más ameno este paraje al que íbamos a jugar cuando salíamos de la escuela, y a pasear y charlar en nuestra adolescencia.

II
Por una vez la noticia se ajustaba a la realidad. Una hoya gigantesca se había tragado el manantial, los restos arqueológicos, las rocas y los árboles.
Contemplé espantado esa depresión profunda y desolada, ese cráter inhóspito sin rastro de verdor. Parecía como si hubiese caído un meteorito calcinándolo todo.
Los numerosos curiosos comentaban con voz incrédula cómo había podido formarse semejante agujero de la noche a la mañana.
El Sapo estaba también allí. Se trata de un individuo cobardón, de verborrea ininteligible, aficionado a gastar bromas pesadas cuando se siente respaldado por otros o protegido por el anonimato.
Se acercó con los carrillos hinchados por la risa que a duras penas podía contener. Al parecer ese desastre le hacía gracia. Venía acompañado de tres amigotes.
Instintivamente me retiré del borde de la hoya.
El Sapo se detuvo a escasa distancia de mí y se cruzó de brazos. Era la personificación de la indignidad.
No dijo nada ni yo tampoco, como si no nos conociéramos.
De vez en cuando volvía la cabeza y lanzaba una mirada de connivencia a sus acompañantes. Como recordaba bien de nuestra infancia, era el mismo gesto de incitación que utilizaba para perseguir a un niño y correrlo a pedradas.
Observé que su cara cambió de expresión adquiriendo un aire bovino. De repente yo había dejado de interesarle. Incluso retrocedió algunos pasos y luego se alejó a toda prisa.
De la hoya salían escarabajos negros de brillo metálico, ciempiés que se desplazaban presurosos, hormigas de descomunales mandíbulas que avanzaban en desorden, cucarachas rubias de largas e hiperactivas antenas…

 

 

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I
Viví en Huelva varios años, en el animado barrio de Isla Chica. Mi piso, en una tercera planta sin ascensor, estaba cerca del estadio de fútbol.
Huelva fue un refugio. No es que yo huyese de nada. En cualquier caso, en esa ciudad provinciana me sentía relajado y fuera del alcance de viejas historias.
Un día, dos amigos y yo fuimos a visitar una exposición histórica en el museo.
El ambiente primaveral, los jacarandos en flor y la placidez de esa hora invitaban a disfrutar del paseo en silencio.
A mi derecha iba Román, que tiene el raro don de saber escuchar. Sonriente y reservado, las preguntas personales lo incomodan. Pero tras sus buenas maneras se descubre a alguien decidido y disciplinado. Si tuviera que destacar un rasgo de su personalidad, señalaría la firmeza.

II
El encuentro se produjo a la altura del barrio de los Ingleses.
Ella esbozó una sonrisita que interpreté como: “¡Te pillé!”.
Venía de frente, acompañada de dos jóvenes a las que seguramente iba aleccionando, una a cada lado.
Qué podía estar haciendo María Rosa en Huelva.
Tras los saludos y presentaciones me entraron unas ganas locas de largarme.
No sabía de qué hablar ni qué actitud adoptar.
Como María Rosa disfruta con las situaciones difíciles, fue ella la que llevó la batuta.
Cuando me llegó el turno de intervenir, no desaproveché la ocasión de meter la pata.
Saqué a colación a su hermana, a la que había visto recientemente en Sevilla. A continuación recordé que las relaciones entre ellas eran tirantes.

III
¿Y qué hacía allí? Acabé preguntándole.
Sus dos amigas y ella iban al museo. El corazón me dio un vuelco.
“¿Al museo?” repetí estúpidamente.
En realidad quería decir que iban en dirección contraria. Mis dos amigos guardaron silencio también.
Durante un rato María Rosa nos informó de la interesante exposición histórica recién inaugurada, que era el motivo de su presencia en Huelva.
Luego vinieron las despedidas. Ellas siguieron su camino y nosotros el nuestro.

 

 

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I
Los habían colocado en la habitación de en medio, larga y alta. El suelo era de ladrillos pulidos y barnizados.
Era un lugar fresco y acogedor, con el techo de madera, espejos, cuadros y una vitrina.
Entre los dos ataúdes había un cirio encendido que arrojaba una luz dorada a su alrededor.
Las sillas adosadas a la pared estaban vacías.
Me acerqué y contemplé el cadáver de mi padre. Permanecí un rato inmóvil, sin pensar en nada.
Me sobresalté cuando me llamaron.
Aparté la mirada del rostro de mi padre y la fijé en la puerta. Enseguida apareció el tío Julio.
Ni siquiera iba a dejarme tranquilo en estos momentos. ¿Qué tripa se le había roto ahora? ¿A qué debía ayudarlo? ¿Adónde tenía que ir sin falta?
II
Los familiares y amigos fueron llegando y sentándose en las sillas. A la cabecera de los ataúdes estaban mi madre y las tías.
Había un rumor de fondo procedente de la calle.
Cuando llegó la hora de transportar los féretros a la iglesia, que era de donde partiría la procesión, el tío Julio repartió las doce almohadillas.
Doce hombres se las pusieron en el hombro y cargaron con las cajas.
III
En la iglesia sólo había ataúdes. Ni bancos, que habían retirado y amontonado en el patio, ni acompañantes, que esperaban en la calle donde formaban una multitud compacta.
Por fin apareció un monaguillo con una cruz. La gente se dividió y abrió un pasaje. Luego salió el cura y otro monaguillo que llevaba un acetre.
Detrás empezó el desfile de ataúdes de dos en dos. Cuando todos estuvieron fuera, los deudos con coronas de siemprevivas ocuparon sus puestos y el cortejo se puso en marcha.

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El gato - tigreLa exhibición tuvo lugar en la plaza del pueblo. La gente guardaba una prudente distancia. Yo estaba en una esquina y, como el resto de los vecinos, contemplaba con aprensión y curiosidad las manipulaciones del domador.
El gato fue elevándose por los aires hasta alcanzar una altura considerable. El domador, con los brazos extendidos, mantenía flotando al felino en el vacío.
El hombre se quedó inmóvil en esa postura, sin apartar la mirada del gato, al que no parecían gustarle esos manejos.
Mi impresión era que estaba siendo forzado a realizar esas acrobacias aéreas.
El domador puso en movimiento al animal, desplazándolo hacia la esquina en la que me encontraba.
El gato tenía los pelos erizados, tiesos los bigotes que eran de una longitud extraordinaria, los ojos contraídos en una ranura amarillenta y feroz…
A medida que se acercaba iba aumentando su tamaño. O mejor dicho, iba adquiriendo la apariencia de un tigre.
Este fenómeno produjo una gran agitación en el público, que no se tranquilizó hasta comprobar que sólo era un gato enorme.
La piel de su cara estaba atirantada como la tela de una cometa. Este estiramiento reforzaba el efecto de tigre enfurecido.
No me cupo duda de que, si por él fuera, saltaría sobre nosotros y nos sacaría los ojos.
El domador, trazando figuras en el aire, lo bajaba, lo subía, lo llevaba, lo traía. Finalmente, con cuidado, lo metió en una jaula.
Cuando el animal se vio libre de la influencia telepática, se abalanzó sobre los barrotes y los mordió.
Luego, bufando y mostrando sus agudos colmillos, sacó una pata y arañó el vacío repetidamente.
El hombre esbozó una sonrisita y adoptó la pose de brazos y manos extendidos.
Al gato se le puso una espantosa cara de tigre. Haciendo caso omiso de esa reacción, el domador lo volvió a sacar de la jaula para ofrecer una segunda demostración.
Mientras planeaba otra vez por encima de nosotros, me percaté de los ímprobos esfuerzos del gato para escapar al poder que lo sojuzgaba. Sus músculos estaban sometidos a una tensión extrema.
Venciendo la rigidez de sus miembros, logró girar la cabeza. Luego arqueó ligeramente el lomo y recuperó la movilidad de una de las patas…

 
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Al cabo de un buen rato de estar en remojo lo vimos acercarse por uno de los caminos del jardín.
No fui el único que se quedó perplejo. Ni en libros ni en revistas aparecen fotografías de Ramana. Ninguno de nosotros esperaba encontrar un hombre joven, delgado, de grandes ojos expresivos y labios finos. Con la cara perfectamente rasurada y el pelo corto, al pronto se le podía confundir con un muchacho.
Desde luego no era el gurú que pensábamos encontrar.
Vestía pantalones beis y una camisa blanca que contrastaba con el tono oscuro de su piel.
A pesar del cuadro cómico que ofrecíamos nos contempló con seriedad. Luego nos preguntó en inglés cuál era nuestra nacionalidad. Al enterarse de que éramos españoles nos dijo en nuestra propia lengua que él había vivido en Buenos Aires.
Desde esa primera entrevista nuestra devoción por Ramana no ha hecho más que aumentar.
Se podría decir que su actitud nítida y su trato correcto nos han defraudado gratamente.
Esperábamos escuchar de sus labios las enseñanzas que nos habían seducido en sus libros, pero Ramana no es amigo de soltar sermones. Cuando se sienta en el porche con las piernas cruzadas no habla gran cosa. Prefiere guardar silencio.
Desde que estoy en el ashram no he leído ni escrito nada. La vida se ha desprendido de lo superfluo, del maquillaje que la enmascara.
La hora de mi partida está cada vez más cercana. Algunos compañeros ya se han ido. Otros nos resistimos y nos volcamos en las tareas cotidianas.
Ramana se ha eclipsado. No es que antes lo viésemos a menudo, pero presentíamos que velaba por nosotros.
Ha llegado el momento de que cada uno haga ese trabajo por sí mismo. Resulta difícil dilucidar este proceso que se ha desarrollado prácticamente sin palabras. La presencia física es la única explicación que se me ocurre.
El día de mi marcha Ramana estaba ilocalizable, así que no pude despedirme de él. Al indio que nos recibió le pregunté si el maestro estaba meditando en el fondo del estanque.
Mientras me dirigía al aeropuerto, cerré los ojos y apareció un muchacho moreno y espigado. Con paso seguro avanzaba hacia mí por uno de los caminos del jardín.

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Formábamos un grupo variopinto aunque algo tendríamos en común al embarcarnos en un viaje a la India.
Fuimos de Madrid a Bombay en un vuelo chárter. No se trataba de una visita turística. Nuestro destino era un ashram. El ashram dirigido por Ramana.
Había leído todos los libros de este maestro al que profesaba una gran admiración. Ahora iba a tener la oportunidad de conocerlo personalmente.
El ashram me produjo una impresión decepcionante. Una explanada con algún que otro árbol raquítico se extendía delante de la residencia con un porche de madera, donde se instalaba el maestro para dar sus charlas. Los discípulos se sentaban en el suelo, al sol ligero o resguardados bajo una sombrilla.
Allí aguantaban el calor con tal de escuchar a Ramana o de verlo tan sólo, pues no siempre hablaba.
Cuando llegamos, nos dijeron que el maestro estaba en el estanque, detrás de la residencia. Queríamos presentarle nuestros respetos y ser admitidos en la comunidad.
En la parte trasera había un jardín con árboles frondosos y muchas plantas. Vimos el estanque rectangular pero ni rastro de un ser humano.
El indio que nos acompañaba nos explicó que Ramana estaba sumergido en el agua. Una flor de loto indicaba el lugar exacto de la inmersión. Era una flor rosada con todos los pétalos abiertos.
Nuestro guía nos invitó a imitar al maestro. El desconcierto debió pintarse en nuestros rostros, pues se apresuró a aclarar que el agua no cubría.
Esa propuesta me parecía ridícula. De hecho, sospechaba que nos estaba dando una novatada.
Mis compañeros estaban también indecisos. El indio nos miraba sonriente.
Primero uno y después otro nos fuimos metiendo en el estanque. A fin de cuentas no habíamos hecho un viaje tan largo para hacer remilgos.

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