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Archive for the ‘Peripecias de Edu’ Category

20

Forjar el atizador fue una tarea que ocupó a los aprendices toda la mañana. El problema se planteó cuando acometieron el vaciado en yeso para el mango. Pocos fueron los que consiguieron dar la forma adecuada a la cabeza del animal elegido.

Luego, cuando echaban el hierro fundido en la cavidad, ocurría que el molde se resquebrajaba y tenían que empezar de nuevo.

La confección del mango se reveló tan complicada que algunos renunciaron, optando por una pieza cilíndrica o por un asa.

Cuando no se tenía destreza manual, las indicaciones del Maestro Herrero servían de poco. En una de sus vueltas se paró junto al grupo de Roque y se quedó contemplando la obra de Folo. Este muchacho larguirucho, sin llegar a ser desgarbado, rubio, con el pelo más largo de lo que era habitual en Haitink, estaba pertrechado de una sonrisa bobalicona que llevaba a preguntarse por la razón de esa felicidad permanente.

Folo era uno de los aprendices más hábiles. Estaba perfilando una cabeza de jabato de gran verismo.

Cuando Brog desvió la vista del trabajo de Folo y la dirigió al de Roque, sus ojos echaron chispas.

Y sus rasgos se endurecieron. “¿Acaso no sabes que los dragones están prohibidos?”. El zagal miró a quien le amonestaba sin achantarse, con aire insolente.

El Maestro cogió las toscas pero identificables fauces entreabiertas y las arrojó a un cubo.

La mayoría de los muchachos había optado por un lobo, un carnero o un perro. Uno por la cara de un búho y otro por un águila de corvo pico.

Mako, para hacer honor a su condición de gracioso, moldeó el hocico de una comadreja, animal al que daba caza en su isla natal.

Edu había escogido la cabeza de un caballo a punto de relinchar y Hemón la de un zorro.

No acabaron hasta el día siguiente. A continuación los aprendices alinearon sus atizadores en la muralla del castillo. Brog, con la solemnidad que requerían las circunstancias, los inspeccionó parsimoniosamente. Los cogía, los sopesaba, los remiraba. Las paradas más largas las hizo delante de los trabajos de Folo y de Edu.

Al final, tras corta meditación, se dirigió a la herramienta fabricada por Edu y la mostró. Esta era la ganadora.

Había buenos resultados, explicó el Maestro. Nadie debía sentirse subestimado. Pero el atizador de Edu era la obra de un herrero experto, dijo Brog.

El muchacho se ruborizó al convertirse en el centro de atención de sus compañeros. Estaba incómodo y orgulloso al mismo tiempo.

A Hemón no le pasó desapercibido el gesto desdeñoso de Roque cuando el Maestro comunicó su fallo.

El hecho de que lo hubiese descalificado por haber infringido una norma, fue considerado una humillación por parte de Roque que se revistió de una agorera seriedad. Más tarde, propagaría la especie de que el premio lo merecía Folo, a quien Brog se lo había escamoteado por ser amigo suyo.

A Edu no le extrañó esa reacción. Lo conocía. Ambos habían nacido y crecido en la misma isla.

Roque pertenecía a una familia acomodada y no toleraba que lo reprendiesen o contrariasen. Era un niño consentido y autoritario que estaba acostumbrado a hacer su santa voluntad.

Por eso a Edu no le sorprendió su actitud rencorosa. Por eso, en su fuero interno, temió que esa historia trajese cola. Roque no era de los que encajaban un golpe y pasaban página.

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19

Los aprendices se dirigieron a la herrería, situada en el exterior del castillo, a uno de cuyos muros estaba adosada. Se trataba de un cobertizo abierto por su parte frontal. Allí los esperaba Brog, el Maestro Herrero.

Trabajar bajo aquel techado era como hacerlo al aire libre. Salvo a la lluvia y a la nieve, se estaba expuesto al calor, al frío y a los golpes de viento. No obstante, gracias a los carbones encendidos de la gran fragua que ocupaba el centro del recinto, no se estaba mal.

Se quedaron a la entrada y observaron las idas y venidas de Grog que ultimaba los preparativos de la prueba. Avivó el fuego, comprobó que las herramientas estaban en su sitio, echó un vistazo a las reservas de hierro. Daba la impresión de que se creía solo, ni una sola vez miró a los jóvenes.

Sólo cuando hubo acabado, y tras pararse a pensar durante unos minutos, reparó en ellos. Les dijo que pasaran y se distribuyesen en grupos de cinco alrededor de los yunques.

Grog, barbado y corpulento, tenía gruesas muñecas acostumbradas a manejar los martillos y las tenazas. Su aspecto era imponente. A todos les sorprendía el dato de que antes que herrero había sido veterinario. Sus manos fuertes y velludas parecían hechas ex profeso para trabajar el hierro.

El Maestro Herrero les habló del fuego y su inmenso poder. Luego les explicó que la prueba consistía en que cada uno de ellos fabricase su propio atizador. Supervisados por el Maestro, a quien podían recurrir en caso de necesidad, los aprendices demostrarían sus dotes metalúrgicas.

“El atizador” prosiguió Brog, “como sabéis, sirve para alegrar la lumbre y para mantenerla a raya. Con él podemos removerla, manipularla, convertirla en nuestro aliada. Sin su ayuda tendríamos que limitarnos a ver cómo se consume, a ser simples testigos de sus avances y retrocesos, de sus fulgurantes llamaradas, y de su extinción”.

“Sin el atizador” concluyó Brog, “nos quemaríamos las manos o los pies. Estaríamos condenados a ser espectadores o víctimas de esa fuerza primordial. Vuestro trabajo no consiste solamente en forjar ese valioso instrumento. También debéis personalizarlo con la cabeza de un animal”.

Así pues, tendrían que hacer un molde de yeso en el que verterían el metal fundido. Finalmente soldarían el mango zoomorfo a la herramienta.

Era una prueba laboriosa que requería pericia e imaginación. El mejor atizador sería devuelto a su artífice en reconocimiento a su trabajo. El resto sería licuado para reutilizar el hierro.

Los carbones de la fragua refulgían al rojo vivo. La temperatura en la herrería era elevada. Los muchachos se pusieron un delantal de cuero y empezaron a faenar.

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18

El Roble dijo a los muchachos que podían hacerle una pregunta. Él no era tan viejo ni tan sabio como el Tejo de Dewe, pero a lo largo de su dilatada vida había aprendido un par de cosas.

Edu vio la oportunidad de desentrañar el misterio de la criatura achaparrada, del que no había hablado a nadie, al menos abiertamente. Tal vez el Roble podría ayudarlo. Eso significaba que tendría que exponer su secreto. Esa perspectiva le desagradaba. Se le representaba que era como pregonar una debilidad, como mostrar una falta vergonzosa. Pero recordó que la ocasión la pintan calva.

Contó que un encapuchado lo abordaba en mitad de la noche o en lugares solitarios. A veces se despertaba y lo encontraba al pie de la cama. No sabía quién era, aunque sí qué quería. Nunca le había visto la cara por más que lo había intentado.

Las hojas del Roble retemblaron como si el árbol hubiese resoplado, como si hubiese soltado el aire retenido durante un tiempo.

Del grueso tronco surgió una voz ronca que declaró: “Tú eres ese desconocido”.

Edu no daba crédito a sus oídos. Eso era un disparate. Ese engendro con caperuza era alguien ajeno a él, alguien con quien había hablado y luchado, alguien que le exigía sumisión absoluta.

Las ramas del árbol se agitaron. De su ancha copa surgieron murmullos y cuchicheos.

Aunque no se le pasó por la cabeza la idea de que el Roble estuviese bromeando, Edu se resistía a aceptar esa revelación.

“¿Qué he de hacer?” balbució el muchacho. “Darle nombre. Ya le has dado uno. Lo has llamado encapuchado. Pero ese parece haberle gustado. Tienes que descubrir el verdadero. Las sombras guardan siempre un as en la manga. Son enemigas difíciles de derrotar. Se escurren como las anguilas y son astutas como las zorras. Tienes que seguir un itinerario de nombres y de historias.

“Si permanecen anónimas, se afianzan. Llámalas y sus embozos irán cayendo uno tras otro”. Luego el Roble se puso a cavilar en voz alta o eso creyeron los dos amigos, a quienes las digresiones del árbol se les antojaron extravagantes y repetitivas.

Se hizo el silencio. Fue Hemón quien lo rompió. “Yo no he hecho la pregunta que me corresponde”. “Cierto” confirmó el Roble con un apacible movimiento de su follaje, “¿qué quieres saber?”.

“Hemos vislumbrado una cosa de aliento gélido que rebullía. Pensaba que en el bosque de Tuum no había animales» «No los hay» «¿Moran en él otros seres?» «Sí, seres que emergieron del abismo al mismo tiempo que la Isla».

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17

Los dos amigos marchaban a buen paso, flanqueados a su derecha por la poderosa presencia del bosque de Tuum. Reinaba un silencio tremendo que ellos se abstuvieron de romper, conscientes de la banalidad de cualquier comentario.

Los dos, a la vez, se sintieron atraídos por un roble barbado, por un milenario habitante cubierto de musgo y de líquenes. A su alrededor crecían los helechos. Había tantas tonalidades de verde que los muchachos se pararon y observaron el árbol de tronco inclinado por el peso de la edad. Berruecos abollados formaban un promontorio en las inmediaciones. Varias rocas parecían haberse escapado del amontonamiento y yacían esparcidas. Una de ellas, con forma de huso, estaba tan cerca del roble que lo tocaba, como si hubiese rodado en su ayuda para evitar que cayera completamente.

Hemón dijo: “Debe de ser el más viejo del bosque”.

El Roble agradecía la calidez de los rayos de sol como un reumático al que aplican una cataplasma de mostaza para aliviar sus dolores. Sus verdes se iluminaban y teñían de amarillo-rojizo, adquiriendo el conjunto una belleza insospechada.

Robusto, de copa ovalada, el Roble recordaba una gigantesca sombrilla volcada a medias por el viento.

Ambos amigos se sobresaltaron cuando oyeron una voz próxima y remota, un sonido ronco que no podía ser calificado de humano, una declaración que en la quietud de ese momento retumbó majestuosa.

“El árbol más viejo es el Tejo de Dewe”.

El follaje del Roble se agitó a pesar de la calma absoluta.

Antes de que les diese tiempo a reponerse de su asombro, el árbol habló de nuevo a los muchachos.

“En su tronco abierto como un libro están inscritos los ciclos de la vida. Él lleva un registro exhaustivo y meticuloso de las eras y los acontecimientos desde que la Isla surgió del Océano. Pero vive en el interior”.

Edu y Hemón, aunque sabían cómo eran los tejos, de los que en el cementerio había algunos, no lograban hacerse una idea de la fisonomía de ese antiquísimo testigo, al que sin duda sería un honor conocer si ello fuera posible.

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16

Hemón y Edu tuvieron la misma idea que Roque y su banda, pero sin que se les pasara por la cabeza realizar un conjuro para convocar a las fuerzas que residen en el bosque de Tuum.

Movidos por la curiosidad, sólo querían contemplar la arcana arboleda y quizá recorrer una parte de su perímetro para calibrar su grandiosidad.

Esa compacta masa vegetal, situada aproximadamente en el centro de la Isla, se extendía en dirección noroeste y despedía un olor peculiar a cuero que a veces se percibía en el castillo.

Se comentaba entonces que el bosque estaba enviando un mensaje sobre cuyo contenido no había acuerdo.

A pesar de su enclave, Tuum no era el corazón de la Isla. Según Gregor, el Maestro Calderero, era su hígado o, en cualquier caso, una víscera profundamente enterrada en el cuerpo. Esta opinión era compartida por los otros Maestros.

Antes de llegar había una ancha franja de terreno en la que abundaban los matorrales, los cuales formaban setos enmarañados y montaraces parterres.

Los dos amigos se detuvieron junto a un durillo de lustrosas hojas. Frente a ellos se erguían los antiguos habitantes de Tuum.

Un ejemplar anaranjado, lleno de nudosidades y abultamientos, atrajo su atención.

Hemón dijo que el árbol los estaba llamando. Edu sonrió. Él sentía también que ese corpulento individuo de ramas retorcidas se hacía notar de forma deliberada.

El color de su corteza cambió al escarlata y luego a un rojo oscuro que los sobresaltó. Parecía que se había encolerizado y estaba a punto de reprenderlos. En lugar de tal reacción, exhaló un aroma dulce que provocó una ligera embriaguez a los muchachos.

Más allá había un cónclave. Los más altos se inclinaban para escuchar mejor. Grises y cavilosos, con grandes placas irregulares en ángulos cada vez más abiertos que finalmente se desprendían del tronco, debían contarse entre los más provectos.

A medida que recorrían a distancia el contorno del bosque, aumentaba el asombro de Edu y Hemón.

Las ramas bajas de un árbol de copa muy desplegada planeaban sobre el suelo marcando el territorio, no invadido por ninguna planta. Su relativo aislamiento ponía de manifiesto su peculiar belleza. Los rayos de sol arrancaban destellos de su follaje glauco y de su fuste plateado.

En el bosque de Tuum imperaba un silencio más sobrecogedor que el trueno más retumbante.

Sus longevos moradores, algunos de los cuales semejaban taciturnos guardianes, estaban ahí desde que la Isla emergiera del abismo oceánico. .

A Hemón y a Edu les dio un vuelco el corazón cuando percibieron un susurro.

No corría viento. Tal vez fue una ilusión propiciada por su propia ansiedad.

Pero el murmullo se repitió claramente. No eran voces ni silbidos. Era más bien un jadeo apagado, la trabajosa respiración de un gigantesco animal.

Aguzaron la vista y vislumbraron algo que se movía.

Una bocanada de aire helado los hizo estremecer. La frialdad, más que en la cara o en las manos, la sintieron interiormente.

¿Era el vaho de una bestia antediluviana que había despertado y se desperezaba, o que había descubierto la presencia de los muchachos y cambiaba de posición para estudiarlos mejor?

Los dos aprendices sabían que en el bosque de Tuum no vivían ni seres humanos ni animales. Por esa razón, la ausencia de ruidos, salvo los provocados por el viento en las hojas, era absoluta.

Luego oyeron un crepitar de ramas rotas. Ambos amigos tuvieron un atisbo en cuya descripción no coincidieron.

Hemón insistía en utilizar la palabra “cosa”. Ningún otro nombre le parecía adecuado. Y esa “cosa” aspiraba a dominar, a sojuzgar, a devorar. Así pues, debían alejarse cuanto antes.

Pero la impresión de Edu, a quien ese aliento glacial infundió una insólita lucidez, fue diferente. Entrevió una fuerza destructora. Esa calamitosa realidad primigenia lo sumió en un estado de estupor.

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15

Después del almuerzo, aprovechando que tenían la tarde libre, los Zapadores se encaminaron al bosque de Tuum.

Deteniéndose a escasa distancia de ese recinto sombrío y misterioso, contemplaron los árboles centenarios sin despegar los labios, sintiendo cómo se les erizaban los pelos del cogote.

Roque indicó que era allí donde había que realizar la invocación. Para tranquilizar a sus compañeros añadió condescendiente que no era necesario entrar. Si acaso alguien saldría, bromeó.

Luego les mandó que formaran un círculo cuyo centro ocupó. Kim, con la confianza que le daba ser su lugarteniente, preguntó al líder si sabía lo que estaba haciendo. Este respondió que controlaba la situación. Sonriendo vagamente añadió que pronto lo comprobarían.

Elevando la voz y las manos Roque principió el conjuro. Las palabras guturales resonaron ininteligibles. Las estuvo repitiendo a pleno pulmón hasta que un brazo de niebla oscura y espesa surgió del bosque.

Esa emanación avanzó y se cernió sobre el corro de inmóviles muchachos. A continuación giró en espiral hasta formar un lóbrego dosel que desprendía un vaho fétido, como el aliento de un enfermo.

El oficiante y sus acólitos se asustaron y huyeron. De lejos vieron cómo la nube descendía y se transformaba en un cuerpo de apariencia humana, cuyas extremidades crecían y menguaban, cuya cabeza aparecía y desaparecía, asomando por diversos puntos del contorno irregular de esa figura en perpetuo estado de cambio.

El terror se apoderó de los miembros de la banda cuando se percataron de que ese ente o ese genio fallido, como lo definió Roque más tarde, salía en su persecución.

Por fortuna, bien porque sus fuerzas se debilitasen a medida que se alejaba del bosque de Tuum, bien porque la camisa de lino bordada con la H de Haitink cumpliese su función protectora, las prolongaciones tentaculares de esa gigantesca ameba no lograron capturar a los pandilleros.

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14

La ceremonia tuvo lugar en la Sala Abovedada. Los aprendices recibieron dos camisas de lino bordadas con la H de Haitink. Siempre debían llevar puesta una.

En el espaldar de una silla había también una burda camisa de arpillera. El Gran Maestro explicó que estaba reservada para quien alcanzase la libertad.

Roque, mirando de reojo a su lugarteniente Kim, esbozó una mueca de rechazo. Sus aspiraciones eran otras.

Mako, menospreciado desde que recibiera el castigo por irse de la lengua, percatándose de ese gesto, arrugó la nariz al tiempo que señalaba la camisa con un movimiento de la barbilla en un intento de congraciarse con el jefe de la banda.

Mortimer hablaba ahora de las blancas camisas de lino que eran un talismán protector. Debían guardarlas cuidadosamente. Si las perdían o las desgarraban, les sería más difícil no sólo superar las restantes pruebas, sino también enfrentar las trampas y peligros que el destino les tenía reservado.

A juzgar por las sonrisitas y los cruces de miradas, a Roque y los suyos las propiedades bienhechoras de esas prendas les resultaban divertidas. El mozalbete cariancho, de nariz en forma de silla de montar y orejas a las que faltaba poco para ser de soplillo, masculló que eso era un cuento de vieja.

La influencia de Roque había aumentado por inexplicable que tal hecho pareciese a Edu y a Hemón. Los otros miembros de la banda se habían convertido en sus lacayos. Mako, relegado a un estatus bufonesco, ocupaba el escalafón más bajo, pero todos acataban igualmente las disposiciones del cabecilla sin objetar nada.

Este preparaba, por cierto, algo grande, una contraprueba que, invistiéndole de poder, le permitiría desafiar a los mismos Maestros de Haitink.

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13

Krazer, el Maestro Deshollinador, los llevó a la gran chimenea. Uno tras otro debían colocarse debajo de la campana y mirar hacia arriba.

El ancho tiro, en el que resonaba la más leve ráfaga de aire, era semejante a un eje que conectaba el cielo y la tierra.

Si se concentraban lo suficiente, les explicó el Maestro, se operaría un prodigio. Era importante que controlasen la respiración.

En la antigua cocina del castillo hacía frío. Era un día desapacible.

Durante unos minutos los muchachos permanecieron callados y atentos, observando las gotas de lluvia que se colaban por la boca de la chimenea, sin sombrerete, y se estrellaban contra las losas del hogar.

A una indicación del Maestro, el primer aprendiz se situó en el centro de la inmensa campana, que podía cobijar a un buen número de personas.

El ulular del viento se intensificó. Su larga mano invisible se dejaba sentir en la desangelada cocina, carente de mobiliario y adornos.

Sólo en la repisa de la chimenea, formada por una viga de roble, había tres candelabros de hierro.

Cuando le tocó a Edu, alzó la vista y descubrió, a través de ese gigantesco catalejo invertido, una torre solitaria con escasas ventanas a gran altura.

Se preguntó quién podía vivir en ese lugar. Ese baluarte le produjo desconsuelo. Por nada del mundo se convertiría en el habitante de esa arrogante construcción.

Una vez realizada la prueba, los muchachos fueron por leña y la amontonaron en el hogar. El Maestro Deshollinador encendió un fuego.

El calor entonó los cuerpos y el resplandor de las llamas iluminó los rostros.

Algunos, como Edu, habían vislumbrado la funesta torre. Otros, como Hemón, constelaciones cuyas estrellas dibujaban pavos reales, caballos alados y monstruos marinos.

Krazer tomó finalmente la palabra. Habló de los orígenes de Haitink y de los Primeros Tiempos.

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12

Lo embargó el pánico. Pensó que se había quedado ciego. Se tocó la cara con las manos. Se pasó los dedos por los ojos.

Un resplandor lejano lo tranquilizó. Una antorcha iluminaba un rincón perdido.

¿Dónde estaba? Al hacerse esta pregunta descubrió un murciélago que batía sus alas membranosas sin moverse del mismo sitio. Parecía suspendido en el espacio, como un ídolo que se ofrece a la adoración.

Cuando hubo captado totalmente la atención del muchacho, se dio media vuelta.

Edu lo siguió por una galería en la que se alternaban los tramos de oscuridad y los círculos de luz de las antorchas.

Por una escalera de caracol bajaron a una cámara que Edu reconoció, aunque nunca había estado allí.

La estancia tenía en el centro una alfombra carmesí sobre la que había alguien. Le pareció un títere descuajaringado, un muñeco de tamaño natural que, cansado de estar de rodillas, se había dejado caer y yacía boca abajo. Esa figura le resultó familiar.

El descenso no había acabado. El murciélago condujo a Edu a un subterráneo donde lo esperaba el Encapuchado en medio de cuerpos descabezados y de flotantes ojos de corneas amarillas.

Había también orejas que, con un ligero vaivén, se desplazaban de un lado a otro.

Al igual que le ocurriera con el heraldo, Edu sintió que se hallaba en presencia de una siniestra deidad.

Olía a estiércol, lo cual produjo náuseas al muchacho. La atmósfera enrarecida le desencadenó asimismo una intensa nostalgia y su mente se pobló de árboles, de arroyos, de nubes.

La querencia era tan fuerte que cerró los párpados.

Cuando los volvió a abrir, estaba tendido en el suelo de su habitación, como si se hubiese caído de la cama.

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11

Salieron al amanecer, con el tisú del cielo entretejido de vetas azules y negras. Los aprendices avanzaban en fila de a dos.

El Maestro Zapatero, con su largo cayado, iba en cabeza. El crujido de las pisadas en la grava del camino resonaba en esa hora silenciosa.

Cuando llegaron al lindero del bosque, se sentaron en el suelo. Zacharías señaló a uno de los muchachos, que se descalzó y se puso en pie. El Maestro miraba la espesura que el elegido, sin detenerse, abriendo su propia senda, debía atravesar hasta la otra orilla. Allí esperaría a sus compañeros que saldrían a intervalos cortos y regulares.

Cuando le llegó el turno a Edu, se quitó los zapatos, hizo un hatillo con ellos que colgó del hombro, y emprendió la travesía.

En el bosque surgían aquí y allá calveros inundados de luz.

Al vadear un arroyo, una culebra se deslizó como un rayo y vino al encuentro de Edu, enroscándose en sus tobillos como el tallo de una enredadera. Luego, levantando su cabeza triangular y aplanada, fijó sus ojos sin párpados en los de su presa a la que mostró repetidamente su lengua bífida.

El joven contuvo la respiración. Salvo por la presión que ejercía, la frialdad del cuerpo escamoso del reptil y la de la cristalina corriente de agua no se distinguían.

Trabado como estaba, temía perder el equilibrio y precipitar los acontecimientos. Por otro lado, la necesidad de moverse era cada vez mayor.

Poco a poco la culebra aflojó su abrazo y acabó desenrollándose. Después se alejó zigzagueando por el riachuelo.

Una vez liberado, Edu se adentró en la zona más umbría del bosque.

Fue aquí donde tuvo lugar el segundo lance.

Un lobo viejo estaba echado al pie de una corpulenta haya. Edu aminoró el ritmo, aunque estaba decidido a pasar de largo.

El carnívoro contemplaba al muchacho con una expresión de ironía. No hizo nada por levantarse. Estaba a gusto en esa postura.

Edu comprendió que el animal no tenía la intención de abalanzarse sobre él. Incluso le pareció que estaba deseoso de compañía. Al llegar a su altura, tal vez sutilmente inducido por el poder hipnótico de su mirada, se detuvo. En los labios del lobo se perfiló una maliciosa sonrisa.

Al otro lado del bosque de los Frambuesos, Zacharías habló de la prueba superada por los aprendices.

Les dijo que para conservar la cabeza sobre los hombros había que tener los pies sobre la tierra. Este contacto, además, les proporcionaría la energía necesaria a su andadura.

No aludió a las experiencias individuales. Los eventuales percances sólo competían a los interesados.

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