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Posts Tagged ‘Las Hilandarias’

22

Sin más tardanza, dimos media vuelta y regresamos a mi habitación. Mi madre me había atado las botas con tantas ganas que ahora no podía desanudarme los cordones. Por fin, con un suspiro de alivio, logró quitarme la primera bota. Como estaba de mal humor, no se agachó para dejarla en el suelo sino que la soltó.

En Las Hilandarias los niños calzaban botas con tachuelas o remaches de hierro en la punta de las suelas. Se podría afirmar que herraban a la infancia.

El efecto al andar era chusco. Resbalábamos fácilmente en el adoquinado o en el cemento de las aceras. Salvo la tierra, cualquier superficie pulida era un peligro. Esta circunstancia nos obligaba a ser conscientes de cada uno de nuestros movimientos.

Luego, lo quisieras o no, el choque de los refuerzos contra el pavimento producía un ruido metálico semejante al de las caballerías. Un martilleo que delataba nuestra presencia.

Mi madre, siempre tan cuidadosa, como estaba irritada, olvidó ese detalle y la bota rechinó en el enlosado. Ese sonido le daba dentera. Su corajina aumentó responsabilizando del percance a la lazada que ella misma había hecho.

Ese tintineo puso punto final a mi breve escapada y a la difteria, de la que estaba convaleciente.

La enfermedad empezó como una faringitis. Y ese fue el primer diagnóstico, al que el médico quitó importancia. Pero mi situación se complicó pronto con fiebres altas y las primeras dificultades respiratorias.

Me contaron que estuve en un tris de morir asfixiado. En las crisis de ahogo me arqueaba y retorcía para tragar un sorbo de aire. Extraños silbidos salían de mi pecho. Tenía los labios resecos y agrietados. Y estaba escuálido.

A través del vaho de los cristales eran visibles los hilos de agua, ninguno de los cuales descendía en línea recta. En conjunto, formaban complicados arabescos, extrañas runas que se renovaban sin descanso.

Dada mi situación de inmovilidad, me distraía tratando de desentrañar el arcano lenguaje de la lluvia.

Me sobresalté cuando un tallo largo y delgado golpeó el parabrisas. Supuse que cerca había una zarza. Pero no corría viento. Lo que quiera que fuese se retiró. Me convencí de que ese latigazo había sido fruto de mi imaginación.

Al poco tiempo, doblemente paralizado por el accidente y por la angustia, observé que hacia el coche avanzaba una maraña de ramas finas y flexibles, como si una zarza gigantesca pretendiera envolverlo.

Empapado en sudor, con el corazón desbocado, me percaté de que ese avieso arbusto quería camuflar al Mercedes para impedir que fuera descubierto y yo pudiera ser rescatado.

Los vástagos sin hojas ni espinas se acercaban desde todas partes. Pero tan pronto como llegaron, empezaron a retroceder, limitándose a rozar la carrocería, a fustigarla apenas.

 

 

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21

No sé cuánto tiempo permanecí en ese estado. Si esto era la antesala de la muerte, debía reconocer que no tenía nada de terrible. No había angustia ni dolor. La punzada de la espalda no podía calificarse de tal. El amodorramiento era una invitación a perderse en las propias cavilaciones.

No obstante, había un poso de tristeza que enturbiaba ese momento.

Muerte y lluvia eran dos realidades que se entrelazaban en mi biografía. De la segunda era un enamorado, de su capacidad fecundadora y purificadora, de su música. Pero podía degenerar en diluvio.

De la primera estaba viviendo una experiencia que poco tenía que ver con las otras dos a que me había enfrentado. Una durante mi infancia, de la que guardaba un recuerdo borroso, pero que podía reconstruir gracias al relato de mi madre. Y otra, años más tarde, de la que el protagonista sería Jacinto.

No era a mi madre a quien veía sino a mi padre en el marco de la puerta del dormitorio. A pesar de ser ella quien estuvo a mi lado todo el tiempo, su figura se desdibujaba.

Era la de mi padre la que permanecía impresa en mi memoria con asombrosa nitidez. En el marco de la puerta. Ni dentro ni fuera. Y yo en la cama. Lo peor del proceso infeccioso había pasado. Respiraba con regularidad. Había vuelto a comer. Tenía energía suficiente para ponerme pesado. Mi padre vacilaba. Mi madre estaba en desacuerdo. No paraba de repetir: “Es una locura”.

Fue uno de los inviernos más lluviosos que se recordaban en Las Hilandarias. Desde la cama oía el repiqueteo del agua que tenía desesperados a los vecinos. La palabra más frecuente era “ruina”. Si no escampaba de una vez, todos iríamos a la ruina.

Los agoreros mantenían que, escampara o no, el desastre era un hecho. Y Vicenteto afirmaba que San Pedro no había sufrido nunca un episodio semejante de incontinencia urinaria.

“Va a ser un momento” dijo mi padre, “no va a pasar nada”. Y dirigiéndose a mí añadió: “Un momento, no lo olvides”. Mi madre movió la cabeza en un gesto de desaprobación al tiempo que se acercaba al ropero, de donde sacó mi abrigo.

Me lo puso. Lo abotonó de arriba abajo. Me calzó las botas. Ató los cordones. Sólo entonces permitió que mi padre me diera la mano y me llevara a la puerta de la calle.

Tras tantos días de lluvia ininterrumpida la calle parecía un río. Los sumideros no daban abasto para absorber tanta agua. En la parte baja del pueblo había inundaciones y derrumbamientos de tejados y muros.

“Ya está bien” dictaminó mi madre. “¿Ya?” protesté. “Ya tenemos bastantes problemas y de éste” le dijo a mi padre refiriéndose a mí “no hemos salido todavía”.

 

 

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                                III
Isabelita y su hermano Nicolás, de los Pocasangre, ambos solteros y sin compromiso, vivían en la calle Enanos.
La edad de Isabelita, difícil de precisar, por no decir imposible, era uno de los secretos mejor guardados de Las Hilandarias. Aunque declaraba que no le importaban los años, nadie sabía cuántos tenía exactamente porque ella no soltaba prenda o se salía por la tangente. Las conjeturas que circulaban al respecto eran inflacionistas, lo que no significaba que hubiese que descartarlas sin más por malintencionadas, pues se apoyaban en comparaciones o referencias con un limitado margen de error.
Isabelita dividía su tiempo entre los quehaceres domésticos, que despachaba pronto, los libros y las conversaciones que mantenía con los transeúntes desde el umbral de su casa, y con las clientes de la tienda de Hortensia, donde a menudo tenían lugar auténticos simposios en los que ella asumía el rol socrático.
Menuda, de rasgos afilados y con el pelo corto que peinaba con una raya al lado y a veces hacia atrás, y que en ambos casos quedaba apelmazado sobre su aovada cabeza, su fisonomía tenía una impronta ratonil.
Sus brazos y piernas eran excesivamente delgados. Cuando se encogía, y a ella le gustaba adoptar esa actitud, sus huesos sobresalían y se dibujaban en relieve bajo la ropa.
A la puerta de su casa o en el colmado, era normal verla cruzada de brazos, escrutando con sus ojos vivaces la realidad circundante, ojos tasadores que raramente se equivocaban en la valoración de un hecho o de una persona, ojos registradores a los que no se le escapaba ningún detalle.
Isabelita era apreciada por su fluidez verbal y por su capacidad expresiva. Sin duda disfrutaba hablando, pero también sabía escuchar. Como buena conversadora y expositora, sopesaba seriamente las razones de los demás con el objeto de rebatirlas, confirmarlas o servirse de ellas en el desarrollo de su argumentación.
Ella no sentaba cátedra ni pontificaba. Reconocía que no era una autoridad en nada. Sin embargo, tenía un indiscutible ascendente sobre sus vecinos que, aun sonsacándola para divertirse o contradiciéndola para mortificarla, sentían por esta virgen añosa un misterioso respeto.

 

 

 

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                                            I
El cansancio acumulado tocó techo. El vaso rebosó. “Hasta aquí hemos llegado” se dijo.
Miró el lema que había colocado en un lugar bien visible, y pensó que había llegado la hora de coger la cartulina, donde había escrito la máxima con tinta china de color negro, y tirarla.
La máxima que había presidido sus días y que había regido sus actos, había ido a buscarla en un maestro estoico, en Epicteto.
“Sustine et abstine”. Pertrechado con este pensamiento había decidido hacer frente a los avatares de la vida, a las peripecias del destino, a las tribulaciones, a los contratiempos, al inevitable desgaste cotidiano.
Descubrió, no de pronto, sino paulatinamente, sin proponérselo, que esa filosofía no era la suya, que no le interesaba ni le servía. Decidió dar un paso más, aunque no tenía claro si con la intención de sobrepasar esa doctrina y profundizar más en la tierra incógnita que es el ser humano, o si con la de regresar a la inconsciencia de un hedonismo existencial que él sabía reñido con su carácter.
Ciertamente no había en él un espíritu de voluptuosidad. Sin sentirse un asceta, la soledad le atraía. O, para ser exacto, le atraía vivir apartado de sus semejantes, cuyo trato se le hacía cada vez más penoso, provocándole a menudo un disgusto que, como carecía de aptitudes escénicas, no podía disimular.
No veía ningún motivo para perder su tiempo en conversaciones banales o en otros intercambios sociales igualmente lesivos. Cuando se preguntaba por qué se seguía prestando a ese juego, no había respuesta sino rebelión.
Si se trataba de ocupar el tiempo, prefería hacerlo a su manera, en función de sus propios intereses, invirtiéndolo en actividades que le reportasen satisfacción o tranquilidad. O en nada, en el caso de que fuera capaz de dedicarse a la mera contemplación.
El objetivo era liberarse de la insustancialidad y de la ofuscación de la vida en sociedad. Éstos eran los rasgos que, según él, la caracterizaban. No más reuniones ni encuentros de los que volvía irritado o jaquecoso. Se había hartado de soportar y, puesto que ya se abstenía cada vez menos y reaccionaba de una u otra manera, también de intervenir impulsado por un prurito de hacer valer su opinión.
Cuando dejó el piso para irse a vivir a la huerta que había comprado en Las Hilandarias, se llevó con él, aparte de sus dos ordenadores, sus libros, sus ropas y sus pertenencias personales, un solo objeto: el cuadro que colgaba en una de las paredes de su despacho. Una naturaleza muerta cuyo principal elemento era una calavera que imantaba la mirada, como si su descarnada forma fuese la materialización de un misterioso ideal de belleza, como si ella sola ocupase la mesa cubierta por un paño de terciopelo granate.
Este recordatorio de la vanidad humana, obra de un maestro flamenco anónimo, lo ayudaba a centrarse, a recuperar el equilibrio, a serenarse.

Nota.-En esta entrada puedes leer el relato completo.

II
Llegó a pensar que tal vez no fuese una buena idea llevarse una pintura tan lúgubre a un lugar tan solitario, donde además suponía no le sería necesaria. Allí estaría en contacto con la naturaleza viva, de efectos benéficos similares o superiores.
Hubo momentos en que dudó, en que consideró un error decorar la casita de la huerta, tan luminosa, enclavada a orillas del río Tremedal, con ese lienzo que ni siquiera era original.
Pero desechó sus reparos argumentando que, por contraste con el entorno, el cuadro podía adquirir nuevos significados. Incluso le pareció una travesura. Una broma que se gastaba a sí mismo.
Él iba al encuentro de su propia naturaleza, la que había aflorado en su infancia, y que más tarde había arrinconado, ignorado o ajustado a las expectativas sociales.
Aparte de su trabajo de programador informático que seguiría realizando desde la huerta, la lectura sería su principal actividad.
De hecho, los libros tenían para él más peso que la propia realidad, eran un mundo en que se sentía a gusto, pues le permitían la suficiente distanciación para sopesar y comprender los pros y los contras de las acciones humanas, de suyo tan impredecibles y contradictorias.
Un buen libro, qué duda cabía, era preferible a una conversación anodina. El primero dejaba tras sí una estela de satisfacción, un regusto placentero, la certidumbre de un aporte de sabiduría, mientras que la segunda, si no caía inmediatamente en el olvido, quedaba flotando como una nube de humo acre.
Los diálogos imaginarios con los autores habían ido desplazando a los diálogos de sordos que normalmente se entablan con los demás, sobre todo, como tenía comprobado, con los supuestos amigos y con la familia.
La autenticidad de la lectura era superior a la de las otras parcelas del mundo real.
A esta ocupación había que sumar los sueños. La lectura era la tierra de la que brotaban por encanto, era su caldo de cultivo. Leer y soñar eran actividades inextricablemente unidas, superpuestas, imbricadas como las tejas de un tejado. Leer y soñar eran vasos comunicantes que se alimentaban recíprocamente.
Un libro era una ocasión de soñar de la misma forma que un sueño abocaba a un bosquejo mental, el cual podía ser el embrión de otro libro o de cualquier otro proyecto.
Ésta fue otra de las razones de su retiro. En su interior, espontáneamente, había ido cobrando forma el deseo de escribir, de pergeñar su propio universo. Como les había ocurrido a tantos antes y les seguiría ocurriendo después que a él, quiso dejar constancia por escrito de lo que bullía en su cabeza y en su corazón. Quiso modelar sus sueños, trazar los planos de las ciudades que se perfilaban en su horizonte mental.

III
Antes de que se produjera el asalto a la casa de la huerta, Javier había entrevisto en el piso de Sevilla una figura incorpórea al anochecer.
Se había explicado ese fenómeno como el resultado de la conjunción de la hora crepuscular, del cansancio y de las sombras que proyectaban los muebles. O sea, como un producto de su imaginación.
Cuando se acercaba a ese fantasma, éste se esfumaba. Cuando encendía la luz, no descubría nada.
No obstante, al regresar del trabajo, inspeccionaba el piso para comprobar que esa invención suya no lo estaba aguardando como una fiel esposa.
En los meses que precedieron a su instalación en la casa del río, durante los cuales estuvo ocupado reformándola y viajando a menudo al pueblo, esa silueta nebulosa desapareció por completo.
No era la primera vez que a Javier le ocurría esto. Recordaba episodios similares, en otros momentos y lugares, en los que había atisbado esa forma evanescente y blanquecina. Su racionalismo se apresuraba a etiquetarla de imagen intrusa procedente del mundo de las supersticiones.
Ese fantasma de sábana ondulante y contorno impreciso, cuyo perfil en la oscuridad recordaba las líneas helicoidales de un chorreón de leche en una taza de café, se ocultaba pero regresaba siempre, como si estuviese empeñado en que le otorgasen carta de ciudadanía.
Pacientemente agazapado, ese espectro parecía a la espera de hacer valer sus derechos o de cobrar Dios sabe qué atrasos.

IV
Había tres huertas consecutivas. Fue la tercera, la que estaba más alejada, la que se adentraba más en el monte, la que tenía la casa más cerca de la orilla del río, cuyo murmullo se escuchaba como una apaciguadora música de fondo, fue ésa la que más le gustó y fue ésa precisamente la que estaba disponible.
La propiedad se adecuaba tanto a sus expectativas que cambió de idea y, tras sumar sus ahorros y el dinero que obtendría por la venta del piso, pensó en comprar en vez de alquilar.
No actuó con astucia, mostró excesivo interés. Álvarez, el dueño, percatándose de ello, jugó esa baza.
Javier creyó que el trato se cerraría pronto, pero recibió una llamada de teléfono de Álvarez, el cual le contó una historia en relación con el cariño que su mujer le tenía a la huerta, y la pena que le daba desprenderse de ella. Ladinamente afirmó que tal vez no vendería, que necesitaba reflexionar.
El resultado fue que el precio subió. Javier regateó alegando que la casa no se encontraba en buen estado, que para vivir en ella había que hacer arreglos y mejoras. Pero la pesadumbre de la mujer de Álvarez sólo se mitigaba, que no desaparecía porque eso era imposible, con un buen fajo de billetes.
Javier hizo nuevos cálculos y acabó pasando por el aro. En lugar de contratar a un albañil para que hiciera las reformas necesarias, él mismo las haría los fines de semana. Esta idea no le disgustaba, pero la habilitación de la casa llevaría más tiempo del previsto. Y aun así, para determinadas tareas, tendría que llamar a un obrero cualificado.
La casita, compuesta por una habitación central con chimenea, un dormitorio, una cocina alargada y estrecha con una puerta a la parte trasera, y un pequeño cuarto de baño, quedó tan acogedora que Javier dio por bien empleados el dinero y el trabajo invertidos en ella.
Se acercaba la hora del traslado y la noche de la inauguración, la primera noche formal que pasaría en la casa de la huerta. No era, por supuesto, la primera. Anteriormente, obligado por las circunstancias, se había quedado a dormir en medio de las herramientas, los sacos de cemento y la suciedad que conllevan las obras. Pero esas noches no contaban. Esas noches eran prolongaciones de su jornada laboral y acababa tan cansado que cerraba los ojos en cuanto se echaba en la cama.
El cuatro de noviembre, aspirando el olor a tierra mojada tras las recientes lluvias, Javier recorrió el camino que discurría entre olivos, y del que partía otro en declive hasta la huerta.
Bajó la cuesta, se detuvo ante la cancela y la abrió. Una vez dentro, volvió a cerrarla corriendo el cerrojo y echando el candado.
Aparcó el coche en el rellano que había al lado de la casa, junto a las pitas de las que emergía un alto bohordo, un estilizado candelabro vegetal de numerosos brazos.
Las tardes otoñales eran cortas y ésta lo sería más, pues el cielo estaba nublado. De vez en cuando caían cuatro gotas. La noche, que tan profunda era en el monte, prometía ser lluviosa y negra como la tinta.
Para la cena había traído una botella de rioja que descorcharía para celebrar el estreno de la casa. Un tinto de color cereza y destellos de rubí con el que brindaría por su nueva vida.

V
A Javier le pareció que la claridad diurna se apagaba más aprisa. Salió fuera y contempló cómo la oscuridad se tragaba los árboles y el cauce por donde corría el Tremedal. Las densas sombras fueron invadiendo los bancales de hortalizas y cercando la casa, que destacaba como único núcleo luminoso.
Pensó absurdamente que la noche manifestaba un acuciante deseo de apoderarse del mundo.
El tiempo había empeorado. Empezó a lloviznar, pero esas pocas gotas no lo decidieron a entrar en la casa.
Permaneció bajo la parra recién podada, sintiendo el agua en el rostro, hasta que arreció y tuvo que refugiarse para no acabar empapado.
Cerró la puerta y echó el cerrojo. Se quedó mirando la habitación en la que pasaría la mayor parte del tiempo, donde trabajaría, comería, leería, escribiría…
Se quedó allí un rato, oyendo el repiqueteo de la lluvia cada vez más sonoro, en un estado de ánimo difícil de precisar.
La naturaleza muerta estaba en el testero de en frente, a la izquierda de la chimenea. Era lo primero que se descubría al entrar. Álvarez, cuando la vio un día que vino a hablar con Javier de la explotación y cuidado de la huerta, se paró en seco e hizo un gesto con la cara que evidenciaba su rechazo. “¿No te gusta?” le preguntó Javier. “Me gustan las pinturas más alegres” respondió.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Javier. La palmatoria del cuadro, que reposaba sobre dos viejos infolios, se había encendido. Una llamita parpadeante coronaba el cabo de vela casi consumido, cuyos chorreones solidificados bajaban hasta el platillo.
A Javier se le puso la carne de gallina cuando observó cómo la calavera, colocada de medio perfil sobre el paño de terciopelo escarlata, cambiaba de posición. Giró lentamente hasta enfilar con sus cuencas vacías, con esos profundos cuévanos que los arcos superciliares aureolaban de malignidad, al aterrado espectador.
La mirada de esos dos agujeros descarnados que por momentos parecían agrandarse, anonadó a Javier.
La nariz corroída por el tiempo, las apretadas mandíbulas en las que no faltaba un diente, el abovedado hueso frontal quedaron anulados. Sólo existían esos dos pozos o túneles que se perdían en la negrura de una sima insondable.
Haciendo un esfuerzo, Javier se sustrajo a la atracción de ese abismo. Comprobó que el reloj de arena, situado a la izquierda del cráneo, que ocupaba el centro de la composición, funcionaba.
Un silencioso chorrito caía de la ampolla superior a la inferior, donde empezó a formarse un montículo que fue ganando altura.
Tragando saliva, Javier advirtió que algo bullía en el interior de la calavera. A través de las órbitas percibió movimientos, remolinos, cambios de densidad de las tinieblas.
Por las cuencas, una tras otra, empezaron a salir libélulas de alas largas y estrechas, cuya cabeza era una reproducción de la calavera. Revoloteaban sin posarse en ningún sitio, dejando tras ellas un rastro fosforescente amarillento, anaranjado, rojizo.
A estos insectos sucedieron enjambres de rechonchas y marrones polillas, tras los que salieron bandadas de escarabajos negros y verdes de brillo metálico, con pinzas y cuernos. Luego aparecieron unos caracoles con antenas provistas de ojos incoloros e inquisidores. Estos moluscos, reptando por los pómulos y las mandíbulas de la calavera, bajaron primero al tapete de terciopelo y luego, en fila india por las patas de la mesa, al suelo, donde se desparramaron husmeando por todos los rincones.
Javier se dijo que estaba sufriendo una alucinación. Esos bichos no eran reales. Ninguno lo había rozado. Aunque él no estaba dispuesto a alargar la mano para tocarlos y comprobar su autenticidad, concluyó que ese ajetreo infernal era un espejismo. Algo que había comido le había sentado mal. Un desarreglo orgánico era, sin duda, la causa de esas delirantes percepciones.
Los caracoles se habían ido congregando a su alrededor, con sus acuosos ojos fijos en él. Las libélulas le dirigían muecas malévolas. Unas y otros parecían burlarse de su intento de encontrar una explicación coherente.
De las cuencas de la calavera seguían saliendo sabandijas peludas, aladas, de colores biliosos, con trompas, crestas, coseletes, cascos, enhiestos aguijones. Volando, arrastrándose, saltando, invadían el suelo, el techo, las paredes, el aire, entremezclándose, multiplicándose exponencialmente, convirtiendo la habitación en una ciudad superpoblada en la que pronto no cabría un alfiler.
Enterrado en ese maremágnum, Javier sintió que se asfixiaba. Esa proliferación de bichos cada vez más densa no sólo le estaba robando el oxígeno, sino que lo estaba hundiendo en esa oscuridad ultraterrena, en esa inconcebible nada de la que habían surgido.
Para repeler a ese ejército maligno se necesitaba una fe de la que él carecía. Pero si no podía derrotarlo, al menos moriría luchando. Su tambaleante cordura le estaba dictando una acción desesperada.
Cerró los ojos y, atravesando ese muro bullente, ese hervidero espeso, esa zoología demoniaca, se dirigió al cuadro. Lo descolgó. Volvió sobre sus pasos y descorrió el cerrojo. Abrió la puerta y tiró el bodegón lo más lejos que pudo.

VI
Todo había sido un espejismo, una broma macabra de su imaginación. Se había dejado asustar por ridículas visiones propiciadas por la fatiga mental o por una alteración orgánica.
Recordó que en el pueblo, donde él no había puesto los pies, había andancia. Álvarez le había comentado que el virus afectaba a las vías respiratorias o al aparato digestivo, provocando en ambos casos fiebres altas.
Y después estaba el desencadenante de ese lamentable episodio, ese dichoso cuadro que no tenía que haber traído, que tenía que haberse quedado en Sevilla, que tenía que haber vendido o regalado.
Vida nueva, decorado nuevo. Había sido una equivocación no deshacerse de ese elemento de su pasado que, en una reacción natural, hizo arrugar la nariz al ex propietario de la huerta.
Fue a beber agua a la cocina. Se le habían quitado las ganas de descorchar la botella de rioja. Pensó en preparase algo de comer. Algo ligero. No tenía hambre.
Abrió el frigorífico. Estaba dudando entre coger dos huevos para hacer una tortilla o el tetrabrik de caldo, cuando oyó arañazos en la puerta que daba a la parte trasera.
La madera crujía como si alguien la estuviese presionado, como si alguien quisiera entrar.
Se acercó a la ventana que había encima del fregadero. Se oyeron golpes en la puerta principal.
Apartó la cortina a cuadros azules y miró a través del cristal surcado de innumerables regueros de agua.
No vio nada. Acercó más la cara y, del otro lado, una enorme cabeza de perro hizo otro tanto, quedando ambas frente a frente. El animal aulló y, alzando una mano humana, señaló la puerta.
El gesto negativo de Javier, igual que su súbito retroceso, fue automático. El cinocéfalo enseñó los dientes en un largo gruñido. Luego empezó a ladrar cada vez más fuerte, como si le estuviese soltando una reprimenda al hombre.
Javier echó la cortina y regresó a la habitación de la chimenea, que tenía dos ventanas, una al emparrado y otra al camino.
Seguían aporreando la puerta. Agarrados a los barrotes de la reja vio a unos seres monstruosos que le hacían señas.
En la ventana de la izquierda había hombres con un solo ojo en la frente. En la otra, criaturas sin cabeza se peleaban con otras que tenían varios brazos para hacerse sitio.
Esas abominaciones cercaban la casa. Esos monstruos querían entrar. Sus golpes y gritos se superpusieron al ruido de la lluvia.
Javier no cedió. Al cabo de un buen rato se oyó de nuevo el sonsonete del agua.
Encendió la luz exterior y miró a través de la ventana. Junto a la puerta sólo quedaba un grupo de hombres con ojos en los hombros y la nariz y la boca en el pecho.
Tenían metidos los pies en un lodazal en el que poco a poco fueron disolviéndose.
Javier se dejó caer en el sillón, frente a la chimenea apagada. Ésta era su primera noche oficial en la casa de la huerta. Su primera noche de vida retirada y centrada en el trabajo, los libros y los paseos por el monte. De vida en la que las relaciones con los demás se reducirían al mínimo indispensable.
Prudentemente había acordado con Álvarez que siguiese explotando la huerta, a cambio de tenerla cuidada y de suministrar a Javier las frutas y verduras que le fueran necesarias. Su concepto de vida de ermitaño no incluía coger el azadón y el rastrillo.
Su primera noche había sido una caída en picado que socavaba los cimientos de sus facultades mentales. Esos sueños aterradores, esas alucinaciones, lo llevaron a preguntarse si podría resistir.
Pasó el resto de la noche en vela, sentado en el sillón, con el temor de sufrir un nuevo ataque.
Cuando las grises luces de un cielo encapotado anunciaron un nuevo día, Javier se levantó y abrió la puerta. El suelo de ladrillos estaba limpio, baldeado a conciencia por la intensa lluvia.
La noche se diluía en un amanecer brumoso, perfilándose un mundo de colores apagados, un mundo confuso, carente de nitidez y límites.
Fue al cuarto de baño. Antes de enjuagarse la cara, se miró en el espejo que le reflejó sus ojos enrojecidos, su palidez, su cansancio.

 

 

 

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                                   1

Hay en Las Hilandarias una casona de muros encalados, con escasas y altas ventanas a la calle que están siempre cerradas.
En uno de los ángulos de este edificio se levanta una torre cuadrangular, maciza, rematada en una veleta con la primera letra de los puntos cardinales.
Esta casona es conocida como “el palacio”. Se entra por un portalón gris tachonado de clavos negros. Está situada en el casco antiguo del pueblo.
Desde la torre se contempla la campiña que se extiende ante ella como una inmensa alfombra parda surcada por las franjas grises de las carreteras de Besoto y Conquista, y limitada a la derecha por la lejana cenefa del río Tremedal.

2

Crucé el pueblo con mi mochila azul y negra donde llevo lo que me hace falta: cuadernos, libros, bolígrafos…
Marchaba aspirando el aire con olor a jara de los haces que almacenan en los patios de las tahonas para ser quemados en los hornos.
Marchaba disfrutando de la transparencia y quietud de las mañanas estivales de Las Hilandarias.
La idea me la sugirió Perindola que conoce todos los recovecos y secretos del pueblo. No tengo interés en responsabilizar a nadie, ni siquiera a ese zascandil irredento.
Necesitaba un lugar tranquilo donde realizar mi labor y “el palacio” lo era.

3

Las estancias son espléndidas: de techo alto, amplias, con baldosas blancas y negras formando dibujos geométricos. Las ventanas de postigos entreabiertos dan a un patio central adoquinado con un pozo y un pilar.
Frías y en penumbra, recorro las habitaciones a pasos lentos, como si temiera despertar a alguien.
Hay muebles antiguos, espejos de marcos de madera tallada, jarrones de porcelana, candelabros, cortinas de damasco, consolas con tapas de mármol…
Ante una mesa de caoba con un paño de terciopelo verde y un relicario de cobre dorado, me rindo a la evidencia de que no hay ningún sitio adecuado para ponerme a trabajar.
Sigo adentrándome en “el palacio” con sus paredes llenas de cuadros de motivos cinegéticos y religiosos, con sillas tapizadas, sofás y sillones de cuero…Con ese silencio más propio de un museo que de una vivienda.
Me noto tenso. Comprendo que allí no podré concentrarme, que allí no pinto nada.
Doy media vuelta y desando las desangeladas estancias. Cuando cruzo el patio, el calor del sol reanima mi cuerpo y reconforta mi espíritu.

 

 

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                                        V
Lo arreglé por teléfono. No se me ocurrió avisar a mi madre. No tenía la intención de visitarla y verme en el compromiso de tener que dar explicaciones engorrosas o mentir.
Sabía también que intentaría convencerme de que me quedase todo el fin de semana. Yo quería regresar a Sevilla en cuanto acabase.
Hacía un buen rato que había oscurecido. Dejé el coche en el ensanche de la Atarazana, junto al Ford Fiesta blanco de Josefito, que vive allí cerca.
Estaba irritado. Por un motivo o por otro, siempre acababa recalando en Las Hilandarias. Pero, por mucho que rezongase, tenía que rendirme a la evidencia de que aquí la realidad tenía un espesor del que carecía en cualquier otra parte. En otros lugares era como si la vida no llegase a cuajar.
Había que andar un trecho, luego girar a la izquierda a la altura del caserón de los Méndez y subir por la Costanilla hasta la Orujera.
Este barrio es el más antiguo del pueblo. Lo forma un entramado de calles mal empedradas y de trazado irregular. Las casas son achaparradas, aunque casi todas tienen soberados o camaranchones, como revelan los ventanucos superiores de sus fachadas.
Cogí por la calle Deanes, que se curva y desemboca en la plazoleta del Buen Pastor, adonde tenía que ir en primer lugar.
Antaño la molienda de la aceituna se realizaba en este barrio. Todavía se conservan algunas almazaras, con sus prensas y sus tinajas panzudas en las que se almacenaba el aceite. En la vía pública quedan restos en forma de canalillos, ennegrecidos y deteriorados, que servían de cauce al alpechín.
Mientras caminaba sin prisa, creí percibir el olor a aceitazo que, en otro tiempo, impregnó la Orujera. Tras tantos años, ¿seguían flotando en el ambiente esos efluvios densos o eran imaginaciones mías?
Me detuve a la entrada de la plazoleta del Buen Pastor, que es un espacio trapezoidal en donde confluyen tres calles. En ese rincón se acrecentaba la sensación de soledad, palpable en todo el barrio.
Casi todos sus habitantes son personas mayores que, una vez anochecido, se encierran en sus casas hasta el día siguiente.
La Orujera se está despoblando a ojos vista. Durante los meses de invierno aumentan las defunciones.
Aunque en Las Hilandarias las mujeres sobreviven a los hombres, en la Orujera esta tendencia es más acusada. De hecho, es considerado un barrio de viejas. Yo iba a hablar con una de ellas.
En el centro de la plazoleta hay un pedestal con una cruz afiligranada. Una verja cuadrangular lo rodea, delimitando un arriate donde crece la hierba.
Desde la esquina, donde estaba parado, podía ver el deslucido azulejo que decora una de las caras del pedestal. Un joven con una túnica corta de color carmesí y una aureola amarillenta lleva sobre sus hombros un cordero sujeto por las patas. En bandolera le cuelga un zurrón.
La pieza de cerámica está enmarcada en un cordoncillo azul, que es también, aunque más desvaído, el color de fondo de la composición.
A la izquierda, sobresaliendo de las techumbres de tejas morunas y de los caballetes ondulados, se alza el muro de la capilla, reforzado por dos contrafuertes.
Esta capilla fue una sinagoga, más tarde cristianizada y puesta bajo la advocación del Buen Pastor. No está situada en la plazoleta del mismo nombre, sino en una calleja cercana llamada de Tundidores.
Crucé la plazoleta y me dirigí a una de las casas que, como las otras, estaba cerrada a cal y canto. Desde el exterior no se apreciaba el más leve rastro de luz.
La aldaba de la puerta estaba envuelta en un trapo de forma que, cuando golpeé con ella, produjo un sonido apagado.
Faustina tenía el pelo blanco y estaba tan encorvada que apenas podía levantar la cabeza.
Vivía sola. Por la noche se quedaba con ella su nieta Luisa, que es con quien hablé por teléfono.
Luisa no había llegado todavía. La anciana no sabía dónde estaba ni cuándo vendría.
Aunque no hacía frío, Faustina estaba arrebujada en una toquilla negra. Metió una mano en un bolsillo de su delantal y sacó una llave de considerable tamaño, que me alargó. Luego cerró la puerta y echó el cerrojo.

 

 

 

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Íbamos a echar un magnífico día de campo. Nos dimos cita en una plaza de Las Hilandarias. Reinaba el buen humor. Una comida al aire libre es un acontecimiento festivo.
Entre risas y bromas esperamos a que llegasen todos para ponernos en marcha. Nos dirigimos andando a un lugar situado a cuatro kilómetros del pueblo, en la dehesa Boyal, a orillas de un arroyo flanqueado de adelfas y rosales silvestres.
Aunque al principio discutimos sobre dónde vamos a ir, al final siempre acabamos en ese paraje, por el que tenemos querencia.
Una buena parte del camino discurre entre dos muretes de piedras sueltas. En el cielo, hay nubes blancas que se alargan y curvan en incipientes espirales. El aire frío y la atmósfera transparente tonifican el espíritu. Estos días soleados de invierno son una bendición.
Soltamos las mochilas y las bolsas al pie de una añosa encina y vamos en busca de leña. El círculo de piedras ennegrecidas donde hacemos fuego, está en su sitio, tal como lo dejamos la última vez.
Si guardamos silencio, se escucha el murmullo del arroyo. Debido a las rocas que jalonan su recorrido, el agua se abre en numerosos brazos. Hay tramos del cauce que están tapizados de musgo, y otros que están pavimentados de guijarros grises y blancos.
No recuerdo quién fue el primero en darse cuenta y señalarlos con el dedo. La comida se nos atragantó.
Estaban posados en las ramas más altas de la encina, inmóviles como estatuas, y nos observaban.
Las sardinas empezaron a requemarse, pero nadie pensó en sacarlas del fuego.
Con la tostada empapada de aceite en una mano, tan quietos como ellos, éramos la imagen del alelamiento. Sólo faltaba que se nos cayera la baba de la boca entreabierta.
No se nos ocurrió que quisieran atacarnos, si acaso arrebatarnos la comida. O tal vez estaban esperando para dar cuenta de los restos. Esto último parecía improbable.
Por su forma y tamaño me recordaron a una sirena, aunque esos pájaros permanecían obstinadamente callados. Sólo se escuchaba el rumor del arroyo.
Daban tal sensación de pesadez que uno se preguntaba cómo podían volar. Su plumaje negro como el hollín tenía reflejos metálicos. Las garras de afiladas uñas estaban plantadas sólidamente en las ramas del árbol.
Pero lo que nos dejó fuera de juego fue otra cosa. Esos tres grajos gigantes y rechonchos tenían cabeza humana.

 

 

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                                        I
Nos dirigimos a la vivienda que habían alquilado unos extranjeros en la calle Tercia. No es que Las Hilandarias se haya puesto de moda y haya entrado a formar parte de los “tour operators”. Pero de vez en cuando recalan en el pueblo británicos, alemanes o franceses. Incluso escandinavos. Es el signo de los tiempos.
La idea fue de Esteban. Teniendo en cuenta que a duras penas chapurrea un poco de inglés, su habilidad para relacionarse con todo el mundo es admirable.
Estos visitantes en concreto de cuya nacionalidad no me enteré, no hablaban apenas español. Casi se puede afirmar que no hablaban.
Mi amigo entró como Pedro por su casa, como si fuese uno más de la familia. Su desenvoltura es para mí otro motivo de asombro.
Se coló o nos colamos de rondón. Cruzamos el zaguán, la habitación de en medio y el comedor, desembocando en el patio sombreado por una parra, al fondo del cual había un cobertizo donde estaban los rubicundos forasteros jugando a las cartas.
Nos acercamos y contemplamos durante un rato cómo jugaban en silencio. Nadie dijo nada, ni ellos ni nosotros. Cuando nos cansamos de mirar, nos dimos media vuelta y nos fuimos.

 II

Esteban me propuso entonces dar un paseo en coche. Yo pensaba que ni siquiera tenía carnet de conducir.
Respondió a mi gesto de extrañeza con una sonrisa pícara en la que leí: “En cualquier caso tengo coche”.
Se trataba de un magnífico deportivo rojo.
Como me temía, Esteban era un conductor impulsivo. Rápidamente me arrepentí de haber aceptado su invitación, aun siendo consciente de que habría tomado a mal mi negativa.
Desde luego, montarme en ese bólido con Esteban al volante era una temeridad sin perdón de Dios.
El aerodinámico Alfa-Romeo llegó a Sevilla en un abrir y cerrar de ojos. Tras el vertiginoso viaje, empezamos a recorrer la ciudad como dos turistas ansiosos por descubrir rincones típicos.
Cada vez que Esteban apartaba la vista de la calzada para mirar a un lado o a otro, yo sentía un cosquilleo en el estómago. Su aparente seguridad incrementaba mi inquietud.
Sin venir a cuento dio un acelerón. Estas reacciones impredecibles y estúpidas impiden que uno pueda fiarse de él.
Hasta ese momento se había comportado prudentemente, pero en un acceso de hastío decidió tirar por la borda su sensatez.

 

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III
Aquí está mi centro. El centro es el lugar donde todo tiene consistencia y realidad.
Allí son las afueras por donde uno vaga sin consuelo como las almas de los condenados en el infierno.
En ese destierro el tiempo y el espacio son irreales, desprenden un resplandor lunar que va calando en tu interior hasta convertirte en un fantasma.
En ese destierro te sientes ajeno a ti mismo, sufres un proceso de extrañamiento, los sentidos se embotan, la mente se nubla.
Aquí los gestos te incardinan en el mundo, no son repeticiones absurdas. La luz de este reino realza las formas y los colores. La vida se revela en sus inabarcables dimensiones.
Aquí la vida no es una pantomima, una fantochada, un relamido ballet. No es un paréntesis deprimente, una apostilla de difícil comprensión, un edificio de cimientos de arena.

IV
Olvidarme de ti equivaldría a morir de la peor de las muertes. Sería convertirme en un zombi. Como los que pululan por allí.
El centro es el lugar de la existencia y de la energía, el punto de intersección del tiempo y de la eternidad. En el centro convergen el pasado y el futuro que se condensan en un presente glorioso.
Es aquí y únicamente aquí donde se manifiesta lo real absoluto porque, no hace falta decirlo, éste es un enclave santificado por nuestros sufrimientos, nuestras alegrías, nuestras ilusiones, nuestros sueños.
Aquí, en esta casucha con su emparrado y su huertecillo, donde vives ahora con el porquerizo, está mi ónfalo, mi montaña, mi faro, mi imán. Aquí está el santuario donde las oraciones brotan puras y sinceras del corazón.
Incluso el mal ocupa aquí su lugar como algo incompresiblemente necesario.
Ayer estuve paseando por el pueblo, por ese laberinto de atracciones y repulsiones, por esa amalgama luminosa, por la matriz en que fuimos gestados, por el crisol en que nos forjaron.
Estuve recorriendo la Orujera, el barrio más antiguo de Las Hilandarias. A medida que me adentraba en sus calles pavimentadas de adoquines y subía sus cuestas, los recuerdos se reavivaban, me renovaba, me expandía.
Los adoquines se convirtieron en teselas de colores que figuraban peces, aves, plantas…y las calles en antesalas de un grandioso templo en cuyo tabernáculo se guarda el secreto de los secretos.
Aquí te dejo esta vela de cera de abeja. Esta modesta ofrenda. Esta prueba de que te tengo presente.

 

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I
No te he olvidado. Menos aún traicionado. A veces, ya sabes, las circunstancias se imponen y hay que doblegarse. La falta de tiempo, el cansancio, las obligaciones que anteceden a las devociones aunque éstas ocupen el primer puesto en tu personal escala de valores.
No, nunca he leído en tu mirada una crítica ni abierta ni velada. Nunca he detectado la más leve recriminación.
Soy yo quien me digo que tengo una gran facilidad para hilvanar explicaciones, una bochornosa habilidad para la autojustificación y la autoindulgencia.
No, nunca se te ha ocurrido dirigirme reproches. Pensarás que bastante tengo con ser un tramposo que se engaña a sí mismo.

II
Fui a buscarte a casa del porquerizo pero no estabas. El Belloto me dijo que habías salido a pasear. Seguramente, me indicó, te encontraría a orillas del arroyo donde te gusta sentarte a contemplar el agua y a escuchar su murmullo.
Pero tampoco estabas allí. Anduve de acá para allá pero mis pesquisas fueron infructuosas.
De vuelta a la casa, le comenté al Belloto que tu rescate, por llamarlo de una manera inapropiada y pretenciosa, es la tarea que da sentido a mi vida. Ya sé que estas palabras suenan a despropósito.
El rescate de ese mundo que tiene el poder de dotar de realidad a los actos, de hacerlos verdaderos, de revestirlos de belleza. De ese mundo de raíces tan profundas y del que ascienden pulsiones como derechazos que me dejan literalmente noqueado.
Con las vivencias primordiales no caben componendas. Puedo disfrazarlas o disfrazar mi cobardía con vistosos ropajes.
Pero cuando más emperifollado estoy, una de esas bombas explota en mis narices recordándome mi condición de desertor.
No voy a repetir las manidas razones de mi inhibición. Esos motivos ajenos a mi voluntad. Esas obligaciones que me desbordan. Mis propias limitaciones.
Aunque no me creas, y estás en tu derecho, estoy deseoso de recorrer estos caminos, de pasear por las calles del pueblo, de entrar en sus casas, de hablar con sus moradores, de cederles la palabra y escuchar religiosamente sus historias.

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