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Archive for the ‘El camino de regreso’ Category

32

La sala era circular y alta, de techo acampanado con un tiro por el que ascendía el humo. Me colocaron más cerca del fuego y me quitaron la manta de lana que sacudieron y colgaron en un tendedero hecho con ramas.

A los enanos se les veía tan taciturnos como siempre, pero sus movimientos precisos y su aplomo revelaban que estaban en su elemento.

Se quitaron el sombrero, el morral y el tabardo, que pusieron a secar al lado de la manta. Mis rescatadores se sentaron en unas piedras redondeadas y extendieron los pies hacia la lumbre.

A primera vista parecían hermanos gemelos. Observados con más atención resaltaban las diferencias. La estatura era similar. La cabeza maciza también. Pero Moncho era mayor. Incluso me atrevería a afirmar que de edad avanzada. Tenía el pelo ralo y canoso. Su mirada era más afable.

Los dos iban vestidos como si perteneciesen a otra época. Llevaban calzas marrones y jubón, el de Moncho verde y el de Chencho granate. De la correa les pendía una cantimplora pequeña.

Durante un rato estuvimos contemplando el bailoteo de las llamas. La leña crepitaba. De vez en cuando se producía una explosión y un haz de chispas salía disparado. “Son las agallas de las encinas” dije en un intento de entablar conversación que fue ignorado.

Moncho se levantó y desató parsimoniosamente la cantimplora. Se acercó a mí y destaponó el recipiente. Luego, sosteniéndome la cabeza con la mano libre, dijo: “Bebe”. Lo miré más curioso que escamado. Repitió: “Bebe”.

Di un trago. Una poción dulce entre cuyos ingredientes se contaban la leche y la miel, me dejó en el paladar un regusto sedoso. Di otro trago más largo. Moncho retiró la cantimplora. “Está bueno” dijo. Asentí.

Volvió a su asiento y dio un sorbo. Luego cerró la cantimplora y la dejó a su lado. Chencho bebió también de la suya.

“Vamos a descansar” anunció Moncho, “nos queda todavía un largo camino” “Hasta que se apague el fuego” sugerí animado. La mirada de Chencho me hizo sentir como si hubiese dicho una inconveniencia.

Su actitud crítica no me desalentó. Pasados unos minutos, les pregunté: “¿Vosotros sois extremeños? Cuando estudiaba la carrera, coincidió conmigo un enano de Villanueva de la Serena…” La segunda mirada que me lanzó Chencho fue tan descorazonadora que cerré el pico de inmediato. Con las ganas que tenía de comunicar que ese compañero se llamaba como él.

 

 

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31

Me dejaron en el suelo. Chencho se frotó las manos. Moncho suspiró y dijo: “Me lo temía. Hemos tardado demasiado tiempo”. Me entraron ganas de hablar, pero lo que se me ocurría era inoportuno. Consideré más prudente permanecer callado.

Con voz ronca Chencho declaró: “No tenemos otra alternativa”. Moncho miró a su compañero y asintió.

Acto seguido empuñaron las parihuelas y se adentraron resueltamente en el arroyo.

Era necesario meterse en el agua, que se agitaba como si estuviera hirviendo, para sortear una roca. Al otro lado subsistía una franja de chinas y arena. El torrente rugía en ese tramo plagado de remolinos.

La playita limitaba con el derrumbe parcial de una envejecida mole de granito. Caminar por ese amontonamiento de piedras con la camilla fue otra de las proezas que realizaron los enanos.

Unas veces saltando, otras arrastrando los pies, guardando siempre el equilibrio, lograron llegar a la salida del barranco. Se comportaban como si todo lo tuvieran previsto. La corriente tronaba, pero a ellos se les veía tranquilos.

Seguimos nuestro camino a buen ritmo. Los enanos procedían con determinación. No perdían un minuto en intercambiar opiniones o valorar la situación. De hecho no hablaban.

Esta firmeza, que podía pasar fácilmente por tozudez, no contribuía a hacerlos simpáticos.

Al llegar a la altura de un quejigo, nos apartamos del arroyo y nos internamos en el encinar. No lejos se alzaban varios montes erizados de peñascos.

Nos dirigimos a uno de esos cerros punteado de torretas y agujas rocosas. En su base, formando un cordón irregular, había grandes berruecos redondeados, como cuentas de un gigantesco rosario.

La vegetación espesa de lentiscos y coscojas dificultaba la marcha.

Cuando llegamos, me dejaron bajo un algarrobo y desaparecieron. Al cabo de un rato regresaron y bordeamos el cerro hasta el lugar donde habían despejado de zarzas y escaramujos la boca de una cueva.

Me metieron dentro y procedieron a camuflar la entrada. Para esta tarea se pusieron unos guantes que llevaban en el morral. Con cuidado volvieron a colocar en su sitio la maraña de tallos espinosos. Luego taponaron la boca de la cueva con piedras, de forma que nos quedamos encerrados y a oscuras.

La situación no era de mi agrado, pero me abstuve de protestar. Cargando con las parihuelas, sin titubeos, se internaron en la gruta. Descendimos un trecho no muy largo.

Cuando el suelo se niveló, nos paramos. Oí el ruido que hacían los enanos trasteando. Luego los golpes del eslabón sobre el pedernal, del que brotó un reguero de chispas azules. Y un fuego iluminó la cámara donde estábamos.

 

 

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30

Tardaron poco tiempo en regresar. Habían ido a buscar unas parihuelas. A renglón seguido se aplicaron a la dificultosa tarea de sacarme del coche. Moncho entró y se colocó de pie en el asiento del copiloto. Chencho abrió la puerta del conductor. Eran fuertes y hábiles.

Como no ignoraba que los accidentados con una fractura, máxime si era de columna, debían permanecer in situ hasta la llegada de un médico, me asusté cuando los enanos empezaron a manipularme.

La punzada en la espalda persistía pero no pasó nada. Me sentí feliz de dejar el habitáculo donde había permanecido durante la noche. Y me reanimé cuando la lluvia me mojó la cara.

Los enanos, como supe posteriormente, eran unos expertos que tenían asignada esta tarea de rescate.

Las aguas lamían las ruedas del Mercedes. Mis camilleros, que calzaban botas altas, tuvieron que chapotear. Estaban tan concentrados en su trabajo que parecían no darse cuenta.

Moncho me cogió por las axilas y Chencho por las corvas. Sin brusquedades me sacaron del vehículo, lo rodearon y me tendieron en las parihuelas.

Acostado en ellas, contemplé el arroyo embravecido y espumeante cuyo caudal aumentaba a ojos vistas. Moncho me cubrió con una manta de estameña, abrigada y rasposa, por la que resbalaba el agua sin empaparla.

Dijo: “De buena te has librado”. Si el temporal proseguía, el coche se anegaría. Incluso podía ser arrastrado por la corriente.

Miré con indiferencia ese armatoste pintado en un tono café con leche. Más leche que café según la apreciación zumbona de Elena.

En absoluto apenado por abandonar el Mercedes a su suerte, dirigí mi atención al arroyo salido de madre y convertido en una fuerza ciega.

Con sus manos pequeñas de dedos morcillones, Moncho y Chencho asieron las varas de las parihuelas. Las levantaron sin esfuerzo y se pusieron en marcha.

Ni siquiera para un par de robustos enanos era tarea fácil andar por la empinada ladera del barranco. Podía ver la cara de Chencho que, aunque no rezongase, no lo estaba pasando bien. Durante el camino, que fue largo, apenas despegó los labios. De los dos era el más reservado.

Recorrimos un tramo de pizarras que puso a prueba la pericia de mis camilleros. Las lajas crujían bajo sus pies que ellos sabían cómo colocar para no salir rodando.

Avanzando por entre unos chaparros que habían arraigado en ese lugar, llegamos hasta una banda de tierra sin matorral.

Esta pista en declive estaba llena de guijarros. Avanzamos despacio. Cuando el terreno se puso impracticable, los enanos descendieron de lado hasta la orilla del arroyo desbordado, cuyo curso remontábamos.

 

 

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29

Recostado en el asiento, con los brazos pegados al cuerpo, cerró los ojos e inspiró profundamente. Pronto su respiración se hizo imperceptible. En su rostro quedaba la huella de una leve sonrisa.

Mi joven pasajero se convirtió en la imagen del sosiego. No iba a realizar nuevos pases mágicos. Más parecía que descabezaría un sueño. Pero deseché esa idea. Me había ofrecido su ayuda y estaba cumpliendo su palabra.

Si había logrado que esa luz descarnada se replegase, era seguro que podía ejecutar otros prodigios.

Quizá él fuera, en efecto, mi salvador. Nada tenía que perder. Nada podía hacer por mí mismo. Mi malestar había remitido también.

Dejé de observar al niño y miré al frente. Incrustado en las entrañas de esa incandescencia, distinguí un punto negro que luchaba por hacerse un hueco.

La manchita redondeada fue agrandándose. Aumentó tanto de tamaño que debí rectificar. No era de color negro sino azul marino.

El azul de una noche serena que toca a su fin.

Ese ojo de buey siguió creciendo y aclarándose hasta desembocar en el cielo de un día despejado.

Me quedé dormido. Cuando me desperté, la punzada en la espalda era más fuerte. Era como si me estuviesen clavando un objeto puntiagudo en la columna vertebral. Era un dolor intenso y localizado pero no insoportable.

Un resplandor grisáceo había desplazado a la oscuridad nocturna. Había amanecido. Las nubes densas y bajas descargaban con perseverancia.

Me puse a examinar de nuevo los signos que los regueros de agua trazaban en el parabrisas.

El corazón me dio un vuelco cuando vi dos caras pegadas al cristal de la ventanilla. Lo limpiaron con las manos. Luego, haciendo visera con ellas, miraron dentro del coche. Tras estudiar la situación, se pusieron a hablar.

Uno de ellos abrió la puerta y anunció: “Me llamo Moncho y este es Chencho. Vamos a sacarte de aquí”. Se expresó con tal rotundidad que no me cupo duda.

Antes de pasar a la acción inspeccionaron el terreno. Eran dos enanos tocados con un sombrero. Pese a ir cubiertos hasta los tobillos con un tabardo, se apreciaba su robustez.

Una vez sopesados los pros y los contras del rescate, se asomaron al interior del Mercedes y asintieron con la cabeza, de lo que deduje que ambos habían llegado a idéntica conclusión. Sin dar ninguna explicación cerraron la puerta y se fueron.

 

 

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28

Escuché una risita a mis espaldas. Rápido como un rayo, volví la cabeza y, en mitad del asiento trasero, vi a un niño de siete años que me sostuvo la mirada de desconcierto.

La intensa luminosidad, que convertía el interior del coche en un plató infernal, no lograba borrar la divertida expresión del pequeño.

Su presencia era un desafío a esa blancura corrosiva que nos amortajaba. Su carencia de miedo hizo que reviviera en mí la esperanza.

Vestía pantalones cortos y un jersey de pico. Los calcetines le cubrían las pantorrillas. Tenía desabrochado el botón superior de la camisa. Sonrió y me mostró una corbata con elástico. “Me la he quitado. Me apretaba” explicó.

Luego me comunicó que, si yo lo deseaba, podía ayudarme. No salía de mi asombro.

“Esta luz te molesta, ¿verdad? Es muy desagradable. En lugar de alumbrar deslumbra”. Repentinamente serio, añadió: “Es una luz que se lo come todo”.

“Te asusta, ¿verdad?” No respondí nada. Una nueva oleada de angustia absorbió mis escasas fuerzas. El deseo de franquear ese límite tras el cual cesa el sufrimiento, se hizo imperioso.

Mi supuesto salvador no se desanimó por mi silencio. Su serena voz infantil se oyó de nuevo: “¿Quieres que lo intente? Es fácil. Mira cómo se hace”.

A pesar de mi extenuación, giré la cabeza y observé al chiquillo. “Puedo hacerlo. Es fácil” “Eso ya lo has dicho”.

El niño levantó el brazo derecho con la mano extendida. Su rostro adquirió un aire severo. Su mirada se fijó en un punto indeterminado. Me dio la impresión de que había caído en trance.

A continuación empezó a mover lentamente la mano extendida. Al principio no me percaté de nada. Al cabo de pocos minutos era evidente que la intensidad lumínica había disminuido. En cuanto el resplandor perdió su virulencia, el interior del coche recuperó su aspecto habitual.

El chiquillo siguió balanceando la mano. Con ese ligero gesto estaba haciendo retroceder a la luz. Pero esta retirada se interrumpió de pronto.

Comprobé que mi pequeño mago había dejado caer el brazo. “¿Te has cansado?”. Sus rasgos se habían distendido. Su aspecto era normal. No parecía dar importancia a la proeza que acababa de realizar.

“Así está bien” respondió, “ahora voy a hacer otra cosa”.

 

 

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27

Inmóvil, arrullado por el aguacero, pasé revista a mis encuentros con Jacinto. Solitarios o encadenados surgían los recuerdos.

En mi conciencia sólo subsistía una reducida idea de peligro en relación con la crecida del arroyo cuyo estruendo se entremezclaba con el de la lluvia.

Jacinto recitaba de tarde en tarde unos versos de Shakespeare que venían como anillo al dedo. Era una cita sobre los cielos descargando su furia sobre la tierra y los vagabundos corriendo despavoridos en busca de refugio.

Pero no era necesaria la cólera celeste para poner en fuga a los menesterosos, concluía. Bastaba la propia condición humana.

En cuanto al deseo de hallar cobijo, opinaba que era un error. Sólo era posible regresar al hogar.

“¿A qué hogar?” le pregunté, “si son mendigos, es seguro que no lo tienen”. Su respuesta fue una amable sonrisa. Yo fruncí las cejas. Nunca he sido aficionado a los enigmas ni a los esoterismos.

En otra ocasión me habló de los archivos akásicos. En algún lugar del Universo se estaba registrando las obras, las palabras, los pensamientos, las sensaciones, los sueños, los deseos de todos y cada uno de los seres humanos. Nada de lo que hacíamos u omitíamos caía en saco roto.

En esos archivos figuraban desde un suspiro hasta un discurso de investidura. Objeté que ese tratamiento igualitario me parecía injusto. El segundo no merecía ser conservado en esa biblioteca toda la eternidad.

Distinguí un punto luminoso que se acercaba. Traté de moverme. Una náusea profunda me puso mortalmente enfermo. En mi cabeza bailaron los faros del todoterreno y los del camión. Me encontraba peor de lo que pensaba. Tal vez esa angustia congelada en el pecho era el principio de la agonía.

Se apoderó de mí un afán desesperado de abandonar mi cuerpo.

La luz iba en aumento y acabó convirtiéndose en un resplandor que estaba por todas partes. Era una luminosidad semejante a la de potentes lámparas halógenas. Una luminosidad tan descarnada y voraz que lo borraba todo.

Miré el volante, la guantera, mis manos, esas migajas de realidad que aún no habían sido engullidas. Cerré los ojos. A través de los párpados esa irradiación me inundó el cerebro.

 

 

 

 

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26

Fue un gesto incomprensible. Mejor dicho, fueron dos gestos incomprensibles, pero no comparables. El suicidio de Jacinto y mi decisión de ir al lugar del suceso.

No se me ocurrió hacerle una visita en el hospital. No habría ido ni aunque se hubiese tratado de una fractura múltiple o una insuficiencia renal. Yo era un hombre ocupado y no podía permitirme perder un par de horas.

Ahora bien, una vez consumados los hechos, cogí mi zarandeado Dyane 6 y me dirigí al hospital de San Lázaro.

Jacinto había bajado a la capilla, según la costumbre que había adquirido. Gracias a la medicación había mejorado. Seguía reconcentrado pero se comportaba con normalidad. Y cierta indiferencia achacable a los antidepresivos y los tranquilizantes.

Nadie se extrañó cuando vio a Jacinto por la escalera.

La capilla estaba situada cerca de la puerta principal, donde había un vigilante. Jacinto aprovechó la salida de un grupo familiar para fugarse.

Encontré un hueco y aparqué el coche. Eché un vistazo a la gran rotonda. Al otro lado se alzaba el hospital. La luz anaranjada de las farolas se reflejaba en el asfalto mojado. En ese espacio circular, circundado de insulsos bloques de pisos, en medio de esa mediocridad arquitectónica, destacaba la bella fachada de San Lázaro, iluminada por focos que resaltaban sus detalles.

Bordeando la rotonda llegué a la portada. Me detuve un momento a abotonarme el chaquetón y levantar el cuello antes de seguir en dirección a la calle Medina y Galnarés.

Empezó a chispear. Como tenía el paraguas en el coche, deseché a idea de ir a cogerlo. Me daba igual que se pusiera a llover de verdad.

Con las manos en los bolsillos, por la acera, sin prisa, eché a andar.

¿Qué sintió Jacinto cuando hizo este mismo recorrido? ¿Había sido tan irreal, tan carente de sentido, como lo estaba siendo para mí?

La luz de las farolas ponía una nota fantasmagórica en ese escenario de película mala, en ese gigantesco decorado de cartón piedra. Sólo la llovizna contrarrestaba en parte esa impresión de estar interviniendo en una absurda función de teatro.

¿Lo dominaba la ofuscación, el desvarío o una implacable lucidez?

A mi derecha se extendía la larga tapia del cementerio de San Fernando. En la acera habían plantado adelfas. Ese monótono tramo se me hizo eterno.

Llegué al barrio de San Jerónimo. La circulación era fluida en ambas direcciones. Allí, en el suelo, estaba la mancha oscura, de contorno irregular. No podía pensar en nada.

No se habló de suicidio sino de accidente. Al cruzar la calle, un camión cuya presencia Jacinto no advirtió, seguramente por efecto de la medicación, lo atropelló. Esta era la versión oficial. El testimonio del conductor se silenció. Ni su nombre ni las conclusiones del atestado se hicieron públicos.

 

 

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25

Había acabado la carrera de economía y estaba trabajando en una correduría de seguros a la par que preparaba oposiciones a inspector de Hacienda. Había alquilado un piso junto con otros dos compañeros en Los Remedios, cerca de la academia donde iba dos tardes por semana.

Con mis primeros haberes me compré un Dyane 6 de ocasión. Nunca he estado tan atareado ni he derrochado tanta energía como entonces. Fue una época feliz o, como no tenía tiempo de pensar en nada, lo parecía. A Las Hilandarias iba de vez en cuando a ver a mis padres.

Bajo los soportales de la avenida República Argentina, en un encuentro casual con Cirilo Cortés, me enteré del internamiento de Jacinto.

Cirilo, que iba a visitar a un oftalmólogo, estaba más interesado en contarme sus penas que la recaída de nuestro amigo. Sólo de pasada hizo alusión a esta noticia.

Su aprensión y su egocentrismo lo incapacitaban para contar esa historia. La conversación no fue larga tampoco. Tuvo lugar a mediados de un noviembre desabrido. Ambos teníamos prisa, él por llegar a la consulta del médico, y yo a la academia.

Nos despedimos. A los pocos minutos aminoré la marcha y acabé parándome al lado de uno de los pilares.

Me quedé mirando el pavimento que estaba mojado. Era un día de chaparrones y de fuertes ráfagas de viento. La circulación era densa.

Jacinto llevaba ingresado dos semanas. Me puse a andar de nuevo a un ritmo normal, luego a grandes zancadas. Me dije que iba a llegar tarde.

 

 

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24

Estudiaba la carrera en Sevilla. A Las Hilandarias iba durante los periodos vacacionales y no todos los fines de semana. En mis visitas coincidía a veces con Jacinto. Como siempre, se mostraba retraído.

En su tercer año de conservatorio se hundió en una depresión y dejó los estudios, tanto los de música como los de derecho. Según su familia, estaba sobrecargado de trabajo. No aprecié síntomas de desgaste físico en Jacinto. No tenía aspecto de cansado ni mala cara.

De todos modos, mis encuentros con él eran ocasionales. Como todos opinaban, incluido el especialista, que su quebrantamiento se debía en buena medida al ritmo de trabajo, lo indujeron a renunciar a una de las dos carreras.

De hecho, abandonó las dos. Se recluyó y dejó pasar el tiempo. Él decía: “Ahora estoy quietecito contemplando el curso de las nubes”.

Durante ese periodo de confinamiento aprovechó “para no hacer nada”. Lo cual no era cierto, pues daba largos paseos, leía libros de orientalismo e incluso algunas tardes recalaba en el bar de Lerín.

La reclusión y el paso del tiempo no surtieron efecto a largo plazo. Aparentemente remontó ese bache. La familia atribuyó la recuperación al tratamiento de litio. Jacinto ni afirmaba ni negaba nada.

Se descargó del exceso de trabajo, optando por el derecho y prescindiendo de la música. De esta forma, todos contentos. Me aseguró que había hecho la mejor elección. Sus palabras sonaron impostadas.

Pensé que la vida de cualquiera era una urdimbre entre cuyos hilos se contaban las concesiones, las renuncias y las derrotas.

Perdió ese curso. Los meses de verano, al igual que los anteriores, transcurrieron entre caminatas por la mañana temprano, baños en la piscina y lecturas sobre religiones orientales.

Moreno, vareado y más culto, en septiembre todos le dieron el alta. A pesar de su buena imagen, el problema no estaba resuelto.

Jacinto adoptó una postura crítica que a menudo rozaba el sarcasmo. Su bien timbrada voz estaba contaminada de un retintín que no venía a cuento.

Cuando le dije que me alegraba de su restablecimiento, y aludí a su pinta de galán, una ingeniosidad espigada en un libro de aforismos orientales fue su respuesta.

En mi último encuentro con él me desgranó la historia del manantial cegado. Unos obreros lo obstruyeron matando el arroyo que nacía en él. El arroyo alimentaba una alberca. La alberca regaba un huerto. En el huerto crecían verduras y árboles frutales que se perdieron…Me pareció un cuento chino, pero lo escuché con seriedad.

 

 

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23

Jacinto Basterra y yo fuimos juntos a la escuela y al instituto. Vivíamos en la misma calle, él en el número veintisiete y yo en el diecisiete. Teníamos la misma edad. Salvo que hubiese surgido una incompatibilidad insalvable, estábamos destinados a ser amigos.

Había, sin embargo, en nuestra pandilla otros compañeros que me eran más afines. Mi gran amigo era Cirilo Cortés. En el otro extremo se hallaba Joselito. Jacinto ocupaba un lugar intermedio.

Pronto dio señales de ser especial. En Las Hilandarias este adjetivo no es un elogio. Jacinto era taciturno y tenía rachas de enclaustramiento. Si salía, presionado por su familia, se mostraba ausente, esquinado. Su comportamiento suscitaba comentarios burlones o compasivos.

Debido al hecho de que nunca me unía a esas reacciones de mofa o lástima, gozaba de su confianza. A veces se sinceraba conmigo.

Un día me hizo partícipe de su temor a que el corazón le dejase de funcionar. Sus latidos disminuían hasta hacerse imperceptibles. Y la angustia se apoderaba de él. El médico no dio importancia a ese síntoma que calificó de imaginario. Ni, en lógica consecuencia, ningún remedio. Pero Jacinto encontró uno por su cuenta.

Cuando advertía que el ritmo cardiaco se debilitaba, se llevaba la mano derecha al pecho y marcaba el compás. Así permanecía hasta que el corazón recuperaba su tono.

Jacinto estaba dotado para la música y tenía una hermosa voz de barítono en la que reparó don Juan, el párroco del pueblo.

Cuando el cura formó el coro de la iglesia, pensó en Jacinto y también en mí. Ambos engrosamos sus filas. No tardó en ponerse de relieve que mi amigo tenía excelentes cualidades y yo las tenía mermadas.

Don Juan, en quien no era descartable cierto grado de malignidad a pesar de su condición eclesiástica y de su fama de majo, cada dos por tres me mandaba callar en los ensayos. Los talentos mediocres no le interesaban. Prefería prescindir de ellos y ahorrarse el trabajo de su educación.

De Jacinto declaraba que era un gran descubrimiento. De su voz clara y vibrante quedaban prendados incluso los legos, cuanto más el párroco de Las Hilandarias.

Proclamaba también don Juan, hombre expansivo y parlanchín, que desaprovechar ese don era un acto de ingratitud, un delito.

 

 

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